Todos los seres humanos tenemos derecho a la libertad. Tenemos la facultad para elegir de manera responsable nuestra propia forma de actuar dentro de una sociedad. No nos sometemos a la voluntad de otro, no estamos atados a alguna obligación o deber. Cada quien puede ser libre de transitar como sea, gozar de su sexualidad, andar por las calles sin miedo alguno. Tristemente, la dura realidad es otra.
En La libertad fantasma, de Gastón Andrade, estrenada en el marco de la tercera edición del Festival Internacional de Cine del Bajío, se muestra a través del género documental un crudo testimonio de siete mujeres que han padecido la pérdida de sus hijas, hermanas o amigas, por feminicidio. Ya sea violencia en sus relaciones, secuestro o asesinato a sangre fría, todas ellas dan voz a aquellas mujeres que fueron privadas de su libertad pero cuya ausencia resuena no sólo en las lágrimas y clamores de justicia, sino en una lucha feminista que busca no olvidarlas.
Dividido en siete capítulos donde Andrade da cabida a cada uno de los casos referidos, el realizador usa una introducción brutal en la que somos testigos de una eterna búsqueda en un desierto por parte de una mujer que se convierte en varias. Ese constante desentierro en búsqueda de algo perdido es una interesante analogía inicial para lo que estamos a punto de escuchar en cada caso.
La dirección es sobria y en cada capítulo repite la forma de presentar estas declaraciones que duelen. Una tras otras las madres, hermanas o amigas de las víctimas aparecen de entre una pantalla negra, desde un perfil griego, mientras su narrativa se suelta entre las lágrimas, el enojo y una memoria de aquellas que siguen en la lucha por justicia. Recuerdos de las ahora fantasmas que no las dejan y su cuerpo extendido en una cama, mientras las vemos solitarias, añorando que sus amadas mujeres estuvieran aún con ellas.
Esto puede ser duro de experimentar, debido a que Andrade tiene la sensibilidad y confianza de dejar que expresen todo. Por otra parte, resulta interesante la reflexión inicial en la que se dice que se debió de dejar de hacer poesía después de Auschwitz, punto que es refutado al final y durante el documental gracias a los poemas que fungen como los títulos de cada capítulo además del poderoso final donde escuchamos esas palabras con fuerza, en versos que empoderan y construyen, que nos hacen ver que es necesaria una reconstrucción de la sociedad que construya una verdadera libertad.
Otro punto destacado es el uso de ciertas introducciones de corte experimental donde el realizador, que también edita la cinta, hace una especie de revisión de los aspectos socioculturales de nuestro país. Desde un paseo por los pasillos del Museo de Antropología y el reclamo de los dioses al unísono de una marcha feminista, hasta la frase de conciliación y construcción que ofrece la idea de construir un feminismo que no destruya en medio de imágenes de la Biblioteca Vasconcelos, entre otros, que resalta todavía más ese aire de crítica, de despertar de una consciencia que, tristemente, parece no querer abrir los ojos.
Asimismo, la capacidad de las mujeres de abrirse ante sus respectivas experiencias es emotiva pero infame. Si bien esto puede hacer creer a algunos que se lucra con el dolor ajeno, el documental evita la victimización para abrir el violento panorama de esas muertes. Algunas de ellas asesinadas de forma cruel, otras tachadas de suicidas por evitar creer en la culpabilidad de la pareja e incluso aquellas que son víctimas de la violencia de sus propios esposos o novios, en cada caso hay un perpetrador que, en medio de un sistema que no toma en cuenta el concepto del feminicidio, vuelve mucho más difícil el panorama hacia la justicia merecida.
No es secreto que la batalla que muchas mujeres han tenido que hacer va desde la búsqueda de evidencias hasta la señalización de claros culpables que, aún admitiendo su delito, se van impunes. Es en medio de un sentimiento de ira, culpa y nostalgia, que ese caleidoscopio de hechos muestra la cara de un sistema que demuestra poca eficiencia o interés verdadero en apoyar a las familias de las víctimas.
Tristemente dura, La libertad fantasma justamente es un vehículo donde el arte funciona pasa reforzar la voz de todas las desaparecidas, un grito de justicia y reconocimiento al grave problema de feminicidios que coloca a México como el tercer país donde más sucede esto, pero sobre todo, hacia una dolorosa confesión de las heridas abiertas en una nación que no escucha los lamentos de sus hijas, que aquellos fantasmas que en cada marcha feminista buscan recordará través de la voz de miles que la libertad es un concepto que, lamentablemente como la justicia, no es igual para todos.
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