Como las de su arquitecto protagonista, las ambiciones de Francis Ford Coppola para Megalópolis tenían grandes cimientos: comparar el declive de la Roma antigua con la actual degradación de la república estadounidense. Las primeras tomas dan fé de las firmes intenciones de la idea.
La cámara captura edificios de estilo neoclásico en Nueva York con inscripciones de los filósofos latinos que inspiraron a los padres fundadores de la “Nueva Roma”. Hasta ahí, todo bien. El problema empieza cuando la cámara desvía su atención de las sólidas estructuras de piedra hacia un rascacielos de estilo futurista con superficie reflejante y la película revela su desastrosa apuesta por la ciencia ficción.
En lo alto del edificio se encuentra nuestro héroe, el arquitecto adecuadamente nombrado — siguiendo la metáfora romana — César Catilina (Adam Driver). Da la impresión de que César está a punto de lanzarse al vacío. Sin embargo, el personaje tiene la capacidad de detener el tiempo, lo cual impide que se caiga. Aunque César se salva, Megalópolis comienza ahí su inexorable caída.
De lo que prometía ser una interesante analogía política entre la caída de Roma y el momento que vive Estados Unidos y otros países donde las democracias liberales peligran, Megalópolis se convierte en una farsa hiperbólica que mezcla géneros, tonos, estilos visuales, artísticos, arquitectónicos y hasta de vestuario.
Los personajes femeninos y algunos de los masculinos, se visten a la usanza de Roma, otros futurista. El mismo César, que no se decide entre ser un visionario idealista o un Hamlet atormentado, anda siempre de negro como si deambulara por el castillo de Elsinore en Dinamarca. Además, de frases de Shakespeare cita a Ralph Waldo Emerson, el primer filósofo de la nueva república estadounidense.
El asunto es que César tiene que luchar contra las fuerzas oscuras que quieren reconstruir la ciudad de Nueva York para que siga funcionando como lo hacía antes de su parcial destrucción, favoreciendo a los más poderosos. César, que es un genio, ha inventado un material especial con el que se podría crear una urbe utópica en la que se viviría rodeado de flora y fauna.
Su principal detractor, el alcalde Franklyn Cícero (Giancarlo Esposito), no es necesariamente malo, pero es un pragmático y está convencido que las utopías siempre acaban en tiranías. En los hechos actuales a los que alude indirectamente Megalópolis (la Conspiración Catilina, 63 a. C.), Catilina quería efectivamente tomar el poder en Roma para quitárselo a los dirigentes corruptos que creía se habían apoderado de la república. La analogía no es rigurosa, pero se inspira en las figuras que protagonizaron ese momento clave en los albores de la república.
Cícero escribió sus famosos discursos en contra de él. Pero Catilina es el héroe en Megalópolis, así como hay un cierto estilo de populismo que se favorece en la política de Estados Unidos desde siempre, donde se exaltan los valores del hombre común. En cine, el personaje de John Doe es el que mejor representa al provinciano que llega a Washington y se convierte en víctima de los malvados políticos.
En Megalópolis se alude a John Doe en algún momento. El verdadero villano del filme es Clodio Pulcher (Shia LaBeouf), el más apegado al verdadero personaje al que alude. Clodius Pulcher (93 - 52 a. C.) fue un populista extremo, un agitador callejero que se rodeó de pandilleros y criminales para hacerse del poder.
Aunque descendía de una de las familias más antiguas y nobles de Roma, Pulcher se hizo pasar por un plebeyo para poder ser elegido tribuno de la plebe. Estas son las tres instancias de poder que Coppola presenta como las que se pueden seguir para salvar a la república. En una de las muchas formas en las que Coppola no se restringe, muestra imágenes de Hitler y Mussolini para dar a entender que el populismo pandillero de Pulcher es la vía más peligrosa. En Megalópolis, Pulcher va a los barrios bajos a exaltar el odio de la gente y animarlos a que se unan en contra del gobierno.
Si algo se puede decir en defensa de Megalópolis es que la idea era buena, pero en su ejecución se le salió de las manos a Coppola. Siguiendo con la metáfora arquitectónica, el estilo clásico se va tornando futuristico, luego gótico, pasando por el Art Deco y va degenerando en un barroco abigarrado y finalmente en rococó. Esto incluye tanto el vestuario, como las actuaciones, como la trama que se vuelve cada vez más alambicada.
Por ejemplo, la habilidad de Catilina de detener el tiempo va y viene sin que medie explicación que justifique cada circunstancia. La mitad del tiempo se la pasa drogado y la otra haciendo frases de filosofía barata. Visualmente además de la mezcla de tonos, estilos, géneros, hay elementos fuera de moda como la pantalla dividida.
El legendario director de la trilogía de El Padrino no es ajeno a los fracasos estrepitosos; ahí tenemos One from the heart (1981) y The Cotton Club (1984), por mencionar solo dos. Pero a los 85 años enfrentar una derrota no será fácil. Sobre todo, porque en Cannes se le ha recibido como a un gigante. Coppola es solo uno de nueve directores que han recibido la Palma de Oro dos veces, una por La conversación (1974) y la otra por Apocalipsis ahora (1979).
Hay también que tomar en cuenta que Coppola no solo dirigió, sino que escribió y produjo este proyecto que tenía ilusión de realizar desde hace 40 años. Como nadie creía en él, Coppola tuvo que invertir su propio dinero para llevarlo a cabo. De hecho, vendió parte de sus viñedos en California y acabó poniendo 120 de los 150 millones de dólares del presupuesto. Y todo esto tiene que valer por algo.
Además, vista con los mejores ojos Megalópolis nos muestra a un Coppola todavía involucrado con la situación política de su país y del mundo, y eso siempre es admirable.
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