Una cámara presenta varios planos abiertos a calles y avenidas de la Ciudad de México –de aquellas transitadas e identificables como Insurgentes o Tlalpan, a esas sin nombre ni atributo alguno, pertenecientes a la periferia–. Y si bien, nunca aparece a cuadro, la violencia y el acoso hacia la mujer es latente y, tal vez, inminente.
Se trata del documental Ahora que estamos juntas, ópera prima de Patricia Balderas Castro, en el cual la realizadora se coloca al centro de la narración para hacer la crónica de los últimos cinco años de manifestaciones dentro del movimiento feminista, al tiempo que relata su propia historia de violencias silenciadas durante mucho tiempo.
A propósito del estreno de la película en salas (tras su paso por el Festival Internacional de Cine de Morelia 2022, en donde ganó el Premio del Público a Mejor Documental), compartimos la entrevista con Patricia Balderas Castro, quien habló acerca de cómo, a pesar de la estigmatización hacia el activismo feminista, es importante construir espacios empáticos que apuesten por el diálogo sobre estos temas.
Siendo un documental que habla acerca de las agresiones sexuales callejeras, la ciudad ineludiblemente debía volverse un personaje, pero ¿cómo fue retratarla bajo esa óptica?
Para esta película era muy importante colocar a la ciudad como protagonista. Pero me interesaba no sólo retratar a la ciudad como ese lugar que parece ser un monstruo que nos absorbe y que todo el tiempo nos mantiene con la guardia alzada, sino mostrar cómo la ciudad se vuelve este espacio de conquista, el cual tenemos el derecho de resignificarlo y apropiarnos de él. Diera la impresión de que la ciudad solo son las calles y el transporte, pero no es así, estamos hablando de que se trata de un espacio de recreación, de convivencia y de goce, entonces quise que la vida pública estuviera en el centro.
Al inicio de la película mencionas que conociste a tus personajes en 2015 por medio de un taller sobre acoso callejero, pero ¿cómo llegas a ese lugar?
Yucari Millán, la persona que dirige la asociación civil Habitajes, la cual trabaja el espacio público y los derechos humanos, me invitó a trabajar en la organización y coordinación logística de dicho taller, pero al final terminé involucrándome en este y me impactó muchísimo conocer a las chicas que a la postre aparecerían en el documental y se volverían mis amigas; si bien en ese momento no podía reconocer la violencia en mi vida, sí podía reconocerla cuando ellas compartían sus experiencias como el testimonio de la chica a quien le eyacularon en la mano cuando estaba en el transporte público o situaciones aún más fuertes, por ejemplo, una de las protagonistas de la película es sobreviviente de feminicidio.
Y en esa etapa, llegó un momento donde empecé a recordar un montón de vivencias como un hilo que iba jalando y se volvió un punto de quiebre porque dije “¿Cómo es posible que después de veintitantos años apenas me esté dando cuenta de que he sufrido este tipo de violencias toda mi vida que han incidido en mis dinámicas sociales?”, y al tratar de responder me doy cuenta de que es por una normalización que tenemos, la cual es muy grave, porque lo que conlleva es justamente que se permita un montón de cosas que incluso puedan derivar en un feminicidio.
Es fuerte darte cuenta de que aquello que viviste desde niña le puede estar pasando a otra chica mientras que tú y yo estamos hablando, no tendríamos que estar pensando en esto. Entonces, tras identificar estas violencias y atravesar una etapa de mucho enojo, pensé “Es importante hablar de este tema y llevarlo a la pantalla”.
¿Cómo fuiste concibiendo la estructura narrativa del documental, en la cual tu historia se va cruzando con las de varias de las chicas del taller?
Fue una estructura que cambió muchísimas veces. Comencé este proceso creativo justamente en 2015, cuando el movimiento feminista todavía no tenía tanta visibilidad, y la idea original era hacer un documental con una voz coral que hablara sobre qué es el acoso sexual callejero y qué podíamos hacer ante este tipo de violencia.
Pero llegó la marcha del 24 de abril del 2016, la cual por su magnitud fue conocida como la Primavera Violeta y que marcó el inicio de la cuarta ola feminista en México, y ahí el propio movimiento y la realidad me rebasaron, cuando vi que las chicas del taller, empezaron a juntarse; si bien no estaban hablando específicamente de acoso sexual callejero, sí estaban organizando una protesta contra la violencia y yo pensé “Quiero estar en ese lugar, ver cómo se organizan y qué hacen”.
Entonces comencé a grabar esos momentos mucho más colectivos y mucho más de denuncia pública y social, pero paralelamente estaba mi propio proceso de reflexión el cual todo el tiempo estuve compartiendo con este grupo de mujeres, constantemente les preguntaba cosas, porque tenía demasiadas dudas y muchas de ellas, incluso más jóvenes que yo, tenían respuestas increíbles y me dieron muchísima luz para poder guiar, no solamente mis reflexiones, sino también a la película misma, por eso en pantalla hay estas conversaciones que tengo con ellas tomando café o desayunando porque era realmente como conversábamos, teníamos estos diálogos mucho más íntimos, pero donde entre todas construíamos ideas.
La última grabación la hice en 2021, entonces evidentemente en cinco años reuní mucho material, pero todavía no sabía qué narrar con este: tenía todas las manifestaciones públicas y las historias de este grupo de mujeres.
Entonces, después de unos diez cortes y de probar varias estructuras, consideré que el vínculo para poder hilar tanto las historias de estas mujeres como el contexto social que estaba sucediendo, era yo misma y claro, fue una decisión difícil, porque al final era vulnerarme, colocarme en otro sitio, pero me ayudó a conectar más con las mujeres que aparecen en la pantalla, porque significó que ya no era una persona ajena o una simple observadora que estaba contando la historia de alguien más.
Posteriormente, junto con Claudia Ruiz Capdevielle entré a la etapa de edición; con ella peloteaba el material y eso nos ayudaba a tomar decisiones y cuando llegamos a atorarnos recurrimos a este grupo de mujeres para decirles “Les mostramos este corte, ¿qué piensan? ¿Esto funciona o no funciona?”. Creo que todo el proceso fue muy sororo y de mucho acompañamiento.
Hablando de vulnerarte y exponerte, la película te sirve de vehículo para poder reconciliarte con tu madre. ¿En qué momento tomas esa decisión?
Dentro del reconocimiento de violencias normalizadas, comencé a cuestionar cuál había sido el papel de mi mamá, incluso la última entrevista que hice fue a mi mamá, porque me incomodaba hablar de ese tema con ella, pero esta se volvió en algo crucial dentro del documental, porque representa precisamente cómo nosotras desde nuestras experiencias, nuestros privilegios y los lugares que habitamos actualmente, cuestionamos las acciones de otras mujeres ante la violencia y las agresiones, cómo a veces esta idea de sororidad, incluso dentro del mismo movimiento feminista se nos barre y juzgamos, nos medimos con una vara muy alta y nos avergonzamos cuando en realidad somos parte de un sistema opresivo y un Estado que no está respondiendo.
“La vida de una mujer no puede estar detenida por el miedo”. Es una frase que se escucha y resuena dentro de la película. Resulta notorio que tus protagonistas buscan que sus historias y sus acciones no se queden en el seno de un taller.
Exacto. Creo que justo la idea con la película es empezar a detonar la construcción de espacios empáticos para poder dialogar sobre estos temas; los pequeños círculos y las redes de mujeres siempre son importantes, por ejemplo, después de levantar una denuncia legal por algún tipo de violencia, lo que sigue, generalmente, no es agradable, vienen los cuestionamientos, la revictimización e inclusive cosas mucho más violentas como el prejuicio o el estigma y ahí esas redes sirven de contención.
También por eso, desde un inicio lanzamos una campaña de impacto junto a Impacta Cine para que la película ayude a poder apropiarnos del espacio público, haciendo proyecciones en lugares no tradicionales acompañadas de rodadas, picnics, de actividades, digámosles, afectivas o cariñosas que provoquen justamente el expresar estos temas, estas vivencias y conectemos con otras personas. De igual manera, nos interesa mucho llegar a juventudes, hablar con adolescencias en centros educativos para que podamos abrir la conversación con estas generaciones que creemos que pueden ser muy receptivas, transformadoras y abiertas en cambiar ciertas dinámicas en la forma en la que nos relacionamos.
Hay un punto de inflexión en Ahora que estamos juntas, el cual es cuando aceptas que te encuentras cansada y un poco desencantada de las manifestaciones. Es un momento fuerte, donde te replanteas muchos aspectos ideológica y creativamente. ¿Cómo fue el reinventarte como directora?
Al principio, cuando grabé la marcha del 24 de abril del 2016, sentí una esperanza, era la primera vez que yo me veía con un montón de mujeres luchando por una misma causa y de verdad creía que iba a cambiar el mundo al día siguiente, porque éramos tantas y aparte había sido una marcha que sucedió en gran parte del país al mismo tiempo, algo que no había sucedido antes.
Sin embargo, el mundo no sólo no cambió, sino que la violencia se recrudeció, se volvió peor y conforme pasaron los años seguimos protestando cada vez con más represión y agresiones, y eso se me hizo muy frustrante, incluso en la película yo digo “El discurso de la sororidad se empieza a escuchar vacío y repetitivo en mi vida, las marchas entraron en una decadencia”.
Y al final lo que me salvó fue volver a hablar con mis amigas y decirles “Estoy cansada y un poco decepcionada, llevo muchos años grabando las marchas y no hemos generado ningún cambio. No sé cómo continuar el documental”. Ellas me respondieron “Patricia, mira lo que hay a tu alrededor: mujeres mucho más jóvenes se están sumando al movimiento, nosotras pasamos de ser mujeres desconocidas a ser entre nosotras una red de apoyo súper fuerte y estamos rompiendo estereotipos acerca de cómo nos relacionamos.
Probablemente, no son tan radicales como tú los esperabas, pero sí hay cambios”. Ese fue el momento de lucidez que necesitaba para continuar haciendo la película, la cual eventualmente se convertiría en mi tesis de la maestría de cine documental de la ENAC.
Ahora que mencionabas que no todo es la calle o el transporte dentro de este tema, también el fenómeno se manifiesta en ambientes privados y espacios cerrados; inevitable el pensar en la propia industria cinematográfica, mencionada en los últimos años por lo desprotegida que se encuentra la mujer al momento de querer ejercer su trabajo como directora o cualquier otro puesto, un problema que sigue pendiente de resolverse. ¿Qué opinas al respecto?
Para mí era importante hablar del espacio público como algo indefinido, tan indefinido que justamente estas violencias y agresiones sexuales ocurren a plena luz del día y ante los ojos de cualquier persona, sin que exista una reacción ni una consecuencia.
Pero esto que mencionas es importante: esto no solo ocurre en las calles y en el transporte, sino en los espacios de trabajo y hablando específicamente de la industria audiovisual, es grave porque son espacios que evidentemente han sido dominados por hombres y las prácticas que rigen las dinámicas de creación tienen una visión masculina donde regularmente las mujeres tienen roles secundarios, no tienen poder de decisión y eso al final se ve reflejado en la pantalla, en el tipo de narrativas, en cómo somos retratadas, y en la manera en que se siguen reproduciendo y normalizando estereotipos y violencias.
El #MeToo se popularizó en 2017, pero si escarbamos un poco, en realidad hay antecedentes latinoamericanos de este tipo de expresiones colectivas y denuncias mediáticas que son a través de las redes sociales, de hashtags y de la viralidad, y que tuvieron un impacto en varios países, por ejemplo #NiUnaMenos surgido en junio del 2015 en Argentina, #PrimeiroAsséido que nació en octubre del 2015 en Brasil por iniciativa de Juliana de Faria del colectivo Think Olga o #MiPrimerAcoso que sucedió en abril de 2016 en México por medio de Catalina Ruiz-Navarro y Estefanía Vela del colectivo (e)stereotipas.
Evidentemente Hollywood, teniendo todo un aparato a su alrededor y este poder hegemónico, colocó el tema sobre la mesa, lo cual me parece muy importante, pero me parece que también es importante reconocer los antecedentes latinoamericanos que se gestaron desde otros lugares que tienen que ver mucho más con una sociedad civil organizada y no necesariamente con una industria de cine.
Es común y sintomático encontrarse en redes sociales y medios de comunicación, centenares de comentarios casi diarios que reducen el movimiento feminista a lo más burdo (“Solo hacen destrozos”, “Únicamente se quejan”, “Están locas”), alimentado entre la misoginia, el recelo y la imposibilidad de diálogo, un fenómeno muy propio de redes sociales. ¿Cuál es tu punto de vista?
El término feminista está súper estigmatizado. Sin querer romantizarlo, sostener un movimiento como este resulta muy cansado, es una lucha que nos ha costado tiempo, dinero, recursos materiales e implica poner el cuerpo, por ejemplo, ¿cuántas madres buscadoras de sus desaparecidos no han sido amenazadas o asesinadas por buscar a sus hijas o justicia? Y no solo eso, no tendríamos que estar haciendo esto, como dice una de las chicas en el documental: “Me gustaría estar hablando de bicicletas y de aliens en vez de estar hablando de feminicidios” y claro, se vale, a mí también me gustaría estar dedicando mi tiempo, mi energía y mis recursos a otra cosa muy distinta, pero esto es tan necesario que, como muchas otras mujeres, tengo que hacerlo, aunque es algo que, a juzgar por las reacciones y los comentarios, todavía no se entiende.
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