En una época en la que el terror dependía de la sobreexplotación de los remakes hollywoodenses de grandes cintas del J-Horror así como del uso excesivo del found footage gracias al sorpresivo éxito de El proyecto de la Bruja de Blair (1999) o la saga de Rec (2007), existió un cineasta de raíces malayas criado en Estados Unidos que crearía al lado de su gran amigo a uno de los villanos más memorables del género desde hacía años.
El año era 2004, mismo en que llegaría la ópera prima de Zack Snyder con un guión de James Gunn que reimaginaba un clásico de George A. Romero en El amanecer de los muertos, así como el no tan efectivo remake de Takashi Shimizu de The grudge y la introducción occidental a Kayako mientras una parodia zombie con Simon Pegg y Nick Frost sería la introducción perfecta de una futura trilogía con un director propositivo llamado Edgar Wright en Shaun of the dead. En medio de todos esos proyectos, llegó uno que tomó por sorpresa a propios y extraños.
La cinta era de bajo presupuesto, el póster blanco con piernas y manos cortadas daba mucha curiosidad, rematado con un coqueto título en español de Juego macabro (posteriormente se conocería como El juego del miedo) atraía hacia un relato de suspenso del que no se escuchaba mucho. Los ilusos entraban sin saber que estaban viendo el nacimiento de un villano de época, John Kramer, un arquitecto de artificios sádicos que a través de juegos perversos motivaba a sus víctimas a aprender de una experiencia de vida… o la muerte.
Dirigida por un entonces novato de origen malayo llamado James Wan y escrita por otra figura que ha trascendido en el género, el incondicional amigo de este realizador, guionista y ahora director Leigh Whannell, el público del naciente siglo XXI no estaba listo para una vuelta de tuerca tan escabrosa que fue la génesis de una franquicia que, en casi 20 años, lleva ya 10 entregas forjando el legado del temible Jigsaw, sus aprendices descarriados y su inseparable títere de risa tétrica en triciclo llamado Billy, sentando las bases de un subgénero conocido como el ‘torture porn’.
Saw, cuyo inicio se dio gracias al cortometraje hecho por ese par de sospechosos comunes un año antes y en el que ya figuraban algunos elementos clave para el largometraje como la infame trampa mandibular, la particular fotografía y el mensajero de la muerte, Billy, captaba la esencia de quien se ha vuelto uno de los villanos más memorables del terror. Pero en su ópera prima, Wan y Whannell ampliaron la genialidad de esta mente maestra que tiene una fascinación por estar pendiente de sus juegos y sus resultados.
La trama presentaba a dos supuestos extraños, un fotógrafo profesional dedicado a seguir y espiar a las personas, Adam (Whannell) y un doctor, Lawrence Gordon (Cary Elwes), encerrados en un baño abandonado con un cuerpo dentro. Ahí, una grabación les revela su misión: uno de ellos tiene que morir en una hora o ambos sufrirán las consecuencias. Mientras esto sucede, la investigación por parte de un detective llamado Tapp (Danny Glover) lo llevará al extremo con tal de detener al susodicho Jigsaw. Pero a veces, nada es lo que aparenta ser.
Uno de los grandes detalles de esa cinta, más allá de su final impactante, recaía en una edición eficiente y un manejo de atmósferas interesante apoyándose en una estética de colores como la combinación de blanco y azul con el uso del verde en cortas trampas. Pero sobre todo la eficiencia de usar mayormente un solo set apoyándose en saltos temporales y flashbacks para crear ese aire de thriller sucio al estilo de Seven de David Fincher. Eso, apoyado con un cast de actores que tuvieron un golpe de suerte después de ser partícipes en la franquicia, como Michael Emerson y Ken Leung qué formarían parte de una serie icónica como Lost (2004-2010).
Literalmente, ese diseño de rompecabezas narrativo, a pesar de no ser novedoso, era bien llevado. Pero sobre todo, bastante preciso en los detalles, mismos que juegan una parte fundamental para los mejores momentos del relato. Durante la poco más de hora y media, la x siempre marca el punto adecuado para este tenso encuentro en el que la música de Charlie Clouser se convierte en un perfecto aderezo para toda esa locura. Tan es así que el tema final, “Hello Zep”, se convertiría en el sello característico para la saga, que al ofrecer su giro final en la mayoría de sus entregas, suena con fuerza para tratar de revelar el retorcido giro conclusivo del plan maestro de Jigsaw.
El hecho de no tener famosos en el cartel ayudó a la curiosidad del público pues, curiosamente, todos se enfocaban en la historia esperando saber qué o quién era el que causaba estos juegos. En medio del sufrimiento y la tensión de los protagonistas, es la dolorosa conclusión la que causó un impacto severo pues entre piernas cercenadas correctamente ocultas por el bajo presupuesto y la gran revelación de Kramer marcaban un final de juego difícil de sacudir de las conciencias con un villano tan brillante que volteaba los dilemas éticos de sus elegidos en su contra para convertirlos en un aprendizaje de vida o muerte.
Ni qué decir del diseño de las trampas, que aunque en esta primera entrega no son tan sádicas o sanguinolentas como en el resto de la saga, definitivamente colocaban al misterioso John Kramer como una mente maestra que provocó la sorpresa en la audiencia, misma que permanece fiel a esta figura justiciera, pero sobre todo el morbo medio enfermizo alrededor de una básica pregunta: ¿matarías a alguien por sobrevivir?
Aunque el debate de Jigsaw como asesino sigue a la fecha, no cabe duda de que el fenómeno de Saw continúa, no solo por el impacto creado en los amantes del género, sino en poner la base de un subgénero que ha rozado en brutalidad junto al nuevo extremismo francés, así como en poner un primer paso sólido para dos artistas que, a la fecha, continúan vigentes como Wan y Whannell. Así que te guste o no, solo queda una elección: Vive o muere al lado de este villano junto a este primer filme que, a la fecha, sigue dando de qué hablar por ese brutal desenlace.
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