Escenario

‘Skinamarink’: Los rincones de la memoria infantil llevados al terror

CORTE Y QUEDA. Es una obra que combina la sencillez del terror menos explícito posible con las herramientas técnicas más básicas, logrando un ejercicio que parecería ser rescatado de la propia Deep Web

El resplandor
Fotograma de 'Skinamarink'. Fotograma de 'Skinamarink'. (CORTESIA)

¿Cómo podríamos describir al terror moderno? ¿Qué tanto han evolucionado los miedos de una sociedad contemporánea a la que difícilmente se le puede sorprender? Con la llegada de la era digital que ha acaparado la mayoría de las vías de difusión, el imaginario colectivo ha renovado su listado de mitos e historias relacionadas con el mundo del terror, extinguiendo gradualmente las llamas de antiguas leyendas originadas solo por el tránsito verbal de las multitudes.

Sin embargo, el temor infundado por aquello que desconocemos no ha desaparecido, solo se ha transformado y adaptado a nuevos lenguajes, creando espacios que han impactado en la propia cinematografía actual. Un ejemplo de lo anterior es el universo de las creepypastas con leyendas como las de Slenderman o Jeff The Killer, además de videojuegos estilo The Backrooms, los cuales se han encargado de destilar un terror más minimalista enfocado a un nicho que ha ido incrementando con el paso de los años.

Es bajo este contexto donde el cineasta Kyle Edward Ball desarrolló un cortometraje titulado Heck (2020), el cual exploraba las profundidades de los temores infantiles para verterlos en un material experimental que proponía vacíos visuales complementados por las inquietantes fobias existentes en la imaginación juvenil. Sería el pasado 10 de mayo, en salas mexicanas, donde dicho corto extendería su historia a través del largometraje Skinamarink (2022), ahondando en aquellos traumas en edades tempranas que generan cicatrices psicológicas que pueden mantenerse en etapas maduras.

Dos niños han despertado en casa solo para descubrir que su padre se encuentra ausente, enfrentando un fenómeno extraño en su hogar que los hará enfrentarse a momentos de tensión y terror derivados de un espacio que parece cambiar constantemente; la oscuridad se convertirá en su más grande demonio.

Las pesadillas son elemento fundamental para Ball en su tratamiento cinematográfico, y es que sería a través de una recopilación de testimonios sobre sueños impregnados de terror que lograría un común denominador: “el miedo infantil de estar solo en casa con demonios o monstruos al acecho”. La ópera prima del director canadiense tomó fondo y forma, con la peculiaridad de un presupuesto modesto que desarrollaría una estética muy particular en la cinta, y es ahí donde justo se produce la verdadera “magia” de este trabajo.

Las habitaciones desprenden mínimas intensidades de luz, la oscuridad se apodera de los enormes espacios que dos infantes tendrán que recorrer en búsqueda de sus padres, no sin antes darse cuenta que su hogar parece cobrar vida propia, como si fuera una traducción de lo retratado en Poltergeist (1982), con la enorme diferencia de que en esta historia los rostros son inexistentes, el terror no se deriva de las reacciones físicas de los personajes, sino que sus voces y contexto son los que nos encaminarán a padecer un estrés cinematográfico, una angustiante experiencia sonora y visual que desenterrará nuestras más recónditas pesadillas, y la incertidumbre de la incógnita narrativa jugará en contra de nuestros sentidos, un placentero viaje fílmico que sacará a la luz la necesidad masoquista de la audiencia de encontrar respuestas sin importar lo que se coloque de frente.

La abstracción de elementos en pantalla ha creado un paquete envolvente de narrativa visual que ejercitará los sentidos del espectador, alertándonos, enfocándonos y tensando los músculos ante lo desconocido, aquello que no podemos ver y que solo podemos escuchar sutilmente. Kyle Edward Ball nos invita a su pasado, pero no a sus momentos de tranquilidad, nos transporta a sus traumas más profundos, usa el hogar donde él creció para intimar con el público, para recordarle que todos tuvimos, tenemos y tendremos pesadillas que nunca podremos superar.

Skinamarink es una obra que combina la sencillez del terror menos explícito posible con las herramientas técnicas más básicas, logrando un ejercicio que parecería ser rescatado de la propia Deep Web y colocándose en circulación comercial, que si bien puede tener atisbos de la naturaleza que poseía El Proyecto de la Bruja de Blair (1999) en términos de experimentación, Bell mantiene la personalidad de su producción, aterrizándola en su propia coyuntura y creando expectativas enormes sobre sus resultados.

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