El cineasta sueco Ruben Östlund regresó con fuerza para llevarse la Palma de Oro del pasado Festival de Cannes con una sátira interesante que se burla de la alta sociedad de una manera mordaz. Después de deconstruir las relaciones familiares y el machismo tóxico en Fuerza mayor (2014) así como señalar la farsa detrás de lo que se acusa como arte en The Square (2017), llega ahora un estudio de las clases sociales, comprobando que el cinismo disfrazado de optimismo no basta para subsanar las marcadas diferencias en El triángulo de la tristeza.
Tomando el título del concepto usado por los cirujanos plásticos que hace referencia a la arruga que se forma entre las cejas, misma que se arregla fácilmente con el uso de bótox en 15 minutos, Östlund nos presenta el salvaje mundo del modelaje centrándose en dos personajes, Yaya (Charlbi Dean) y su pareja, Carl (Harris Dickinson), donde la ironía del guión comienza a soltar mordaces golpes en contra de esa industria tremendamente banal, mostrando un poco de lo que después será la burla directa al mundo de los ricos y las clases sociales.
En su relación y profesión podemos ver reflejadas las poses aspiracionales distintas dependiendo de la marca de ropa para la que modelen, así como una discusión aparentemente inofensiva acerca de quién debe pagar la cuenta, haciendo hincapié en los estereotipos del género, las cuestiones de igualdad y equidad entre hombres y mujeres, así como el tema del dinero y, nuevamente, las diferencias de nivel socioeconómicas entre los dos. Bastan esos primeros ejemplos para saber hacia dónde va a navegar este aclamado director dentro del filme.
El microuniverso en el que Yaya y Carl viven, aquel de las personas ricas en el que la apariencia es la gran forma de capital, es sólo una pequeña muestra de lo que pasará después. Y es que Östlund no dejará títere con cabeza, pues no sólo son los poderosos los que se mueven por el dinero, sino también las clases menores. Esto se observa después en todo lo que ocurre dentro de un yate en donde las diferencias no podrían estar más marcadas pero que, curiosamente, el realizador pone la mira no sólo ante el absurdo de los ricos, sino ante la ambición (o falta de ella) de los meros empleados dentro del mismo.
Es en este crucero donde se da rienda suelta a esa representación de un mundo polarizado entre clases. Si bien Yaya y Carl se encuentran con un prisma de personajes absurdamente ricos como el ruso amante del capitalismo Dimitry (Zlatko Boric), el capitán estadounidense del yate con creencias socialistas y un apego al alcohol, Thomas (Woody Harrelson), entre otros que ridiculizan la farsa de la riqueza y las apariencias, también observamos que, incluso entre los mozos, hay niveles.
Y es que hay quienes no les importa ser lambiscones en busca del dinero mientras que otros son olvidados, supeditados a las órdenes para ganar su salario, siempre a la mano de esos sujetos ambiciosos que están en la constante búsqueda de un cambio en su estatus quo, por no decir en su clase. Aquí, el sueco desata la alta suciedad de los poderosos, atreviéndose a simbolizarla primero con la presencia de moscas en el crucero para llevarlo hasta un clímax exageradamente escatológico donde la porquería es tal que los ricos tienen que expulsar la podredumbre que los corroe por dentro, mientras en el fondo se escucha una charla que dimensiona mucho del mensaje crítico/satírico del filme. Es aquí donde pareciera que El triángulo de la tristeza llegaría a su punto culminante, pero no.
Y es que faltaría la cereza del pastel, aquel en que Östlund desata el ‘qué pasaría si’ de una forma más clara. Aquí, el tratado del sueco plantea claramente la reversión total de las clases sociales, mostrando a los ricos como los inútiles que, sin dinero y sin poses, no saben hacer prácticamente nada, sobresaliendo el papel de Abigail (Dolly de Leon), una de las chicas de limpieza del crucero que, por ser la que tiene conocimiento de cómo cocinar, cazar, hacer fuego y demás, toma la decisión de ser aquella que ostente el poder. Porque, ante la supervivencia, ¿qué importa el maldito dinero o lo bien que te veas?
Básicamente, se muestra que ni el lema de primero los pobres tiene éxito pues el poder corrompe, llevando hasta un punto álgido el absurdo de este relato que nos muestra no sólo la banalidad de los ultra ricos, sino que el intercambio de roles sociales tampoco es eficiente. Porque, finalmente, las ideas, los prejuicios, el poder, las apariencias e incluso la belleza como forma de pago, matan toda noble intención de una sociedad equitativa, pues lo único que importa es quien tiene el poder sin importar de qué origen o clase venga.
Ciertamente, El triángulo de la tristeza es una cinta complicada que puede dividir mucho debido a las pretensiones que el relato muestra. Sin embargo, Östlund no teme esgrimir su cámara alrededor de esos defectos para burlarse de ellos sin temor al qué dirán. Entre el uso de las paletas de colores y las tomas en su fotografía, pasando por una musicalización adecuada pero sobre todo en un ensamble actoral que interpreta sus roles bastante bien, el sueco nos muestra desde un pequeño universo hasta una gran demostración de la cara más fea de la sociedad humana y deja abierto el desenlace para aquellos que busquen decidir entre el optimismo y el cambio o el pesimismo de que no hay transformación, los ricos siempre serán ricos y los pobres siempre pobres.
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