El calor del verano ha derretido la nieve. Los exhaustos visitantes se reponen como pueden y contemplan el Valle de las Lágrimas, el lugar de la Tragedia de los Andes, una esquina misteriosa que puede alcanzar la inmortalidad artística si este domingo La sociedad de la nieve gana el Oscar a mejor película internacional.
Más de medio siglo después, la película que también opta a mejor maquillaje y peluquería, dirigida por el español Juan Antonio Bayona y basada en el libro homónimo del uruguayo Pablo Vierci, ha levantado pasiones en todo el mundo y convertido el enclave en un rincón de peregrinación.
En el lugar del accidente, un punto fronterizo entre Argentina y Chile en plena cordillera de los Andes, al que accedió un equipo de EFE, reina un silencio insondable.
La vía de acceso -a caballo o a pie- hasta los casi 4 mil metros de altitud es una ardua sucesión de desfiladeros y cerros.
Antes de llegar al memorial, para lo que hay que emplear al menos tres días desde El Sosneado (departamento de San Rafael, Mendoza), los visitantes deben cruzar gélidos y violentos ríos de montaña y escalar pendientes casi verticales sin temer al vértigo.
“Estamos a una altura considerable, la gente piensa que es un trámite, pero llegar hasta aquí conlleva cierto grado de dificultad y es necesario tener un buen estado físico”, avisa a EFE Jorge García, dueño de la empresa turística Pampas Negras, una de las pocas que dispone de autorización oficial para afrontar el camino en el departamento de Malargüe.
García y su compañero Johnny Albino, dueño de la empresa de turismo alternativo Choique, reconocen que el éxito del filme ha supuesto un 'boom' para el turismo de Mendoza mayor que el que se vivió en 2022 con el 50° aniversario del accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, que causó 29 muertos y del que 16 personas sobrevivieron tras 72 días en condiciones extremas.
En este sentido, Jesús Araya, que lleva tres décadas acompañando a los visitantes, cree que la situación “se tiene que controlar” y para ello traslada a EFE que la gente extreme precauciones y no afronte la ruta sin arrieros y baqueanos locales.
En el campamento del Barroso, lugar de pernocta antes y después de la ascensión, se intercambian consideraciones sobre la montaña.
Ramiro y Máximo Negri, de 27 y 23 años, caminan junto a su padre, un experimentado andinista. El mayor de estos hermanos mendocinos vive en Australia y valora que esta experiencia le permita estar “enajenado de la sociedad”.
La naturaleza sepulta los vicios diarios. No hay cobertura móvil y las comodidades son mínimas.
Juana, de doce años, confiesa a EFE que echa de menos algún espejo o algún reflejo donde comprobar su aspecto. El paso de las horas despeja las preocupaciones de la niña, jinete desde los cuatro años y fanática de la película, que ya vio tres veces, de forma que habla con familiaridad de los protagonistas.
La primera noche en la montaña se transforma en momento de introspección, antes de afrontar Los Caracoles, el tramo más duro del recorrido.
La altura dificulta la respiración y el cansancio no permite articular palabras. Estos metros son lo opuesto a la alfombra roja de Hollywood.
Tras la tensión del último tramo hasta el memorial, integrado por varios hitos en los que se rememora la tragedia y donde los peregrinos dejan sus recuerdos, unos lloran y otros callan. Pero todos se preguntan cómo fue posible.
Gustavo Oriozabala, leyenda de la natación en aguas abiertas de Argentina, se despoja de su sombrero de ala ancha y, junto a su hermano, sostiene una fotografía de su padre de 80 años, auténtico conocedor del suceso y que no pudo acompañarles por estar en silla de ruedas.
Más de un centenar de pacientes oncológicos y médicos preguntan emocionados por los detalles del accidente. Es difícil separar lo personal de lo ajeno.
“Piedra tras piedra sudada. Estoy emocionado y estoy muy bien”, reacciona Osiris Seltzer, paciente de cáncer como su hijo, con quien está en los Andes.
No es su primera ascensión. Hace años acudió a este lugar con uno de los supervivientes, Roberto Canessa, como parte de una actividad escolar.
No queda rastro del fuselaje del avión; sí se ven desperdigados un trozo de ala, una rueda, una ventanilla rota, partes del motor... Y los cuerpos de quienes fallecieron -excepto uno- están bajo un manto de rocas. Sólo hay silencio e inmensidad.
Hace frío, pero el sol golpea. Contemplar el camino de vuelta es aterrador, algunos cierran los ojos y otros afrontan lo que queda de travesía con satisfacción.
Al dejar atrás el Valle de las Lágrimas, es difícil decidir cuándo se entrega un último vistazo.
El pequeño promontorio se pierde y se desdibuja en el masivo lienzo de los Andes. Hay sonrisas y muchos de los que vuelven de la montaña comprenden que una parte suya sigue allí y que probablemente nunca vuelva.
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