Escenario

‘Nada que ver’: Largometraje que se la pasa dando palos de ciego

CORTE Y QUEDA. El filme de Kenya Márquez constituía una oportunidad para romper con algunas de las inercias propias del cine mexicano comercial actual, pero en lugar de ello termina por replicar algunas de sus peores fórmulas

Una pareja de turistas sonríe frente a una iglesia en México.
Fotograma de 'Nada que ver'. Fotograma de 'Nada que ver'. (CORTESIA)

En la historia del cine mexicano contemporáneo, el tema de la discapacidad visual ha sido abordado en repetidas ocasiones, desde diversos ángulos. Para ejemplos, basta sólo recordar obras recientes como A los ojos (Michel Franco, 2013); Ya veremos (Pitipol Ybarra, 2018) y Todo lo invisible (Mariana Chenillo, 2020). Ahora, a estos títulos se suma Nada que ver, el nuevo largometraje de la cineasta Kenya Márquez.

Teniendo como escenario la ciudad de Guadalajara, dicha película se centra en dos personajes: el primero es Paola Ramírez De Aragón (Fiona Palomo) joven de clase alta y estudiante de arquitectura quien pierde la vista de manera súbita, frustrando así sus sueños profesionales. Para colmo, poco después de este desventurado hecho y a consecuencia de serias acusaciones por fraude; su padre las abandona y huye de la ley, dejándolas a ella y a su madre Carolina (Rebecca Jones) lidiando con ese problema. Al sentir que casi todos le han dado la espalda, Paola se deja arrastrar por la tristeza, el dolor y el enojo por su situación, y se pasa casi todo el tiempo encerrada en casa, donde solo convive con su madre; con Susana (Nora Velázquez), una mujer mayor la cual se desempeña como empleada doméstica; y con Quirino (Jorge Zárate), su amable chofer.

Por otro lado se encuentra Carlos (Guillermo Villegas), un muchacho quien por un evento trágico, se vió forzado a abandonar sus estudios y hacerse cargo de su hogar y de su hermana Claudia (Camila Calónico), está última dedicada a componer su propia música. Aunque es entusiasta y optimista, su informalidad e irresponsabilidad le han acarreado algunos problemas, y son la causa principal de que no pueda conservar un empleo por mucho tiempo. Para colmo, continuamente les llegan requerimientos del banco instándolos a pagar un adeudo importante, y si no consiguen liquidar dicha deuda, corren el riesgo de ser embargados y perder su vivienda.

Cuando Carlos es despedido de su último trabajo, el destino intercede a través de Susana, quien le informa que en la casa donde trabaja, están buscando a alguien para cuidar y hacerle compañía a la ahora invidente Paola. Él se presenta y es aceptado y contratado por Carolina, pero sus primeros días en este empleo le resultan complicados, tanto por su inexperiencia como por el hecho de que la joven es muy hostil y displicente con todos, en especial con él. Y es a fuerza de convivir diariamente, como poco a poco comienzan a trabar amistad, y cada uno aprender a “ver” al otro de forma distinta.

Egresada del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC), la carrera de la tapatía Kenya Márquez se ha desarrollado en dos rubros claramente diferenciados. Por un lado, es creadora de un cine de mirada muy autoral y notable representado por títulos como Fecha de caducidad (2011) o Asfixia (2018), y por otra parte, se ha involucrado en producciones de naturaleza televisiva y más comerciales, realizadas para plataformas digitales, como las series El juego de las llaves (2019) y Madre solo hay dos (2021).

Con Nada que ver, Márquez intenta compaginar ambos rubros en una cinta de pretensiones comerciales, pero con una narración que intenta apartarse un poco de las comedias románticas maquilladas comúnmente en nuestro país, y relatar lo que acontece a dos personajes de distintas clases sociales con historias de vida diferentes, quienes son reunidos por las circunstancias, y a partir de ello ambos van descubriendo que comparten más cosas en común de las que se imaginan, y crean un vínculo especial al compartir situaciones y sentires similares.

Sin embargo, la obra falla a consecuencia de varios factores. El primero de ellos reside en sus protagonistas principales los cuales, aunque se desempeñan bien, no logran sentirse totalmente cómodos dentro de sus personajes, y ello es perceptible sobre todo al momento en que interactúan, resultando difícil para ambos recrear para la pantalla la química necesaria que se supone debe haber entre sus personajes para hacer funcionar la premisa. Particularmente a Fiona se le dificulta su personaje, y en un par de ocasiones se le olvida que este último se trata de una persona invidente.

Pero lo más grave (y que a final perjudica grandemente al largometraje) se halla en su propio argumento escrito a seis manos por Chuy Hernandez, Patricio Saiz y Alfonso Suárez, el cual pierde súbitamente el enfoque y resulta incapaz de desarrollar a plenitud su propia premisa más allá de los primeros minutos, y comienza a recurrir al uso de clichés y lugares comunes para ir alargando una narración que comienza a tornarse sosa, risible y a contradecirse a sí misma. 

Y, por otro lado, se desaprovechan subtextos los cuales, bien potenciados, le hubiesen conferido mayor y mejor dimensión al trabajo y más profundidad a los personajes. Pero en lugar de ellos, estos son dejados de lado en pos de tratar de mantener un tono ligero y cómico. Ello da como resultado un filme de ritmo desigual y que transcurre a trompicones el cual, tratando de ganar ligereza termina por ser muy superficial, y donde el humor (lamentablemente) brilla por su ausencia. Y además, se la pasa (sobre todo en su segunda mitad) dando palos de ciego y tratando de buscar un tono adecuado al relato lo que, finalmente, no consigue.

Nada que ver constituía una oportunidad dorada para hacer un producto el cual pudiese romper con algunas de las inercias propias del cine mexicano comercial actual, pero en lugar de ello termina por replicar algunas de sus peores fórmulas y vicios, por su propia falta de visión (o de imaginación) o quizás solo por mera miopía al momento de desarrollarlo.

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