Cultura

Crónica de un magnicidio o el que durante décadas fue el magnicidio mexicano por excelencia. Los diarios de la época, fieles a un periodismo tendiente a narrar y cronicar los eventos, dieron pie a una obra del gran Vicente Leñero Ahora, para nuestros lectores, hacemos una relatoría detallada en la vida de un dibujante que se convirtió en asesino

Toral, el hombre que hizo la caricatura de Álvaro Obregón

Obregón durante un banquete

Ese día José de León Toral, natural de Matehuala, de veintisiete años y empleado como profesor de dibujo, según referiría algunos meses más tarde durante su juicio, despertó a las seis de la mañana a la voz de la broncera campana.

Había pasado la noche previa sumergido en profusas y hondas reflexiones, como añoso caballero que vela sus armas bajo el tenue rezongo de una tea. Desde que su memoria era capaz de computar hechos, las masacres, la persecución y el exilio conjurábanse leitmotiv en la castigada vida de sus hermanos en la fe.

Los años veinte habían pasado entre las tribulaciones de la Revolución y, ahora, los hijos fieras de la sangrienta campaña emprendían una cruzada en contra del dogma y los textos inspirados, destruyeron imágenes y robaron los Cristos de maíz que en cada pueblo por sierras guardado, eran venerados; los yerros de Calles, Obregón y del patriarca Pérez acumulábanse rojos, como dilatados ramales, en el enfebrecido ojo de Dios.

José de León Toral en Lecumberri

La rabia y la confianza en su unción, como el azote ajusticiador de la providencia, guiaron a Toral hacia una casa en Santa María la Ribera. Allí, donde la madre Conchita mantenía un convento arrimado a la clandestinidad por la Ley Calles.

En Santa María la Ribera, Toral satisfizo a Dios con su atención como misario en dos servicios matinales, desayunó, dibujó y cruzó algunas palabras con la madre superiora, quien ejerció sus últimas y nubladas influencias sobre el ya comprometido espíritu del joven.

Ya con el gobierno sobre el hambre, y templado por la fe de la capuchina en lo sagrado de su fatal empresa, Toral marchó hacia la casa del general Álvaro Obregón. Imaginó a los mártires que le precedieron, cubriendo los flancos, encolumnados a sus seis, con rostros resueltos y determinados, iban MacDowell, Agustín y Humberto Pro y Segura Vilchis, regios soldados de la Cruz que caminaban a su lado, como antes lo hiciera Elohim junto a Judith en su camino a sellar el destino de Holofernes.

Sobre la avenida Jalisco, a una cuadra de la casa de Obregón, Toral se sentó sobre una banca y apenas había encendido un cigarrillo cuando notó que una fila de coches salía a toda prisa de la casa del general, alcanzó a ver también un Cadillac con el caudillo dentro, así que arrojó el pitillo al suelo y se apresuró a detener un auto para sí.

Tras una persecución, o más bien una cautelosa acechanza, en la que Toral perdió el rastro del Cadillac en más de una ocasión, el candidato a asesino alcanzó al caudillo en un restaurante de San Ángel propiedad del español Emilio Cazado, era La Bombilla.

Como si el teatro se supiera escenario del drama magnicida, Toral notó que solo tres escoltas guardaban las cuatro mesas de la comitiva del general. Pese a la ventura que auguraba la débil seguridad de Obregón, el joven dibujante se descubrió nervioso, aunque emocionado y altivo a la vez, ansioso por finiquitar gran ministerio terrenal.

Decidió finalmente esperar, dejar que el caudillo y su falange se relajasen, «que coman y se aletarguen», pensó. Así que fue a la barra y se hizo servir un cuarto de la cerveza más oscura que pudo encontrar, a costa quizá de arriesgar su tino, pero a razón de ganar en bravía.

Vacío el tarro, con tan solo la espuma desintegrándose sobre el cristal, el ungido justiciero se levantó de la barra y recorrió el estrecho camino hacia el baño del restaurante, se miró al espejo e inspeccionó, con toda la rigurosidad que creyó menester, si acaso sus reflejos se habían acotado. Descubrió que sí, «tendré que acercarme a él», pensó.

Homenaje a Obregón en La Bombilla

El reloj sobre el marco de la puerta indicaba ya las 14:00 h, Toral, aún frente al espejo, desenfundó el arma que los contactos de la Madre Conchita le habían facilitado para su tarea, una pequeña pistola Star 35 mm; retiró el seguro del letal artilugio y lo guardó dentro del chaleco que vestía bajo el saco.

De nuevo en los salones del restaurante, caminó hacia el jardín donde se encontraban las huestes del general. Decidido a crear una excusa para poder rondar con calma a su víctima, el profesor esgrimió su block de dibujo y retrató con mano firme la escena; sorprendido por esto último, lo recto de los trazos y la calma en el pulso, celebró para sí la firmeza con que Dios revestía su antes trepidante mano. Esta era la señal que necesitaba.

Cerca de las 14:20 h, Obregón y su grupo vieron cómo un hombre vestido con un traje café y una corbata más bien guinda, no marrón, como asentó el informe de policía, y que había estado dibujándolos desde hacía rato, se erguía lentamente de su silla y caminaba hacia ellos sosteniendo un cuadernillo y un lápiz.

La enjuta y apacible figura de un artista que se acerca a potentes y aguerridos hombres de vidas estampadas en sangre y bordadas en pólvora, no provocó en la escolta sino leves y contenidos espasmos de auténtica incomodidad, casi asco. No obstante, observaban atentos.

Toral mostró sus dibujos a cada uno de los posantes en la mesa de Obregón, aproximándose con lentitud hacia el lugar de éste último. Cuando hubo llegado al centro, al puesto de honor que ocupaba el general, el asesino dió vuelta a la página de su cuaderno para mostrar al caudillo una caricatura de su inspiración; un trazo simple, el perfil de un rostro reflexivo que oculta cualquier gesto bajo un monóculo y un bigote afrancesado.

Obregón observó complacido el bosquejo, dejó salir una nerviosa risa y, justo cuando se disponía a revelar su rostro a Toral, éste sacó el arma del chaleco con la mano derecha y, abandonándose a su destino bendito, disparó directo sobre el rostro del hombre.

Cinco disparos siguieron al que aún quemaba pólvora en la cara de Obregón. El caudillo, ultimado a sangre fría por el fanático coletazo de sus antiguos y recientes pecados, cayó hacia la mesa, hiriéndose la frente, alojando otros cuatro tiros en la espalda y uno más en el muñón que antes cimentara un brazo derecho.

El general yacía muerto cuando un vórtice se abrió sobre el asesino consumado y una tempestad de botas y ásperos nudillos acabaron con la poca lucidez y el menguado equilibrio que aún le mantenían en pie. Tan solo por las mandonas voces que llamaron a mantenerle con vida y sano para interrogarle, el artista no fue acribillado hasta unirse a Obregón en el bajo abismo.

Toral supo de sí mismo hasta que despertó esposado, aturdido y dolorido a vasos reventados y ojos entrecerrados en la Inspección General de Policía, cerca de Mixcoac.

Cuatro meses de audiencias y juicio en contra de José de León Toral, derivaron en una condena de muerte para el profesor.

Y fueron tres meses más los que Toral debió pasar deambulando, como no vivo, entre las crujías de la Penitenciaría de Lecumberri a la espera de su fusilamiento.

El día llegó y, tras escribir una misiva a su olvidada y futura viuda y orar durante unos cuantos minutos en la capilla del presidio, Toral fue atado a un poste dispuesto frente a un gran muro de basalto cubierto a su vez por dieciocho costales de arena para alojar las balas errantes del pelotón.

Eran las doce y veinticinco del día, doradas hebras de sol herían el rostro de Toral previo a que lo hiciere el plomo. El capitán Rodríguez Rabiela chilló entonces «¡Preparen!», los cerrojos de los máuser crujieron al unísono, «¡Apunten!», «¡Fuego!», y la sincrónica detonación de los fusiles ahogó, a media garganta, el último viva de Toral, cuyo cuerpo cayó sobre el costado derecho.

Aún gimoteaba el joven, con un débil borboteo de sangre que le escurría desde el cuello para luego formar un puente esmeralda entre ambas clavículas, cuando el capitán se acercó al él, desenfundó su Colt calibre 45 con cachas de cuero, un obsequio del general Obregón, y disparó a la sien izquierda de Toral quien, tras un último espasmo, cerró finalmente los ojos para dormir por siempre el sueño del olvido.

Para saber más: El Juicio; Vicente Leñero. Teatro del Volador (1972).

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