
Desde el inicio de su pontificado, Francisco dejó claro que no sería un Papa convencional. Jorge Mario Bergoglio entendió como pocos que el Vaticano es mucho más que el centro espiritual del catolicismo: es también un actor político, con peso simbólico y capacidad diplomática. Y desde ese lugar supo hablarle al mundo con una voz ética que incomodó a muchos, pero que nunca fue indiferente.
Su llegada en 2013 marcó un punto de inflexión. Primer Papa latinoamericano, con una mirada forjada en los márgenes del mundo, Francisco llevó al centro de su agenda a los pobres, los migrantes y los descartados. Desde el primer día mostró que su papado estaría enfocado en los que no tienen voz. Su primera visita fuera de Roma fue a Lampedusa, epicentro de la crisis migratoria en el Mediterráneo. Allí acuñó uno de los conceptos clave de su pontificado: la “globalización de la indiferencia”.
Lejos de diluirse con el tiempo, ese tono crítico se consolidó. Francisco fue una voz firme contra el capitalismo salvaje, el extractivismo y la cultura del descarte. Su encíclica Laudato Si’ fue recibida como un llamado urgente a una “conversión ecológica”. No solo la leyeron en parroquias; también en foros políticos, cumbres climáticas y despachos de gobierno.
Pero Francisco no se quedó en el discurso. Usó con habilidad la diplomacia vaticana, tradicionalmente discreta, para intervenir en conflictos concretos. Uno de los casos más recordados fue su rol en el restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba. La mediación del Vaticano fue clave para que, en 2014, Barack Obama y Raúl Castro anunciaran el deshielo. Ambos agradecieron públicamente al Papa.
También apoyó el proceso de paz en Colombia. No tuvo un papel directo en las negociaciones con las FARC, pero su respaldo simbólico fue fundamental. En 2017, su visita al país bajo el lema “Demos el primer paso” fue leída como un espaldarazo a la reconciliación.
En otros escenarios, como Venezuela, su papel fue más complejo. Intentó mediar entre gobierno y oposición, recibió delegaciones, pidió diálogo. Pero los resultados fueron limitados. Allí quedó en evidencia una de las tensiones más difíciles del Vaticano: cómo mantener una diplomacia neutral sin resignar principios ante regímenes autoritarios.
También intentó, sin éxito, frenar la guerra en Ucrania. En 2022 calificó la invasión como “asquerosa”, pero no logró influir sobre los actores del conflicto. Fue, sin dudas, una de sus grandes frustraciones. Otro momento tenso fue su dura crítica a las políticas migratorias de Donald Trump. Denunció que las deportaciones masivas violaban la dignidad humana y advirtió que “terminará mal”.
Francisco entendió la política como un ejercicio ético, no como una lucha ideológica. Y por eso molestó a todos: a gobiernos de derecha y de izquierda, a empresarios, a burócratas, a populistas y a tecnócratas. Cuando habló de migrantes, incomodó a Europa. Cuando cuestionó la economía, se enfrentó a las élites. Cuando visitó Irak en plena pandemia, priorizó el diálogo interreligioso por sobre cualquier cálculo geopolítico.
Nunca fue un Papa partidista, pero sí profundamente político. Creía que la fe sin justicia social está incompleta. Y que el Evangelio exige actuar, no solo rezar.
En 2020 publicó FratelliTutti, una encíclica social que se leyó como un manifiesto político. En ella criticó el nacionalismo excluyente, el populismo autoritario y el individualismo que fragmenta a las sociedades. Propuso una comunidad internacional basada en la fraternidad, la solidaridad y el diálogo.
Claro que no todo fue armonía. Francisco también enfrentó críticas. Algunos lo acusaron de intervenir en asuntos internos de los Estados, otros lo señalaron por su ambigüedad frente a gobiernos autoritarios. El acuerdo del Vaticano con China sobre el nombramiento de obispos fue uno de los episodios más polémicos. Para muchos, fue una concesión excesiva ante un régimen que persigue la libertad religiosa. Para otros, una apuesta pragmática por mantener presencia en territorio hostil.
Más allá de los aciertos y errores, Francisco supo usar su rol como jefe de Estado sin perder de vista su vocación pastoral. Dialogó con presidentes, habló ante la ONU y el G20, y siempre priorizó a los pueblos antes que a los gobiernos.
En tiempos de cinismo y liderazgos fríos, Francisco representó otra forma de ejercer el poder: con ética, con ternura, con coraje. Su legado será debatido por años. Pero hay algo claro: fue un Papa que no se conformó con predicar desde el púlpito. Salió al mundo, habló fuerte, se embarró. Y en un mundo herido, eso no es poca cosa.