A los catorce años empecé a escribir, no por nada más que por el deseo salvaje de vaciar mis odios, de arrojarlos al papel y verlos desvanecerse en las palabras.
A los veintidós, estaba de noviazgo con una linda escritora. Un día, ella me insistió con ternura leer lo que había escrito. Lo que sólo existía en mi máquina de escribir. Sin mayores copias que los meros originales. Era 1995. Tras un par de semanas, me dijo una tarde: “Si te digo algo, ¿no te enojas?”. Esa pregunta, que siempre lleva consigo una trampa disfrazada de calma me dejó helado. “¿Qué hiciste?”, le pregunté con miedo. “Le di tus escritos a Carlos Bustos, un amigo, para que los leyera. Creo que deberían ser leídos, Neri”. No supe qué responder. El corazón me latía con fuerza, como si de un golpe me hubieran despojado de algo sagrado. “¿Y qué te dijo?”, fue lo único que pude articular. “Tenemos cita con él esta tarde, en las oficinas de Ediciones del Plenilunio”.
No sabía qué pensar, ni qué hacer, sólo me dejé llevar por esa fuerza que parecía tirar de mí sin piedad. Cuando llegamos a la vieja casa del centro de Guadalajara, la que olía a historia y a tinta, conocí a Carlos, el hombre con el que pasaría los siguientes tres años: Escogiendo entre cien relatos, desechando, corrigiendo y peleando como niños, pero siempre con risas en el aire, en las presentaciones, lecturas y firmas de libro. La verdad era que no sabía qué pensar de mí mismo, jamás esperé este regalo que me fue dado.
Aquella tarde, Carlos Bustos, con su mirada afilada, me estudiaba con la seriedad de un cirujano, la sonrisa maliciosa de aventurero y la paciencia de un hombre sabio. “Esto no es surrealismo, ni realismo mágico. Es más lo tuyo. Está perdido en algún lugar del Valhalla o qué sé yo”, obviamente ya bromeando y todos en el cuarto riéndonos a carcajada abierta. “No sé qué sea, pero se le parece”, me dijo, como quien trata de ponerle nombre a lo inefable. “No sé cómo catalogarte, Neri. Nadie escribe así, no encuentro el término justo”. La verdad es que ni yo sabía cómo definir lo que hacía. Me defendía con mi estilo particular, entrelazando dos idiomas, creando cacofonías a propósito, estirando las reglas hasta romperlas. En una de esas largas discusiones, batallamos por horas sobre la palabra blush. Yo quería dejarla tal cual, aunque Carlos insistía en que rubor era lo adecuado. Nos encarnizamos en una perotata de alegatos justificados, como si aquella palabra fuera el destino de mis textos, como si mi alma dependiera de ella. Yo luchaba por mi voz, por lo que sentía que me pertenecía, pero al final, él tenía razón, y esa palabra desapareció de mis textos. Como tantas otras cosas que, al pasar por sus manos, tomaron forma.
El proceso de corrección era largo, eterno a veces. Recuerdo que pasamos ocho meses revisando mi primer libro y un año completo en el segundo. Cada frase, cada palabra, se convertía en un campo de batalla. A veces, las disputas parecían no tener fin, pero había algo en Carlos, en su risa, en su manera de hacerme ver el error con humor, que hacía todo más llevadero. En medio de esas largas sesiones de corrección, recuerdo una de las tantas bromas de Carlos. Después de una hora de charla sobre una frase en la que no quería ceder, se levantó, comenzó a guardar su libreta en una alforja de piel y dijo, con una seriedad que era más broma que otra cosa: “Bueno, ya me voy. Los que saben son ustedes. Pongan al indigente de afuera a dirigir todo. Yo ya no soy el Director. Que se hagan cargo otros, yo me voy a escribir lo mío, mientras tú sigues discutiendo por cada palabra…”. Todos, incluyendo su hermano Alejandro, nos moríamos de risa, y aunque estábamos en medio de una crítica feroz, la risa era un bálsamo que nos mantenía juntos. Carlos Bustos era ácido, sí, sus palabras siempre llevaban un toque de ironía, pero detrás de esa acidez, era un caballero. Su humor era una máscara que cubría la sensibilidad de un hombre profundo. Fue él quien me dio la oportunidad, quien vio algo en esos textos que para mí eran sólo fragmentos perdidos de mi alma. Gracias a él, a esa fe en mis cuentos, nació mi primer libro: Ritos (Ediciones del Plenilunio, 1996) vio la luz a mis veinticuatro años. Y cansado de buscarme etiquetas, abrió para el libro una nueva colección en la editorial: “El vientre de la ballena”.
Desde el primer día le agradecí haber confiado, y al pasar de los años, los tropiezos, los silencios, entendí aún más cuánto le debo a Carlos. En 2012, cuando se reeditó mi segundo libro: Extrañas Entrañas (Ediciones del Plenilunio, 1997), él estaba allí, como uno de mis oradores, y su voz seguía resonando, como siempre, con ese tono firme pero divertido.
Ahora que se ha ido, ya no puedo discutir más con él sobre la palabra blush ni sobre las frases que aún hoy me duelen. Pero sé que, en algún lugar, en el vientre de esa ballena que es la memoria, seguiremos corrigiendo las nubes, algún día uno al lado del otro. Gracias, Carlos, por darme el primer empujón, por creer en mí cuando yo no sabía si creía en mí mismo. Te veré pronto para seguir discutiendo sobre el rubor del cielo…
*Scott Neri es Artista Plástico: Pintor, Ilustrador, Diseñador Gráfico, Escultor, Art Toy Maker y fotógrafo; realiza arte digital y joyería, así como múltiples intervenciones de arte en varios objetos; es, además, escritor de cuento corto de ficción, guionista y un incipiente Director de cine. Y, por el momento, conduce un programa de podcasts sólo por diversión.