
Conocí a Pedro Miguel Guillén Mejía en una de esas escuelas que preparan estudiantes para el examen de admisión de la Universidad de Guadalajara; escuelas donde los alumnos de últimos semestres, o egresados de las carreras de humanidades, hallamos nuestros primeros empleos.
Éramos profesores en la sección de lectura y redacción. Éramos jóvenes, estábamos en nuestros veintes. A esa edad uno tiene toda la ilusión, todo el entusiasmo, todo el empuje y todas las energías. Uno cree que va a cambiar el mundo, que revolucionará la docencia, que hará cosas que nadie ha hecho. Uno es ingenuo, noble, soñador. Y así es justo el Pedro que yo tengo en la memoria.
Un día se le ocurrió enseñar los tipos de palabras (sustantivo, adjetivo, verbo, conjunciones, etcétera) con un toque blanche y un delantal, como si él fuera un chef y las palabras fueran los ingredientes. El plato sería la oración. Para “cocinar” se llevó un sartén, el más grande que pudo encontrar, creo. Hizo papelitos con las palabras y les pidió a los alumnos que las fueran agregando a la “receta”. Así, les preparó unas deliciosas oraciones. Fue un éxito rotundo, pero a alguno de los muchachos se le ocurrió tomarle una foto y subirla a su red social. El dueño de la escuela se enteró y le pareció que, en lugar de darles clases, lo que hacía Pedro era “jugar” y provocar desorden. Lo mandó llamar y lo reprendió. No entendía que se podía hacer las dos cosas, divertirse y aprender. Y que una de las mejores formas de aprender es justamente divirtiéndose.
Fue, tal vez, una de las primeras desilusiones de Pedro, pero nunca perdería esa chispa. Otro día, se llevó un perfume para atomizar a los alumnos “menos frescos” en su redacción. Lo platicaba con esa sonrisa de niño que siempre tuvo. “Nunca lo olvidarán”, me decía en esas pequeñas pausas que teníamos entre clases. Yo me admiraba de que la rutina parecía no consumirlo, ni quitarle las ganas de enseñar. Se veía que era lo suyo. Puedo decir sin ningún tipo de problema que él me enseñó que es posible impartir de esa manera, lúdica, fresca, innovadora, creativa. Quizá yo no me disfrace de chef ni les eché un poco de perfume a los alumnos, pero sí les pido que actúen los temas, como si la sesión fuera una función de teatro, por ejemplo, entre otras muchas pequeñas técnicas que le quitan lo monótono a las clases. Como Pedro, creo que eso ayuda a que retengan la información y lo he comprobado con los años.

Recientemente me enteré de que eso tiene un nombre. Los pedagogos le llaman “experiencia”. Los alumnos, según esta propuesta, pueden aprender mejor si conectan el contenido con alguna experiencia que vivan en el salón, en su casa, en su comunidad. Lo que hacía Pedro hace quince años, por gusto y de manera intuitiva, resulta que es algo que ahora muchos profesores aprenden para poder enseñar de mejor manera.
A veces me pregunto cuántas personas que ya fueron alumnos adolescentes de Pedro y ahora son personas adultas, incluso ya casadas y con hijos, se acordarán de esas experiencias que él les dio. Seguramente son muchas. Seguramente todavía se les dibuja una sonrisa en el rostro cuando recuerdan aquellas ocurrencias suyas. Seguramente lo mencionan en alguna charla como ejemplo de un profesor distinto, uno muy bueno, que se esforzaba realmente por sus estudiantes.
Eso es lo más bello de la práctica docente. El recuerdo que uno deja. Cuando me encuentro con mis exalumnos de prepa en la universidad y me saludan pienso que también se están saludando a ellos mismos, a ese recuerdo de su preparatoria, de su adolescencia o juventud. Los profesores tenemos ese enorme privilegio y esa enorme responsabilidad. Conocemos y estamos en contacto con cientos y cientos de niños y jóvenes. Podemos hacerlos muy felices o muy desgraciados, y podemos dejarles el gusto de aprender, leer, escribir o alejarlos para siempre de la cultura.
Pedro fue de los profesores que, sin duda alguna, sembró la semilla del aprendizaje. Muchos lectores de hoy fueron sus estudiantes. Y sé que muchos escritores también. Su obra literaria está ahí, para que la conozcamos y la disfrutemos. Pero hoy quise hablar de su faceta como maestro, nuestro maestro. Hasta siempre, Pedro, muchas gracias por dejar en mí también una semilla, la de la docencia divertida, con ese toque necesario de ingenuidad que tanto nos hace falta para empatizar y entrar en contacto verdadero con los que tenemos frente a nosotros cuando damos clases. Te recordaremos siempre…
*Carlos Antonio Delgadillo Macías es Filósofo, Docente de Bachillerato en el Instituto de Ciencias y de Licenciatura en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente.