Medusa confiaba en su encanto particular, por lo que prestaba poca atención a su cabello, ahora convertido en serpientes. Tenía un porte elegante al caminar que transmitía seguridad, por lo que las deidades del Olimpo rechazaban su presencia, con el pretexto de que la antes gorgona rompía con los estándares de belleza establecidos.
Ella miraba burlona cómo Afrodita y otras deidades rendían culto a sus largas y abundantes cabelleras; las diosas se alisaban sus largos y sedosos cabellos, y cuando se molestaban, lo usaban como un arma para voltear la cara, en señal de desprecio.

En cambio, Medusa seducía con su personalidad enigmática y, a pesar de que cualquier mortal que se atreviera a mirarla directamente a los ojos podría quedar petrificado, ella seguía siendo objeto de fascinación de los hombres.
Un día, Medusa empezó a notar los signos de la edad: sus manos escamosas estaban más agrietadas que de costumbre y sus serpientes, esas que reemplazaron su cabello y que se habían convertido en sus únicas compañeras, ya no tenían ese color verde lozano; ahora eran más bien opacas y grisáceas.
Trató de cubrirlas con lodo y musgo, pero las serpientes se tallaban una a otra, tratando de quitarse el fango. Medusa se lavó con cuidado la cabeza y se sentó a pensar en otra solución.
Pasó varias noches en vela hasta que, por fin, tuvo una idea y bajó a la ciudad. Los mortales quedaron petrificados, pero de miedo. Medusa sacó unas gafas y se las puso. Pasó al lado de todos sin voltear a verlos. Atravesó la plaza y llegó a un salón de belleza.

Medusa entró y vio cómo las demás diosas y deidades la veían de reojo, unas con miedo y otras con desprecio. Afrodita y su grupo de amigas, susurraban burlonas. Medusa buscó a una estilista y le platicó rápidamente la situación; la mujer le dijo que pensaría en una solución y que volviera al día siguiente.
Medusa regresó a su cueva, pero casi no pudo dormir. En la mañana, tomó sus gafas y llegó presurosa al local: la esperaba la estilista con un grupo de niñas que habían aceptado donar su largo cabello negro para Medusa.
Ella se emocionó. Se sentó en la silla de la peluquera, se quitó los lentes y todas se asustaron, pero prometió que no abriría los ojos. La mujer cortó el largo cabello de las pequeñas, a la altura del cuello; lo peinó y lo unió con listones satinados que pasó entre las serpientes de Medusa, quienes se retorcían por sentir cosquillas.
Un par de horas después, Medusa estaba lista. Se puso temblorosa sus lentes, tomó el espejo y abrió los ojos: su nuevo peinado eran largas trenzas negras azabache, que se mezclaban con el cuerpo de sus serpientes, mientras unas cuantas lucían al natural. Medusa abrazó contenta y agradecida a la estilista y a las niñas y salió partiendo plaza. Todos voltearon a verla, sin importar que quedaran petrificados. Medusa se quitó las gafas, cerró los ojos y movió su cabeza de un lado a otro, mientras sus serpientes y trenzas seguían el ritmo de su cabeza.
Sorprendidas, Afrodita y sus amigas la miraron de pies a cabeza, haciendo muecas de desagrado, impactadas por lo que veían. Ya no hubo murmullos, sino un silencio incómodo de envidia. Medusa pasó al lado de ellas, movió la cabeza como ellas solían hacerlo, ondeando sus serpientes, y se marchó, dándoles la espalda.
Las niñas que donaron su cabello corrieron hacia Medusa. Le dijeron que sus serpientes eran más atractivas que un cabello normal. Afrodita y sus amigas escucharon y poco faltó para que cayeran desmayadas de la impresión: no podían creer que las niñas estuvieran fascinadas con lo que ellas consideraban algo poco agraciado.
Desde entonces, cada tarde, Medusa se pone sus gafas oscuras y baja a la plaza para jugar y bailar con las niñas, mientras los habitantes de la ciudad les aplauden. De lejos, Afrodita y sus amigas la ven con muecas de desagrado y celos. Ni sus cabelleras frondosas y brillantes como el oro, ni su belleza griega, opacaron el atractivo de la mujer de piedra.