Cronomicón

Sociedad Fantásmica

Violeta García: Eiségesis sobre una ciudad enferma

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Al cuarto para las cinco de la madrugada despertó con la sensación que siempre le provocaba ese sueño que contribuyó a perpetuar el color del otoño. Tras unos segundos de vigilia incipiente sucumbió al sopor de ese día de noviembre y retornó a los dominios de la chica pálida que le tiende los brazos como intentando alcanzarla.

El recuerdo del viaje al extranjero que emprenderá esa tarde la arranca del estado de duermevela y la obliga a levantarse para hacer otra revisión de los preparativos para su escapada. Luego de verificar que ha completado todas las tareas previstas, enciende su reproductor de música, se sirve una taza de café y sienta a la mesa.

La inminencia de su partida hacia casi lo más al sur que existe y el ritmo de bajos y arpegios la incitan a hacer un recuento de sus motivaciones e incertidumbres, de los acontecimientos que la llevaron a decidir ese destierro voluntario.

Sobre los porqués de sus narraciones no quiso ahondar mucho y se contentó con la idea de que fue útil sondear sinsentidos, angustias o pulsiones desde perspectivas extremas, como las de personajes cuerdos recluidos en pabellones psiquiátricos o como las de locos sin diagnosticar deambulando en ciudades enfermas y, tras ceder a la tentación de ponderar cuál de esas condiciones resultaría menos piadosa en la vida real, evocó sucesos que perfilaron sus afanes y predilecciones.

No pudo precisar cuándo y dónde ocurrió uno de los primeros, pero tampoco tuvo dudas sobre su fuerza y sus secuelas: la seducción fue instantánea, surgió tras la visión de cuerpos ataviados con prendas de terciopelo púrpura que, irremediablemente, emparentó con personajes y dramas de épocas medievales, se amalgamó con una apenas soslayada fascinación por lo clandestino y lo siniestro y resonó con la añoranza por sagas aún por ocurrir.

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Pasó revista de posturas y épocas desenfadadas que, a pesar de los sinsabores que le prodigaron, repetiría sin dudarlo: su aversión por ocupaciones utilitarias; sus andanzas con roqueros en ciernes y con diversidades variopintas; su identificación con clanes punks, cholos y otros más, algunos ya etiquetados y otros aún sin denominación; su sumisión a La llamada del oficio; su enredo casi voluntario en Una expedición a las tinieblas, a pesar de tener linterna y brújula rotas…

De su inventario no pudo excluir las dudas acerca de la validez de los motivos de su autoexilio ni sobre la génesis de esa urgencia por embarcarse en cuanta vivencia vital se le presentó.

Tampoco pasó por alto su propensión de precipitar desenlaces a fin de acallar esos murmullos que aludían a lo endeble de la estancia en algún lugar o temporada afables; que hacían referencia a los Venenos y Remedios inseparables de la clarividencia y de la maldición de la esperanza que en ocasiones se confundían; que pregonaban la presencia perenne de esa soledad que no puede paliarse con pequeños gestos, y de esa irreparable orfandad…

Antes de partir al aeropuerto y hastiada de su relación de incertezas y quimeras, optó por invocar presagios piadosos, convicciones y hechos memorables: La Belleza que Transita entre Dos Mundos, la que es invisible a los ojos comunes; los amantes que la nombraron oráculo, locura alada, los que iban con pequeños tributos y los dejaban a sus pies antes de entrar a su cama, esos que su cuerpo hizo sentir salvajes y poderosos; saberse nigromante-embrionaria-irredenta; sincronicidades/mecanismos-ocultos/lectora empedernida/todo es escritura si posees el código; alter ego felino-filiación gatuna insubordinada que no le impidió recordar lo que es la tibieza y ser necesitada, y susurrar sin reparo “tu consuelo que no requería explicaciones, mi amorcito pequeño, leve, azabache”…

Tres diciembres más tarde, en un paréntesis de ese desarraigo autoimpuesto, justo antes de emprender otro, el postrero, habría de enriquecer ese recuento y aderezarlo con la revelación de que fue un acierto apurar su copa, y rematarlo con el-augurio/la-visión de más de una seguidora o algún compinche que, amedrentados por los escollos de un periplo codiciado, no aciertan a asumir su hado y posponen el desafío con la vaga promesa de trasplantar y cultivar un brote de violeta para que, cuando florezca en otoño, no les permitan olvidar que una vez cabalgaron al lado de una cómplice que los espoleó para sacudirlos de su pachorra…

Héctor García G.

*Héctor García G., narrador aficionado e ingeniero de profesión. Ganador del Premio Manuel José Othón de Narrativa 1998, con el libro de cuentos “Nagualcalli”. Padre de Violeta García.

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