El martes pasado el presidente Néstor Kirchner y el brasileño Luis Inacio Lula da Silva firmaron un acuerdo en Río de Janeiro en el que se comprometen a actuar mancomunadamente frente al FMI y otros organismos de crédito. Este hecho, que ha sido calificado por ambas partes como histórico, podría ser el principio de una serie de cambios en América Latina y perfilar una nueva relación con los organismos internacionales de crédito.
La deuda externa del Brasil suma actualmente los 310 mil millones de dólares y es una de las más elevadas del mundo. Junto con la Argentina supera los 600 mil millones. Una eventual e hipotética cesación de pagos de ambas naciones podría significar la quiebra misma del Fondo Monetario Internacional y el inicio de una crisis económica de grandes dimensiones. Aunque una situación así de radical se antoja poco probable (entre otras cosas porque aislaría de la economía mundial a estos países), es claro que actuar conjuntamente les otorga a ambos una mayor fortaleza.
Si bien Brasil y Argentina comparten algunos problemas comunes, también tienen diferencias significativas. A pesar de que la deuda neta del primero es superior a la del segundo, Brasil está “honrando” su deuda y ha venido pagando los intereses de ésta con base en su valor total. No ocurre lo mismo con la Argentina, en tanto la proporción que está pagando es inferior al 50% de su valor total y aún no existe un acuerdo sobre la forma en que habrá de liquidarse.
Sucede que mientras para Brasil la deuda representa el 58% de su PIB, para el tamaño de la economía argentina ésta representa un 132%. Mientras para Brasil el pago de la deuda representa un freno a la inversión y al crecimiento y un límite a los recursos disponibles para gasto social, para la Argentina simple y sencillamente no existe posibilidad alguna de pagar dentro de las condiciones que aún hoy se le presentan.
Existen sin embargo aspectos comunes que hacen que a ambos países convenga la creación de esta alianza estratégica amparada bajo el Consenso de Río. Hay una tendencia que ha comenzado a ser esbozada por varios gobiernos de América Latina, aunque principalmente por Brasil y Argentina de que los recursos destinados a infraestructura sean considerados como inversión y no como gasto. Lula y Kirchner han sido enfáticos en la necesidad de que se flexibilicen los compromisos y se les otorguen márgenes a través de los cuales puedan favorecer el crecimiento económico en sus países.
Durante las últimas semanas, Kirchner ha endurecido su discurso aún más que Lula, en el margen de una difícil negociación con el FMI. Estas posiciones, a pesar de haber sido calificadas como efectistas y retóricas por medios de comunicación, por la oposición y por el propio FMI, llevó al presidente sudamericano a afirmar que no pagaría la deuda “a costa del hambre y la miseria de los argentinos”.
Aunque el más reciente acuerdo entre Annee Krueger, directora interina del organismo, significa un respiro para la Argentina, aún no existe una acuerdo satisfactorio entre deudores y acreedores capaz de otorgar rumbo y certidumbre al país. Por ello, la intensión que ha planteado Brasil de reducir al menos en un punto porcentual el superavitario primario (actualmente 4.5 por ciento) y así permitir crecimiento económico, importa mucho a la Argentina, cuyo compromiso con el Fondo (atendiendo a su situación particular) es mantener un superávit superior al 3 por ciento.
Por ello es que se afirma que si Brasil no logra avanzar en una negociación en este sentido, la Argentina quedaría en una posición de debilidad para obtener los márgenes que necesita para mejorar su situación económica. Es esa la razón por la cual conviene al gobierno de Kirchner ampararse en la capacidad negociadora y el poder de una economía del tamaño del Brasil, cuyo presidente en los últimos días jugó un importante papel de interlocución con el Grupo de los 7 para evitar que la Argentina entrase en default.
Sin lugar a dudas, las propuestas que estos países han comenzado a llevar a las mesas de negociación aterrorizan a la ortodoxia económica y atentan directamente contra poderosos intereses. Por ello es que Kirchener no exageró al afirmar que “para negociar hay que tener capacidad transgresora”. Si bien es cierto que lo que hoy se negocia son sólo cifras y variaciones porcentuales, lo que es perceptible es que Sudamérica ha comenzado a constituirse en un polo de innovación que podría comenzar por plantear una nueva nueva relación con los organismos internacionales de crédito y que, en el largo plazo, pudiera generar una discusión del modelo económico ultraliberal que ha privado durante los últimos 20 años en América Latina. La alianza transgresora podría ser un paso en este sentido.
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