El 1 de noviembre, cuando la ciudad comenzaba a teñirse de nubes grises y una llovizna ligera se asomaba al caer la tarde, el Panteón Dolores se convirtió en un punto de encuentro para quienes buscaban honrar a sus muertos en el Día de Todos los Santos y el Día de Muertos.
Ese viernes, doña Remedios, una mujer de andar pausado y cabellos blancos, llegó al Panteón Dolores, tal como lo hace cada año. A sus setenta y tantos años, sigue comprometida con esta tradición. Partió desde la colonia Escandón, y aunque este año utilizó por primera vez la recién inaugurada Línea 3 del Cablebús, lo hizo sin temor.
“La lluvia pasa, siempre pasa, pero este día no se puede dejar de vivir, de sentir, porque es único en el año”, comentó mientras sostenía un ramo de flores de cempasúchil y un paraguas que apenas cubría su pequeña figura.
El viaje en el Cablebús le pareció casi una experiencia mística. Desde las alturas, la ciudad se veía con luces encendidas y sombras alargadas, como si todo México le recordara a los vivos que este era un día para celebrar a quienes se habían adelantado. Con cada estación, doña Remedios sentía que se acercaba a su destino, a ese espacio donde aún sentía la presencia de su esposo y su hijo.
Al bajar del Cablebús, una multitud de familias también llegaba por distintos medios: algunos en camiones, otros en autos particulares, y muchos otros también subieron a la nueva línea del teleférico, que facilitaba el acceso a este sitio histórico. La lluvia comenzaba a caer con más fuerza, y los visitantes abrían sus paraguas y se colocaban capas improvisadas, pero nadie daba señales de querer retirarse. La perseverancia en la visita era un tributo en sí mismo, una muestra de devoción y amor que ni el clima podría extinguir.
Doña Remedios caminó despacio hasta la tumba familiar, que se encontraba en una zona relativamente apartada del cementerio. Al acercarse, la necrópolis se llenaba de olores a tierra mojada, copal e incienso, una mezcla de aromas que recordaba a tiempos antiguos, a rituales heredados de generación en generación. El cementerio, normalmente silencioso, estaba ahora lleno de murmullos y susurros, de personas contando historias, de risas entrecortadas y rezos dedicados a los muertos. Cada rincón parecía latir con una energía especial.
Al llegar a la tumba, doña Remedios sintió una paz que no encontraba en ningún otro lugar. La lápida era modesta, de piedra gris, cubierta de musgo por los años, y sobre ella colocó las flores de cempasúchil que había traído. Junto a las flores, sacó de su bolsa una pequeña fotografía, enmarcada en un cristal gastado, donde se veían su esposo y su hijo con sonrisas que parecían congeladas en el tiempo. Con manos temblorosas, colocó la imagen en un pequeño altar improvisado, junto a una vela que encendió con cuidado, protegiendo la llama de la lluvia con la palma de su mano.
El olor del cempasúchil, fuerte y característico, contrastaba con el incienso que se esparcía por el panteón, creando un ambiente denso y casi irreal. Doña Remedios cerró los ojos unos momentos, concentrándose en los recuerdos que le venían a la mente: las tardes de risas en familia, las charlas en casa, las historias que su esposo solía contarle y las promesas que ambos hicieron de nunca olvidarse el uno del otro. Para ella, cada pétalo de cempasúchil representaba un momento compartido, un fragmento de la vida que habían construido juntos.
Mientras ella murmuraba algunas palabras de despedida, otras personas pasaban cerca, algunas llevaban guitarras y entonaban canciones que se mezclaban con la brisa fría de la casi noche. Niños correteaban alrededor, ajenos a la solemnidad del sitio, pero el ruido infantil era un recordatorio de la vida que siempre persiste. Más allá, un joven tocaba una guitarra, y las notas se deslizaban por el cementerio, creando un fondo musical casi onírico. Algunos se detenían a escuchar, otros sonreían al recordar a sus muertos en canciones alegres, y otros más se quedaban en silencio, contemplando las luces de las veladoras que parpadeaban sobre las tumbas.
La lluvia, ahora más suave, parecía limpiar las lápidas, como si también participara en este acto de honor y memoria. Los charcos reflejaban las veladoras, haciendo que el suelo pareciera un espejo de nubes temblorosas. Doña Remedios miró el cielo, nublado y aún claro por el día, y sintió que, a pesar de la lluvia y del frío, ese momento era perfecto. Era un momento que la conectaba con lo intangible, con la esperanza de que un día se reuniría con sus seres queridos en algún otro plano.
Con la mirada aún fija en la lápida, prometió regresar el próximo año. Sabía que, aunque el tiempo pasara, la tradición seguía siendo su conexión más fuerte con aquellos que ya no estaban. Para ella, el Día de Muertos no era solo un día más en el calendario; era un instante en el que las fronteras entre la vida y la muerte se desvanecían y el pasado volvía a ser parte del presente, aunque solo por unas horas.
Cuando la noche cayó por completo, el Panteón Dolores comenzó a quedarse en silencio nuevamente. Los visitantes se habían marchado poco a poco, dejando tras de sí veladoras aún encendidas, flores recién colocadas y un rastro de palabras, risas y rezos que se perderían en el aire hasta el próximo año. El cementerio, ese espacio que guarda la memoria de miles de familias, se quedaba solo, cubierto de una alfombra de cempasúchil y luces que titilaban en la oscuridad.
Doña Remedios, con su paraguas y su paso lento, se alejó del lugar sabiendo que su visita había cumplido su propósito. La lluvia había pasado, como siempre decía, pero la conexión que sentía en el Día de Muertos perduraría en su corazón. Para ella y para tantos otros, esta celebración era más que un ritual; era un acto de amor, un recordatorio de que, mientras alguien los recuerde, los muertos nunca están realmente ausentes.