Metrópoli

Este 19 de noviembre se cumplieron 40 años de las explosiones en San Juanico, municipio de Tlalnepantla, Estado de México. La autora narra lo que vivió ese amanecer, cuando cursaba la secundaria

La mañana de las estatuas y las sombras de cenizas

Siempre habrá silencios grabados en la memoria.

Silencios que nos acompañan imposibles de olvidar.

19 de noviembre de 1984

El 19 de noviembre de 1984, un día inovidable y de pesadilla (Archivo)

¡Despierta! 5:30. Es de madrugada, las vibraciones en la ventana del dormitorio perturbaron mi sueño. Ladridos de perros traspasan las paredes. Recorro un poco la cortina y veo el cielo. El color es diferente, no es el azul de la oscuridad de esa hora. En algunas casas, tímidamente, las luces comienzan a alumbrar la calle. Intento recobrar mi sueño. Cierro los ojos. Tocan desesperadamente la puerta de mi casa. Sin querer aún abandonar mi cama, escucho la voz de mi primo: ¡Despierten! ¡Se está quemando el cerro! Mi corazón late con fuerza. En un instante, mis pies buscan el calzado y estoy en la calle. Ya nadie duerme. Las luces perdieron la timidez y de súbito se encienden. Camino los diez metros para llegar a la esquina y poder ver el cerro. Todas las miradas se dirigen a lo alto.

No hay llamas, tan sólo un extraño rojo carmín tiñe el cielo. Se destila tragedia. Pasan unos segundos y el caos envuelve a todos los vecinos, nadie sabe qué pasa. La gente baja corriendo: adultos en ropa interior, niños envueltos en una cobija. Algunos llevan zapatos. Todos gritan: ¡El cerro se está quemando! Nadie quiere detenerse, nada los persigue. No hay humo, no hay llamas, pero ellos sienten el calor escaldando sus cuerpos. Sólo quieren ponerse a salvo.

Al otro lado del cerro no hay gritos, no hay quién toque a sus puertas y los ponga sobre aviso. San Juanico duerme. Algunos de sus habitantes despiertan un momento sin tiempo para saber si se trata de un mal sueño. Otros despiertan para vivir una pesadilla. En medio del caos reinó el silencio.

De este lado del cerro, había confusión. Todos estaban convencidos: algo ocurría, pero, ¿qué era? El noticiero comenzaba a las seis y media y las clases a las siete. Llegó el momento de pensar en la vida cotidiana y cuestionar: ¿Tendría que alistarme para ir a la secundaria o no? Regresé a mi casa sin entender lo que ocurría. Muchos se quedaron en la esquina tratando de calmar a los que bajaban, pero seguían insistiendo en que el cerro se quemaba.

En la entrada de la escuela seguía el desconcierto: carros de bomberos, patrullas y ambulancias circulaban a toda velocidad por Cinco de Febrero para tomar la Avenida Cantera. La gente que bajó del cerro se dirigía a la Basílica de Guadalupe y en el noticiero anunciaron que había explotado un tanque de Pemex en San Juanico.

En el salón todos murmuraban y de pronto una pregunta flotó en el aire: ¿Les habría pasado algo a los compañeros del rumbo de San Juan Ixhuatepec? Discretamente, volteamos a ver sus bancas: estaban vacías. Media hora después nos enviaron de regreso a nuestras casas. Oficialmente la Secundaria Eliseo García Escobedo se había convertido en refugio para damnificados.

Damnificado fue para mí la palabra que cobró significado y sentido en la tragedia. Una palabra que gritaba “ahora no tienes nada”. Una palabra que se apoderaba del espíritu y se convertía en un estigma del que habría que desprenderse lo más rápido posible para volver a levantar los brazos y no quedar en cenizas.

Minuto tras minuto se incrementaba el número de personas damnificadas, en el noticiero comenzaron a develar las primeras imágenes: bomberos tratando de contener enormes esferas llenas de gas, casas totalmente destruidas, un caballo aún de pie, un gallo tal vez dispuesto a anunciar el nuevo día que no llegó, y un perro callejero, todos ellos calcinados.

De forma discreta pasaban imágenes de zapatos sin dueño, como si de alguna forma fueran a regresar por ellos para seguir un camino incierto. No se dijo en esos momentos que de mucha gente solamente quedó una sombra de cenizas en el piso.

Mi hermano se unió a un grupo de voluntarios y fueron a solicitar comida y ropa para la gente de los albergues cercanos. Todos buscaban la forma de ayudar. Incluso, quedarse en casa y decir en silencio una oración, era la mejor manera. El atrio de la Basílica de Guadalupe se convirtió en un gigantesco centro de acopio: ropa, comida y medicina se iban acumulando a la par que se dimensionaba la tragedia.

Pasaron los días y la ayuda a los damnificados se fue disolviendo, así como el humo en el pueblo de San Juanico. No recuerdo cuántos días pasaron para volver a la escuela, pero lo que sí sé es que no regresamos todos. El primer día se respiraba sufrimiento y el silencio quedó impregnado en las paredes de ese que fue refugio para los que despertaron a la pesadilla.

CONTEXTO

El 19 de noviembre de 1984 ocurrieron explosiones en la planta de PEMEX situada en San Juan Ixhuatepec, poblado conocido coloquialmente como “San Juanico”, perteneciente al municipio mexiquense de Tlalnepantla. Murieron alrededor de 500 personas y unas 2 mil quedaron heridas, además de 10 mil evacuadas. Las explosiones se prolongaron hasta el día siguiente.

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