A ese México de entusiasmos caseros, como el popular programa de concursos “¡Sube Pelayo, sube!”, le llenó el alma de azoro enterarse del golpe militar que, en el lejano Chile, derrocaba al gobierno socialista de Salvador Allende, un personaje al que el gobierno de aquellos días, encabezado por Luis Echeverría, trataba como un amigo muy cercano, con todo lo bueno y todo lo polémico que ello acarreaba.
Septiembre de 1973 no era, precisamente, el tiempo más tranquilo del echeverrismo. La presencia y las acciones de los movimientos guerrilleros urbanos, las tensiones sociales heredadas de la década anterior, la explosión demográfica y la contaminación –se puso de moda para nunca irse la palabra “smog”-, el crecimiento de los movimientos sociales de izquierda y la presencia omnímoda de un presidente con claras simpatías por el experimento socialista chileno y que sostenía una fuerte confrontación con algunas cúpulas del poderoso empresariado mexicano, propiciaron la circulación de historias que, convertidas en miedos cotidianos, perturbaban a la gente de a pie de aquellos días.
Los informados sabían que las tensiones en Chile iban en aumento. A fines de agosto de ese 1973, el general Augusto Pinochet había sido nombrado comandante en jefe del ejército chileno, en sustitución del general Carlos Prats. La noche del 11 de septiembre, los noticiarios televisivos mexicanos mostraron el rostro de Pinochet, artífice del golpe de Estado que derribó al gobierno formado por una coalición de partidos de izquierda que, bajo el nombre de Unidad Popular, lograron llevar a Salvador Allende a la presidencia.
Tan sorprendente como la entrevista de Jacobo Zabludovsky a Salvador Dalí, tan dramático como el secuestro del joven John Paul Getty, nieto de uno de los hombres más ricos del mundo; tan doloroso como el caso de los “supervivientes de los Andes”, el golpe en Chile tocó las emociones de los mexicanos de los años setenta. Durante décadas se recordarían aquellos días como un momento en que el gobierno mexicano estuvo a la altura de las circunstancias y se convirtió en decidido protector de los perseguidos políticos.
Si alguien preguntara cuál es la imagen más impactante relacionada con el golpe militar en Chile, sin duda se le podría responder que se trata de las imágenes del bombardeo al Palacio de La Moneda, sede del gobierno. Así se terminaba la experiencia socialista de aquel país, y, poco a poco, por medio de la televisión, el horror del golpe militar fue conocido en todo el mundo. Muchos mexicanos sabían quién era el presidente Salvador Allende, que había estado de visita en México, y a quien el presidente Echeverría había tratado con calidez y cercanía. Pocas horas después del ataque a La Moneda, el cuerpo del presidente fue sacado del recinto, cubierto con algo que parecía un sarape.
La brutalidad del golpe militar empezó a revelarse y a escandalizar a los sectores ilustrados de muchos países latinoamericanos; a los mexicanos de a pie no dejó de conmoverles la narración cotidiana que la prensa hacía de aquella tragedia: Augusto Pinochet, con anteojos oscuros, se convirtió en foto de primera plana, y se supo de persecuciones, de fusilamientos, de desapariciones, de quema de libros.
El embajador mexicano en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá, se convirtió, sin saberlo, en héroe; en ese héroe del que sus paisanos sabían por los noticieros, y que acogió en su casa, al día siguiente del golpe, a la familia de Salvador Allende; que recibió a más de 300 perseguidos en la embajada.
A nadie se le regateó el refugio de la sede diplomática mexicana. Llegaban como podían; embozados en la oscuridad de la noche, jugándose la vida. La capital chilena, Santiago, estaba sembrada de retenes, de grupos de carabineros que buscaban a una larga lista de perseguidos, de agentes “subversivos”, partidarios de Allende, y que en automático habían entrado en la lista negra de los golpistas.
Si bien respaldado por completo por el gobierno de Echeverría, el embajador Martínez Corbalá se estaba jugando mucho. En aquel verano, a medida que se incrementaban las tensiones sociales en Chile, que se rumoraba con intensidad sobre la posibilidad de un golpe de Estado, las instrucciones del diplomático eran muy claras: México era amigo de Chile y de su presidente socialista; el respaldo a aquel joven proyecto político sería total.
Entonces llegaron las amenazas.
A principios de julio, gente amiga avisó a Martínez Corbalá que había planes de organizaciones paramilitares y de corte fascista que planeaban el secuestro de uno de los hijos del embajador mexicano. Con el alma en un hilo, el diplomático corrió a recoger a su hijo en la escuela. Luego, se puso en contacto con el canciller mexicano. En un mensaje de télex, cifrado, lo ponía al tanto de la situación.
La respuesta fue inmediata: “El presidente de la República ordena que tu familia salga de Chile, si es posible mañana mismo, a Buenos Aires o a Lima”. Se hizo un silencio en la línea telefónica: la familia de Gonzalo Martínez Corbalá agradeció el gesto, pero resolvió quedarse a afrontar la situación junto al embajador,
La embajada mexicana recibió a cientos de perseguidos políticos. El 15 de septiembre, después de cuatro días marcados por la violencia y la muerte en la capital chilena, Martínez Corbalá logró enviar a México el primer avión, lleno de asilados.
Entre ese quince de septiembre de 1973 y junio de 1974 el embajador logró sacar de Chile, en cinco aviones fletados por el gobierno de Luis Echeverría, a 756 personas.
Aquellos 756 refugiados vinieron a México. A muchos, el gobierno federal les halló acomodo, como académicos, en las instituciones de educación superior. A los chilenos siguieron los argentinos, los bolivianos, los uruguayos que venían huyendo de las persecuciones desatadas en sus países por las dictaduras militares. Aquí se quedaron, aquí algunos se hicieron adultos y otros tuvieron hijos y envejecieron. Algunos dejaron el corazón en sus países, y otros resolvieron mexicanizarse desde el momento en que bajaron del avión que los trajo.
Volvieron a empezar. A ratos, en el discurso de calidez oficial con el que habían sido recibidos, saltaba por ahí un inquieto, un inconforme: habiendo tantas necesidades, tal vez a los refugiados les estaba yendo demasiado bien. Pero en el trajín de la vida diaria, los recién llegados se volvieron parte de la vida diaria: dieron clases, hicieron música, escribieron, hicieron caricatura y cartón. Se volvieron parte de la historia de los agitados años setenta mexicanos.
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