Benedicto XVI, el papa que hace una década renunció al ministerio petrino por falta de fuerzas, se apagó el último día del 2022 a la edad de 95 años, “como una vela que llevaba mucho tiempo apagándose, lenta y serenamente”, recurriendo al mismo símil que usó su inseparable y fiel secretario personal, el también alemán Georg Gänswein, cada vez que alguien le preguntaba sobre la salud del papa emérito.
Lúcido hasta el último día de su larga vida y con una inteligencia y una cultura académica y teológica brillantes, siempre al servicio de la Iglesia católica, Josef Aloisius Ratzinger, nacido en Baviera (sur de Alemania) en 1927, en el seno de una familia muy católica, llevaba tiempo confesando su deseo ardiente de “reunirse con el Señor”. Por eso, no sería raro que hubiera deseado este encuentro con lo divino desde el mismo momento en que se “liberó” de la pesada carga de sentarse cada día en el trono de San Pedro y ser su sucesor en la Tierra como jefe espiritual de más de mil 300 millones de católicos.
Ese momento histórico ocurrió el 11 de febrero de 2013, cuando dejó estupefacto al mundo al anunciar que renunciaba al papado (en el Código Vaticano no existe el verbo abdicar, asociado a los reyes, aunque el concepto sea el mismo) y que lo hacía con pleno conocimiento, dado que no estaba rompiendo ninguna regla y ni siquiera era el primero en hacerlo, aunque sea una rareza. De hecho, de los 266 papas en veinte siglos de papado sólo otros dos renunciaron voluntariamente: Celestino V, en 1294, y Gregorio XII, en 1415.
"Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino", declaró.
La inédita renuncia provocó que la Santa Sede se planteara qué hacer con Benedicto XVI para el que se creó el cargo de papa emérito y la misión (no implícita) de mantenerse al márgen y no interferir en el papado de su sucesor, Francisco, con quien mantuvo una relación de cordialidad y respeto, pese a que el argentino procede de la "periferia" progresista de la Iglesia.
De hecho, Francisco no sólo defendió que Benedicto XVI tomara esa decisión dramática, sino que él mismo ya ha avisado que tiene la carta firmada de su renuncia, por un día cree que tampoco tiene fuerzas para seguir
Entre la renuncia de Gregorio XII y la de Benedicto XVI han pasado 598 años; tiempo suficiente para que nadie se acordara de que los sumos pontífices también son humanos y aunque con el cargo viene asociado el dogma de “infalible”, también pueden equivocarse y dudar.
Por eso, cuando Benedicto XVI hizo el anuncio el mundo se quedó estupefacto, empezando por los propios cardenales. La justificación que él mismo dijo —”falta de fuerzas”— es plausible, dado que el papa alemán tenía 84 años cuando se bajó del trono de San Pedro; pero, ¿no hubo algo más?
Esta es la pregunta sin respuesta que Ratzinger se lleva a la tumba: ¿Fue la falta de fuerza física la única causa por la que renunció? O planteado de otra manera: Si Benedicto XVI no se hubiese agobiado por el escándalo de los Vatileaks —filtraciones a la prensa de chantajes a obispos homosexuales y documentos sobre gastos lujosos de cardenales—; si no se hubiese sentido traicionado por su mayordomo, Paolo Gabriele, por filtrar dichos documentos; si no se hubiese sentido acorralado por los rumores sobre un complot de de los “cuervos del Vaticano” para asesinarlo; y finalmente, si no se hubiese sentido desbordado por los incontables casos de pederastia que salpicaron a cardenales, obispos y sacerdotes, ¿se habría animado Ratzinger a renunciar al codiciado trono de San Pedro?
En las pocas ocasiones en estos casi diez años en los que el papa emérito rompió su silencio y el rezo apartado de los focos, no fue para quejarse de sus achaques de anciano, sino para mostrar su dolor y su frustración al no haber podido cumplir aquella frase que dijo ante los cardenales y que, según los vaticanólogos, fue decisiva para que fuera elegido papa: “¡Tanta suciedad en nuestra Iglesia!”
Ocurrió la víspera del cónclave que debía elegir al sucesor de Juan Pablo II, cuya muerte, ocurrida el 2 de abril de 2005, provocó un fenómeno mediático de tanatofilia en el mundo cristiano sólo comparable al de la muerte de Lady Di, ocurrida siete años antes.
Mientras las masas gritaban enfervorecidas “¡Santo súbito!” en la plaza de San Pedro (un claro mensaje de que no sólo querían que el nuevo papa beatificase cuanto antes al polaco Wojtyla, sino que fuese igual de carismático que él), Ratzinger, en ese entonces el poderoso (y temido) prefecto para la Congregación de la Fe (la antigua Santa Inquisición) no estaba pensando en la gloria en las alturas que le esperaba a Juan Pablo II, sino en las cloacas de la Santa Sede, allí donde se ocultaban los pecados más bajos de la Curia, en especial el más infame de todos, el de los depredadores sexuales con sotana.
Si, cuando habló de “suciedad en la Iglesia”, Ratzinger se refirió directamente a Juan Pablo II por su silencio y su pasividad ante las denuncias que empezaban a acumularse sobre abusos sexuales dentro de la Iglesia, es probable que sea otro secreto que el papa emérito se haya llevado la tumba. Pero lo que no es un secreto es que muchos cardenales (que también se espantaron, y callaron, por lo que vieron que ocurría en las cloacas) eligieron al cardenal alemán para que fuera la escoba que barriera esa suciedad. Tampoco es un secreto que, cuando hubo “fumata blanca” el 19 de abril de 2005 y Ratzinger salió al balcón de la basílica de San Pedro, ya como Benedicto XVI, se propuso de buena fe acabar con esa lacra durante su papado.
A fin de cuentas, Ratzinger ya era conocido entre sus compañeros de la curia como el “rottweiler de Dios”, una raza alemana de perro, cuya característica positiva es su nobleza, su devoción ante su amo y su valentía; pero lo es también que la apariencia física y el carácter introvertido de esta raza canina juegan en su contra, ya que aparenta, sin serlo, un perro peligroso y de mal carácter.
Esta apariencia de Ratzinger de perro fiero al servicio de la Iglesia de Dios le sirvió para labrar una carrera eclesiástica que lo llevaría hasta lo más alto; pero, una vez arriba, nunca acabó de empatizar con su inmenso rebaño global, como sí lo hizo, y de qué manera su antecesor, Juan Pablo II, pese a que él sí llegó a mostrar un carácter explosivo, como cuando reprendió con dureza y ante las cámaras al sacerdote Ernesto Cardenal, nada más pisar suelo nicaragüense, por sus vínculos con los revolucionarios sandinistas y sus simpatías con los teólogos de la revolución.
A diferencia de su antecesor, muy comprometido políticamente con la cruzada anticomunista liderada por el tándem neoliberal Ronald Reagan-Margaret Thatcher, Benedicto XVI trató de no involucrarse en asuntos mundanales relacionados con la política , quizá por su pasado en las juventudes hitlerianas durante la Segunda Guerra Mundial; aunque en su defensa (cuando fue criticado por ello) hay que especificar que era obligatoria la pertenencia y su familia se opuso al totalitarismo nazi.
De hecho, una de los pocos gestos políticos relacionados con la política y al mismo tiempo con religión ocurrió en 2006, cuando visitó el antiguo campo de exterminio nazi de Auschwitz, en Polonia.
El pontífice, que en ese entonces tenía 79 años, dijo que era casi imposible hablar en "un lugar de horror, sobre todo como un papa alemán" y declaró con visible pesar, como no hizo ninguno de sus más inmediatos antecesores: "¿Por qué, Señor, permaneciste callado?, ¿cómo pudiste tolerar todo esto?".
Sin embargo, su discreción política fue menos notoria en el trato con otras religiones, especialmente la musulmana.
Fue, precisamente, en un viaje a su natal Alemania donde desató una de las mayores crisis de su pontificado. En un discurso en la universidad de Regensburg citó a un emperador bizantino del siglo XIV al decir que el Islamismo “había sido propagado a punta de espadas”.
Tras protestas que incluyeron ataques a iglesias en Oriente Medio y la muerte de una monja en Somalia, el Papa dijo más tarde que lamentaba el malentendido causado por su discurso, y trató de pasar página con una visita histórica a Turquía mayormente musulmana, donde rezó en la Mezquita Azul de Estambul.
Tampoco tuvo suerte con el mundo judío —al que indignó cuando levantó la excomunión a cuatro obispos tradicionalistas, incluyendo a un religioso que negaba abiertamente la existencia del Holocausto— o con los católicos progresistas, cuando, durante una gira por África en 2009, dijo a los periodistas en el avión que el uso de preservativos en la lucha contra el SIDA sólo había logrado empeorar la epidemia.
Pero lo que convirtió a Benedicto XVI en un papa frustrado fue su fracaso a la hora de limpiar la Iglesia de pederastas.
Cuando ordenó una investigación oficial sobre casos en Irlanda, provocó la renuncia de varios obispos y un enfrentamiento con el gobierno, hasta el punto en que Dublín cerró su embajada en la Santa Sede en el 2011. En el otro extremo, organizaciones de apoyo a las víctimas exigían más rapidez y dureza en los castigos y amenazaron incluso con acusarle ante la Corte Penal Internacional al considerar que el líder de la Iglesia católica era el responsable último de los crímenes sexuales cometidos por los curas y obispos.
Todo ello impidió realizar la misión que Benedicto XVI siempre anheló y que tampoco pudo culminar: el regreso de la Iglesia al tradicionalismo humanista. Aquí también fue atacado por los dos lados: el sector ultraconservador, por ir demasiado lento, y el sector liberal, porque llevar la Iglesia a los valores anteriores al Concilio Vaticano II, en vez de convocar un Concilio Vaticano III, que dé cabida a un protagonismo de las mujeres y rompa el celibato.
Pese a que Benedicto XVI pasará a la historia por su renuncia, también es de justo resaltar que antes de bajarse del trono de San Pedro hizo lo que sus antecesor no hicieron: pedir perdón en nombre de la Iglesia a sus víctimas.
Benedicto XVI será enterrado el 5 de enero en la basílica de San Pedro
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