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No veremos camisas negras en Italia, pero sí neofascistas y la muerte del antifascismo

A un siglo de la Marcha sobre Roma de Mussolini, la palabra fascista retumba tras la llegada al poder de ultraderechistas, la más reciente Meloni. Pero, más que genuinos fascistas son autoritarios, no totalitarios… aunque uno de ellos está camino de lograrlo y otros estarán tentados de seguir su ejemplo>

Benito Mussolini y la Marcha sobre Roma
Mussolini, de civil, tras culminar la Marcha sobre Roma, en octubre de 2022, que abriría la puerta al fascismo, hace un siglo Mussolini, de civil, tras culminar la Marcha sobre Roma, en octubre de 2022, que abriría la puerta al fascismo, hace un siglo (La Crónica de Hoy)

El domingo pasado no renació el fascismo en Italia con la victoria de Giorgia Meloni. Nadie verá desfilar camisas negras, como ocurrió hace un siglo con la Marcha de Roma, que culminó el 29 de octubre de 1922 con la llegada a la capital italiana de Benito Mussolini y marcó el final del sistema parlamentario y el comienzo del régimen fascista durante dos décadas oscuras. No veremos a fascistas en el palacio Chighi, pero sí acabamos de ver el triunfo de una suerte de neofascismo, para alegría de los partidos de extrema derecha de todo el mundo, mientras presenciamos la muerte del antifascismo.

Ese espíritu de resistencia e insurrección partisana que surgió en 1943 —al que se unieron en armas socialistas, comunistas, democristianos, liberales, monárquicos y anarquistas—, con el objetivo de derrocar al régimen totalitario de Benito Mussolini y expulsar a sus aliados nazis, dejó de existir la noche del 22 de septiembre de 2002, cuando se conoció la rotunda victoria electoral de Giorgia Meloni, candidata de Hermanos de Italia, un partido que cuando nació hace una década se presentó como neofascista, por lo que nadie creyó entonces que podría llegar a gobernar.

“En Italia no ha vuelto el fascismo del Duce; si acaso, ha muerto el antifascismo como pacto fundacional de la democracia de posguerra: el pegamento del antifascismo en Italia ya no pega”, declaró resignada la escritora Concita di Gregorio.

El símil que usó es perfecto: si los italianos han sido capaces de votar a una candidata que en su día llegó a decir que “Mussolini fue un gran político", no es tanto por un repentino deseo de que regrese al país un régimen fascista o de que la líder ultraderechista romana sea el nuevo Duce , sino porque ninguno de los adversarios de Meloni y sus aliados —Matteo Salvini, de la xenófoba Liga, y Silvio Berlusconi, el manoseador de jovencitas— han sido capaces de articular un frente antifascista, una candidatura decente, ilusionante y, sobre todo, unida en su defensa de los valores democráticos y de la libertad.

Ni el socialdemócrata Enrico Letta, tras su derrota excandidato del PD, ni los exprimeros ministros Matteo Renzi y Guiseppe Conte, este último del Movimiento 5 Estrellas (M5S), fueron capaces de armar un frente común, para, entre otras cosas, recordarle a los italianos que el fascismo —aunque ahora llegue un sucedáneo sin dientes—, llevó al país al enfrentamiento fratricida, al terror y a la ruina, mientras el antifascismo que lo derribó trajo la paz y el entendimiento entre potencias enemigas.

Se les olvidó también, que gracias a la llegada del antifascismo (contrario al ultranacionalismo fascista) se sustituyó el intercambio de balas entre potencias europeas enemigas por el intercambio de bienes entre socios comerciales, sentando las bases de la Unión Europea, gracias a la cual, Italia, que es país fundador, es la octava economía del mundo y está entre las 25 naciones con mayor calidad de vida.

Pero cuando las cosas van mal, la extrema derecha huele el descontento y se le hace muy fácil señalar enemigos, en este caso la malvada Bruselas, “que abre las puertas a los refugiados, que quitan los puestos de trabajo y cometen delitos”; mientras que la izquierda, acomplejada, no es capaz de recordar qué habría sido de Italia si América Latina hubiera cerrado sus fronteras a los millones que tuvieron que huir, también por la guerra o por hambre.

Los italianos van a entregar el poder a Meloni, unos porque se negaron a acudir a votar, con cifras récord de abstención; otros, porque perdonaron a Meloni sus pecados de juventud filofascista; y otros por esa tentación de castigar al que está al mando —en este caso el tecnócrata europeíste Mario Draghi—, sustituyéndolo por su contrario.

Pero, lo realmente lamentable, es cómo los italianos han olvidado o han desvirtuado el sentido de un vocablo del deberían estar orgullosos: antifascismo. Uno de ellos es la cantante italiana más famosa internacionalmente: Laura Pausini.

Ocurrió en plena campaña durante una entrevista a Pausini en un programa de humor y entretenimiento de un canal de televisión de España.

En un determinado momento del late show, el presentador empezó a cantar la primera estrofa de “Bella Ciao” la canción de la resistencia italiana contra el fascismo, e invitó a Pausini a que cantara con él, a lo que se negó en rotundo con un “no, no, no, es una canción muy política, yo no canto canciones políticas”.

La anécdota saltó a Italia y calentó las redes con internautas que señalaban, amargamente, que Pausini, como tantos otros, hayan olvidado que no es una canción contra un cierto partido político, sino, precisamente, contra los que quieren acabar con el sistema de partidos políticos democráticos.

“Ahora ya se puede decir que Bella Ciao no es un canto de liberación —lamentó la escritora De Gregorio—, sino una canción política”.

En el otro extremo, el vocablo fascismo está de moda como arma acusatoria y se usa (o se abusa de él) en numerosos contextos, a medida que llegan y se afianzan en el poder líderes de extrema derecha sin complejos, como el húngaro Viktor Orban, cuyos golpes autoritarios fueron “premiados” con una aplastante mayoría absoluta el 4 de abril en gran medida por el miedo de la UE a castigar con dureza su deriva autoritaria.

¿Queremos desincentivar el ascenso de la extrema derecha autoritaria, la que se aprovecha de la democracia para atacarla? Pues bien, congelen de inmediato los cheques de ayuda que la UE concede periódicamente a Budapest por ser país miembro "pobre" o reformen el Consejo de Seguridad para que las potencias agresoras con derecho a veto no invadan por capricho otros países o a qué espera EU para juzgar a Donald Trump por incitar a la rebelión. 

Pero, independientemente de poner ya un freno a la extrema derecha, ¿son Orban, la francesa Marine Le Pen y Trump fascistas? ¿lo será Meloni cuando gobierne? ¿un partido de extrema derecha es un partido fascista?

Uno de los mayores expertos en fascismo del mundo, el italiano Emilio Gentile responde sin pestañear: "No, en absoluto".

Preguntado por la BBC el 23 de marzo de 2019, día del centenario de la fundación por Mussolini de los "Fasci italiani di combattimento", Gentile quiso dejar claro que el fascismo no sólo es autoritario, sino es totalitario, porque anula por la fuerza la soberanía popular y la somete a un régimen militarizado sin derechos ciudadanos.

“En 1925 el Duce asumió todos los poderes y transformó el régimen parlamentario y democrático en un estado totalitario regido por la falta total de libertades individuales, políticas, de organización y de pensamiento”, declaró.

En cuanto a los partidos de extrema derecha después de la derrota del totalitarismo, en 1945, “son movimientos que se oponen a los principios de la Revolución Francesa de igualdad y libertad; afirman la primacía de la nación, pero sin necesariamente tener una organización totalitaria o una ambición de expansión imperialista”, declaró y reiteró: “Sin el régimen totalitario, sin la sumisión de la sociedad en un sistema jerárquico militarizado no es posible hablar de fascismo”.

Dicho esto, la aclaración no quiere decir que la extrema derecha no sea un peligro para la democracia por el hecho de no ser genuinamente fascista.

“En nombre de la soberanía popular, alguien puede asumir características racistas, antisemitas y xenófobas; pero no lo convierte en fascista mientras no niegue totalmente la soberanía popular”, declaró.

En otras palabras, Trump fue un autoritario que dividió a la sociedad —y ello provocó el movimiento de resistencia Antifa—; intentó negar la soberanía popular y puede incluso que estuviese tentado a dar un golpe de Estado, pero finalmente no usó su poder de comandante en jefe para dar la orden y de inmediato encarcelar a su rival, Joe Biden, cerrar periódicos y aplicar leyes marciales.

Pero también es cierto que quiere venganza y nadie sabrá lo que hará, si finalmente gana las elecciones de 2024.

Lo único cierto, hasta la fecha, es que sí hay un dirigente que aspira abiertamente a convertirse en un fascista genuino y a imponer un estado totalitario en su país: el presidente de Rusia, Vladimir Putin.

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