En la acera frente a la Casa del Migrante de Saltillo, el frío cala tanto como la incertidumbre. Ocho migrantes permanecen afuera, cubiertos con gorros, guantes y capuchas que no sólo combaten el clima, sino también ocultan el desgaste de una travesía marcada por el hambre y las promesas rotas.
Dentro, las puertas cerradas del albergue no significan indiferencia. El lugar, saturado, actúa como un refugio temporal para cientos que buscan resguardarse del mundo exterior, donde los retos son tan grandes como la esperanza que los llevó a emprender este viaje. Los responsables de la Casa están al límite, ocvupados en reuniones con organismos internacionales como ACNUR, buscando soluciones para una situación que no deja de complicarse. Su trabajo es extraordinario, pero también enfrentan preguntas difíciles sobre lo que sigue.
“Invítame un café”, me dice uno de los migrantes que espera en la acera, rompiendo momentáneamente el silencio. Es un pedido simple, pero cargado de significado. Duglas, originario de Guatemala, se anima a hablar. “Tenía la cita en Estados Unidos programada para el 15 de febrero; no soy sólo yo, son los míos. Es muy duro”, dice mientras vende dulces para sobrevivir en un país que no era su destino, sino un punto de tránsito. Su plan de mandar remesas desde el norte quedó en pausa, como su vida.
Afuera, el frío no es lo único que los golpea. “¿Cuántas veces se ha roto esa promesa?”, pregunta otro migrante, reflexionando sobre los discursos políticos y las oportunidades que nunca llegaron. Pero a pesar del miedo, la necesidad los obliga a pedir: cobijas, comida, un gesto de humanidad inmediata.
La esperanza de llegar a territorio estadounidense, parece más lejana que nunca. Las políticas restrictivas, endurecidas con la llegada de Donald Trump a la presidencia, han transformado el panorama migratorio. El discurso de criminalización de los migrantes permea las fronteras, haciendo del simple hecho de buscar una vida mejor un acto castigado y temido. Las barreras físicas y legales han crecido, pero también lo ha hecho el estigma, lo que deja a muchos atrapados en un limbo de desprotección y vulnerabilidad.
Mientras tanto, la Casa del Migrante sigue siendo un faro en medio de la tormenta. Sus puertas cerradas no son una barrera, sino un recordatorio de que sus recursos no son infinitos. Aquí se hace lo posible, pero la necesidad supera cualquier capacidad.
Saltillo es una ciudad de paso, pero para muchos migrantes se convierte en un punto de quiebre. Reconocen en esta ciudad un lugar seguro, donde no sienten la misma hostilidad que en otros puntos de la ruta migratoria. Aquí, en esta acera, se cruzan el frío, el hambre y el miedo. Pero también, de vez en cuando, un café caliente o una cobija que regala un destello de esperanza.