Ella, a los 18 años trabajaba en el pequeño negocio familiar de comida en Plan de Quezada, Cuautla, en Morelos. Su plan era, algún día, mudarse a la capital del país a estudiar una carrera técnica; no sabía en qué ni dónde, pero la esperanza estaba allí, en su cabeza, nebulosamente y alimentada por su madre que le prometido apoyarla.
Un día, en una fiesta de la colonia, conoció a un muchacho; simpático, muy amable y que se llevaba con todos en la fiesta. Mostró interés en ella. Bailaron varias canciones, tomaron cerveza y le invitó una pastilla que la animó más. Al siguiente día tuvo la peor cruda de su vida, pero se había divertido mucho y ese chico le había gustado.
Con el tiempo, entablaron una relación, él se ganó su confianza rápidamente por su buen sentido del humor y su carisma, incluso le presentó a su familia. Amores raídos, en cuestión de meses estaba embarazada y decidieron iniciar una vida juntos.
Se mudaron a casa de su suegra, donde también estaban las hermanas de su pareja. El primer síntoma de lo que estaba por venir apareció justo allí: él chico, popular y claramente conocido en las calles de Cuautla, era más que respetado en su casa: su familia le temía.
La chica sabía que él ‘trabajaba’ mucho de manera discontinua: ocupado al máximo durante varios días seguidos, luego estaba completamente libre durante otros tantos. Finalmente no pudo cerrar más los ojos y tuvo claro que el padre de su hijo era parte del narco local, bien posicionado entre la mafia que controla la vida de Cuautla.
Para la chica, el descubrimiento de esta realidad se materializó en bolsas de marca, estéticas y viajes. “Valía la pena seguir a su lado a pesar de las cosas negativas: drogas, borracheras, armas, fiestas salidas de control y los malos tratos”, resumiría alguna vez de cara a amigos íntimos.
La violencia de su pareja comenzó a hacerse más patente primero en el trato hacia sus subordinados en el narco; después hacia su suegra y sus cuñadas y finalmente se vio alcanzada. El primer grito llegó acompañado de golpes. A partir de ahí, todo fue en crescendo.
Comenzó a sentir miedo y el hijo se convirtió en factor: mientras el niño estuvieran bien, podía soportarlo. Pero la familia de la chica trató de intrevenir. El poder del muchacho se hizo patente: su parentela política no sólo no pudo defenderla, sino que varios de sus miembros tuvieron que irse del municipio.
Las amenazas de muerte eran patentes y ya para entonces todos sabían que el tipo mataba y que mandaba matar.
Al menos ella pudo mudarse de casa con su hijo. El padre tenía cada vez m,ás ‘trabajo’ y sus actividades ya requerían presencia de sicarios y droga cada vez más constante, así que dejó que madre e hijo se mudaran dentro del mismo barrio.
Acordaron que el niño vería al padre los fines de semana, pero durante una visita, el menor volvió con moretones en el cuerpo. Ella se armó con todo el valor que le quedaba y recriminó la violencia contra el menor. Terminó perdiendo, porque de nuevo fue golpeada, peor que otras veces: terminó en el hospital.
Siempre tuvo miedo de acudir a las autoridades judiciales porque sabía por el tipo que la policía del municipio protege al cartel local y encubre sus actividades.
Aún así, acudió a denunciar. Ante la inoperancia del Ministerio Público y juzgados, contrató a una abogada de la Ciudad de México, feminsita y experta en tratar asuntos de violencia familiar. Le aseguró que podían conseguir una sentencia por violencia de género.
No obstante, las ilusiones duraron poco, la propia abogada le dijo que dada la situación en el gobierno municipal y estatal, su agresor podría evadir una sentencia y atacarla, así que le recomendó llegar a un acuerdo con el padre.
La primera desilución dio paso a darle seguimiento a lograr un acuerdo por escrito. Finalmente se dio. Él se comprometió a entregar unos miles de pesos al mes, dinero narco, claro está, para la manutención del niño y la suya propia.
El resultado terminó diluyendo sus ganas de pelear por ella y por su hijo. Aún tiene la idea de obtener la custodia total del menor, pero ya sin la convicción que mostraba al inicio de la batalla legal. De novia de narco, pasó al papel de ex del mismo narco, con ingresos seguros y cierta lejanía de la violencia que le estaba proporcionando el sustento a ella y a su hijo. De las viejas intenciones de estudiar en la capital, lo que había quedado era la duda de si alguna vez debería salir huyendo con rumbo a la Ciudad de México, a alcanzar a los familiares que ya había sido desterrados por el narco.