Según Adolfo de la Huerta, reconocido el triunfo electoral de Álvaro Obregón, su mayor deseo era volverse a Sonora, para continuar con su gestión como gobernador constitucional. Pero el general manco, en el umbral de la presidencia, insistió: “Fito” era parte esencial del equipo. Era necesario en la cartera de Hacienda. “Yo necesito gente que, además de ser amiga, sea útil. Tú has demostrado que entiendes esos asuntos de finanzas y es preciso que me ayudes a resolverlos”.
No solo sabía de economía y de administración. Acaso Obregón no se lo dijo, pero el talento negociador de Adolfo de la Huerta era un activo con el que se precisaba contar. ¿Acaso no había sido él quien logró persuadir a Francisco Villa de que se bajara del caballo y depusiera las armas? Para conseguir algo así, había que hilar muy fino, y “Fito” lo había conseguido. Sumado a sus habilidades técnicas en materia de economía, decididamente, Fito no podía volverse a Sonora. La patria lo reclamaba.
Todavía hizo un intento de zafarse del asunto: ¿no podría el general Obregón buscar a otra persona para el cargo. La respuesta fue contundente: “No: los financieros no se dan en maceta. Tú ya demostraste tus posibilidades y tienes el deber de ayudarme; así es que te quedas en la Secretaría de Hacienda”. Y así ocurrió.
DE LA HUERTA, SUS VIRTUDES Y LOS ESTADUNIDENSES
Fito de la Huerta, que asumió la cartera de hacienda el 1 de diciembre de 1920, conocía bien a los gringos. Había aprovechado muy bien el tiempo en que fungió como cónsul general de México en Nueva York, comisionado por el gobierno de Venustiano Carranza, y, además de perfeccionar sus habilidades como cantante de ópera -y hacerse amigo, nada menos, que del gran Enrico Caruso- estableció contactos, conoció a los hombres del poder político y del poder económico de la Unión Americana. Seguramente Obregón pensaba en esos factores cuando insistió en que debía integrarse al gabinete.
Porque el joven gobierno obregonista necesitaba dinero, necesitaba explorar las posibilidades de renegociar la deuda pública, y requería el reconocimiento estadunidense. No era poca cosa el tamaño del reto, y Obregón juzgó que De la Huerta podía allanar el camino para conseguir todos esos objetivos.
Pasaron los meses. Fue Adolfo de la Huerta el que dio fluidez a los enormes recursos exigidos por José Vasconcelos para la fundación de la Secretaría de Educación Pública, para financiar su ambiciosísimo proyecto editorial y para construir el espléndido edificio sede de la nueva cartera. Alguna vez, cuando hizo cálculos de lo que se necesitaba, De la Huerta llegó a decirle al acelerado fundador de la SEP: “Va el dinero. Bien empleado está. ¡A veces una movilización de tropas nos cuesta 400 mil pesos!”
Fue, también, Fito de la Huerta quien dio lo que hoy llamamos “suficiencia presupuestaria” a las conmemoraciones del Centenario de la Consumación de la Independencia, en septiembre de 1921. Aunque Vasconcelos hizo una pataleta monumental, porque eso era quitarle recursos a su proyecto, De la Huerta sabía que el manejo diplomático para conseguir el reconocimiento internacional del gobierno del que formaba parte, era necesario y urgente. Por eso apoyó el proyecto del canciller, Alberto J. Pani, que resultó bastante exitoso con respecto a los lazos que se establecieron con los países de Centroamérica, América del Sur y algunas importantes naciones de Europa.
Pero lo verdaderamente importante vino después. En mayo de 1922, De la Huerta fue comisionado por la presidencia de la República para tratar con el Comité Internacional de Banqueros. Se trataba de arreglar un asunto capital: los términos de la deuda exterior, y reanudar su servicio.
Fito marchó a Estados Unidos, a reunirse con el Comité de Banqueros que presidía Thomas Lamont. Era urgente aquella renegociación. Habían pasado meses desde que no se pagaban los intereses de la deuda externa. Los acreedores no solo eran de origen norteamericano; también había pendientes con la banca internacional. Exigían el pago inmediato de todo el adeudo, amenazando con recurrir a la incautación inmediata de los ferrocarriles, a la que tenían derecho sin más trámite judicial, de acuerdo con las correspondientes escrituras hipotecarias, y no se tentarían el corazón para intervenir las aduanas mexicanas, fuente segura de ingresos para el gobierno.
El comité que recibió a De la Huerta estaba integrado por tres delegados franceses, tres ingleses, tres alemanes y cinco estadunidenses. Escucharon un mensaje del presidente Obregón, donde se reconocía que las condiciones económicas del país habían mejorado considerablemente: México, en vista de esa mejoría financiera, deseaba honrar sus compromisos. llevando como único acompañante a Olallo Rubio, De la Huerta se presentó ante el comité.
Adolfo de la Huerta contaría después que los banqueros se mostraron extremadamente duros y exigentes. Al cuarto día, De la Huerta retornó al hotel presa de gran desaliento. Sin embargo, no se rindió. Era junio de 1922, y finalmente, el secretario de Hacienda, que había estado informando por vía telegráfica, al gobierno en la ciudad de México, envió un documento que resumía los términos de una negociación que, al fin y al cabo, había resultado de lo más exitosa.
“Fue la garantía gubernamental”, escribió De la Huerta, “lo que impidió que los acreedores incautaran bienes y recursos nacionales. Porque los acreedores exigían el pago inmediato de cuarenta millones de pesos, a cuenta del total de ese adeudo y la entrega de iguales abonos anuales aumentados progresivamente en cinco millones de pesos, hasta alcanzar al importe de todos los servicios corrientes”.
"Con la garantía gubernamental” -reportó Fito de la Huerta- “se evitó que los acreedores de los ferrocarriles entraran en posesión de nuestras líneas, de acuerdo con los derechos que les concedían las hipotecas, salvándose, de esta manera, todos los peligros que entrañaba semejante acto en el terreno político, en el interior y en el internacional”. Los adeudos internacionales, sumados a la deuda ferrocarrilera alcanzaban la exorbitante suma de mil millones de pesos, y no se habían pagado ni intereses ni capital, ¡desde 1913!
Así, renegociando plazos y montos, reiterando una y otra vez la voluntad del gobierno de Álvaro Obregón para devolver a México su calidad crediticia ante la banca internacional, fue que Adolfo de la Huerta empezó a allanar el panorama económico. Hubo quienes, defensores de De la Huerta años después, especularon que fue en ese mismo 1922 cuando en el alma de Obregón empezó a germinar una oscura emoción respecto del hombre que había ayudado a estabilizar la economía mexicana a fuerza de talante negociador. Decían aquellos recelosos, que el general manco, con todo y ser presidente de la República, empezaba a tener celos de la eficacia de su secretario de Hacienda. A la vuelta de un año, la relación se había deteriorado a grado tal, que el sobrio contador se lanzaría a encabezar una rebelión que estaba destinada al fracaso.
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