A pesar de que en la primera década del siglo XXI la violencia aumentó notoriamente en todos los rincones del país, los arranques de las pasiones humanas, el descubrimiento de brutales sucesos de violencia, siguieron alimentando la tradición de la nota roja. Pero las cosas cambiaron también: las herramientas de la investigación policiaca avanzaron en el desciframiento de las mentes criminales. Y, sin embargo, el descubrimiento del horror, de las profundidades que puede alcanzar la violencia humana, no ha dejado de sorprendernos.
La figura del asesino serial pareció convertirse en una moda mediática con el nuevo siglo: lo que en la última parte del siglo XX era un caso excepcional, digno de buenas películas de suspenso o novelas inquietantes, empezó a volverse aterradoramente cercana a la vida de todos los días. Sí: un personaje cualquiera, al que un gesto, una palabra, un movimiento, podía convertir en una máquina de matar. Podía vivir en el edificio o en el departamento de enfrente; podía vender periódicos o servir el café. Podía ser, en verdad, cualquiera. Así de cerca estaba el mal, fuese una ciudad pequeña o las grandes metrópolis. Y no, no era el guion de una teleserie. Esas cosas terribles ocurrían, sin que la gente, que a diario está en sus cosas, que atiende sus asuntos, que busca su particular sobrevivencia, no alcanza a percibir.
En el otoño de 2007, la revelación de una de esas historias, que los amigos del lugar común vieron, al principio, como un crimen pasional, de esos que llenan páginas desde hace siglos, no tuvo el final rápido que los escritores de sucesos conocen tan bien. Con una desaparición empezaba una cadena; con un hallazgo afloró el horror. Esa vez, tenía la forma de un hombre relativamente joven, que proclamaba su condición de poeta y dramaturgo. La desaparición de la que en esos días era su novia, fue el elemento que echó a andar la maquinaria: los crímenes que cometió provocaron que la prensa policiaca le acomodara un sobrenombre estremecedor: el Caníbal de la Guerrero.
Su historia aterraría a la ciudad.
Así empezaron las cosas: Alejandra, dependienta en una farmacia de la colonia Guerrero, no llegó a su trabajo el 5 de octubre de 2007. Había dejado a sus dos hijos pequeños con su madre, y se marchó. Nadie la volvió a ver.
Muchas desapariciones no se resolverían sin el amor y la insistencia de las familias de las víctimas. Esas familias denuncian, presionan, no temen acercarse a los medios de comunicación si la autoridad las ignora o les da largas. Con el siglo XXI, se empezó a configurar un nuevo activismo, centrado en la búsqueda de mujeres desaparecidas, violentadas.
México sabe mucho de eso. La última década del siglo pasado fue el escenario de los asesinatos y desapariciones que se resumieron en una expresión tremenda: Las Muertas de Juárez. Aquel caso lleno de caminos torcidos se quedó en la memoria de la gente. Poco a poco, la indignación ante la brutalidad, ante los muchos niveles de maltrato a las mujeres generó nuevas reacciones, las de una sociedad que se niega a callar y a soportar la impunidad.
Eso fue lo que ocurrió en octubre de 2007, cuando Alejandra no llegó a su trabajo, y luego no volvió al lado de su familia. Soledad, madre de la muchacha no iba a permitir que su hija se desvaneciera como otras, que no tuvieron quién preguntara por ellas.
Porque la familia de Alejandra insistió, y señaló al novio de la muchacha, un hombre llamado José Luis Calva, como una de las personas que podrían dar pistas para encontrarla, la capital mexicana se asomó al pozo del horror. Los familiares de la chica dieron las señas de aquel hombre: vivía en la colonia Guerrero, en el 198 de Mosqueta.
Allí llegó la policía judicial, porque nadie se quiso olvidar de Alejandra: los agentes llamaron a la puerta. Desde el otro lado, una voz masculina respondió: “Ya le dije a la madre de Alejandra que no sé nada, que yo tampoco la he visto”. Pero los judiciales traían una orden de cateo. La puerta se abrió. Un hombre de cabello cano y corto estaba en la puerta. Cerca de él, una maleta atiborrada de papeles, estaba a la vista. Se le notificó que la familia de Alejandra lo consideraba probable responsable de la desaparición de la muchacha. Él insistió: hacía dos semanas que no la veía; él no sabía nada.
No le valieron las réplicas: los agentes empezaron la rutina del cateo por un departamento en penumbras. José Luis Calva se puso nervioso. De repente, dio un salto, corrió a la ventana que daba a la calle, e intentó escapar por ahí. El nerviosismo y la impericia cortaron su escape. Trataba de agarrarse de los balcones, de los cables. No pensaba que estaba en un cuarto piso, solamente quería huir. Resbaló. Se golpeó la cabeza contra un tubo. Dando tumbos, aterrizó en la calle. Todavía quiso correr. En la esquina cayó al suelo. Los judiciales llamaron a la Cruz Roja. Mientras lo subían a la ambulancia, Calva, semiinconsciente, preguntaba por sus papeles.
En el departamento 17 de Mosqueta 198, apenas empezaba la tragedia. Al encender las luces, los judiciales se dieron cuenta de que estaban ante un caso terrible: hallaron el cuerpo desmembrado de la muchacha desaparecida. En la cocina había dos trozos de carne en una sartén. Ante el horror del hallazgo, los judiciales no pudieron menos que pensar que Calva había comido fragmentos del cuerpo de la mujer.
Así empezó a circular la noticia. Mientras el asesino de Alejandra era internado en el hospital de Xoco, las secciones policiacas empezaban a preparar la nota del día siguiente. Con el dramatismo literario y las tintas cargadas propias del oficio, le asignaron un sobrenombre inolvidable: El Caníbal de la Guerrero.
El cateo en el departamento de la colonia Guerrero también recuperó la maleta de papeles que tanto importaba al asesino de Alejandra. Eran poemas, escritos, el borrador de una novela. Calva, internado en Xoco, declaró que era poeta y dramaturgo; que las letras eran su oficio y su pasión. La hipótesis del canibalismo surgió de uno de aquellos materiales, titulado “Instintos Caníbales”, a la que el criminal puso una portada que a la luz de los sucesos, resultó macabra: una foto de él mismo, caracterizado como Hannibal Lecter, asesino serial, protagonista de novelas y películas.
Arraigado por un mes, el asesino de Alejandra intentó actuar como si fuera un enfermo mental. Pero interrogado de manera insistente, a medida que se recuperaba, empezó a hablar. Sí, había matado a su novia. Pero no se detuvo en aquella confesión.
Los mecanismos dañados de la mente de José Luis Calva echaron a andar. Sí, mató a Alejandra. Y a Verónica. Y a la muchacha que trabajaba como prostituta….
Las autoridades empezaron a rastrear: Verónica también había sido novia de Calva. Desapareció en la primavera de 2004. A ella la encontraron, en las mismas condiciones que a Alejandra, tirada en un baldío. Apareció otro expediente: una denuncia por violencia sexual y maltrato de una joven profesora, que también había tenido un noviazgo con Calva, quien siguió hablando. Era el responsable de otra muerte, la de una sexoservidora, hallada en las cercanías de Tlatelolco.
Nuevamente, las herramientas psicológicas revelaron la tormenta interna del Caníbal de la Guerrero: maltratado de niño, vida llena de miseria y violencia, víctima de abuso sexual. Una violencia brutal afloraba en sus relaciones afectivas, y se vinculaba con rencor y odio hacia su madre. En todas aquellas mujeres que creyeron en su enamoramiento, se cobraba el dolor de su infancia. Contrajo matrimonio, tuvo dos hijas. También terminó en separación y soledad.
¿Cómo era posible que Calva hubiera conquistado a varias mujeres? Aseguró que se las ganaba con detalles, con versos, con hermosas palabras, con atenciones. Después, las cosas cambiaban: se volvía brutal y violento; con algunas de ellas ejerció violencia sexual.
A fines de octubre de 2007, José Luis Calva fue llevado al Reclusorio Oriente. El proceso, seguido con horror y curiosidad por muchos, estuvo lleno de imágenes dolorosas: las madres de Alejandra y Verónica lo señalaron como pareja de sus hijas. Las confesiones eran aterradoras: “Sí las maté, pero no me las comí”, afirmó.
Los estudios psicológicos demostraron que el asesino reconocía plenamente el carácter ilícito de sus actos. Era adicto a la cocaína y padecía alcoholismo. Los peritos forenses confirmaron que los trozos de carne frita hallados provenían del cuerpo de Alejandra. Las autoridades anunciaron que solicitarían la pena máxima de prisión, al menos 50 años encarcelado, para el asesino, quien además aseguró que un hombre, pareja suya, le había ayudado a desmembrar los cadáveres.
Poco duró la prisión de José Luis Calva: el 11 de diciembre amaneció ahorcado en su celda. Brotaron las especulaciones. Se dijo que lo habían mandado matar. Las autoridades determinaron que se había suicidado. La hermana del asesino serial aseguró que el cuerpo de su hermano tenía señales de tortura. La versión oficial prevaleció, acaso porque la brutalidad de los crímenes de aquel hombre había borrado para él, la posibilidad de la piedad.
Cuando lo velaban, un hombre, hermano de una de sus víctimas, exigía en la puerta que lo dejaran pasar. Quería cerciorarse de que el Caníbal de la Guerrero estaba muerto.
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