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La atroz muerte del traidor Aureliano Blanquet

No tuvieron buen fin los hombres de confianza de Victoriano Huerta; el médico Aureliano Urrutia, a quien se le achacaban algunas desapariciones y muertes de opositores, hubo de exiliarse, y cada vez que volvía a tierra mexicana, ahí estaban los familiares del diputado Serapio Rendón para exigir su inmediato encarcelamiento. Murió de más de 100 años, pero sin encontrar la paz o el olvido.

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Los exaltados del carrancismo aseguraron que 20 mil personas desfilaron en Veracruz para ver la cabeza cortada del traidor Blanquet. Los exaltados del carrancismo aseguraron que 20 mil personas desfilaron en Veracruz para ver la cabeza cortada del traidor Blanquet. (La Crónica de Hoy)

El muerto había sido un hombre grueso, corpulento. No estaba tan fácil cortarle la cabeza, pero los dos soldados del 40 regimiento de la caballería carrancista tenían que cumplir las órdenes de su jefe, el general Guadalupe Sánchez: en esta ocasión, no bastaba con matar al perro; había que volver con las pruebas. Así que aquellos hombres descendieron por la barranca de Chavaxtla, en Veracruz, para recuperar los despojos del hombre al que, antes de pronunciar su nombre, Aureliano Blanquet, ya se le anteponía el calificativo de “traidor”.

Rápido había corrido el tiempo para ese, que ya era cadáver, entre 1913 y 1919: desde joven había el trajín diario del militar; poco a poco había ganado ascensos, y cuando la revolución maderista mandó al exilio a don Porfirio, él, como tantos otros, había conservado su puesto, e incluso logró progresar, ascender.

Pero Madero gobernó solamente quince meses, entre la inestabilidad y los levantamientos. Cuando sobrevino el primer cuartelazo, el 9 de febrero de 1913, el país cayó en un torbellino de violencia, donde sólo el más astuto, el general Victoriano Huerta, logró quedarse con el poder. Y con él, Aureliano Blanquet conoció otra esfera del poder; se convirtió en uno de los más cercanos a aquel personaje extraño, violento, frecuentemente alcoholizado, pero con la suficiente habilidad para imponerse a los iniciadores del golpe que le costó la vida a Madero y a Pino Suárez. Sí, Victoriano Huerta era un personaje insólito, oscuro e incomprensible para algunos. Pero para Blanquet, valorando su conveniencia, la guía básica de un buen soldado, la disciplina, era la mejor ruta a seguir, si quería salir con bien de aquel río revuelto, donde el menos escrupuloso era el que tenía todas las fichas para salir ganador.

A los primeros golpistas, los generales Bernardo Reyes, Félix Díaz y Manuel Mondragón, la maniobra les había salido mal: de hecho, Reyes era, nada menos, que la primera víctima de la Decena Trágica. Confiado, quiso penetrar a Palacio Nacional, seguro de que sus aliados lo habían tomado durante la madrugada del 9 de febrero. No contó, soberbio, con la lealtad institucional de un viejo conocido, Lauro Villar. Así habían salido las cosas: para mediados de 1913, se habían dado cuenta de que, ignorando los términos del pacto de febrero, Huerta no tenía la menor intención de cederles el poder, y de hecho estaban perdiendo posiciones: Manuel Mondragón había sido el primer ministro de Guerra del régimen huertista, y cuatro meses después abandonaba el puesto y Blanquet asumía la posición.

Esa era la recompensa por mantenerse fiel a la estructura militar; ese era el premio por las peores maniobras de los días del golpe, y todavía habría más para Aureliano Blanquet.

Aureliano Blanquet había nacido en Morelia, en 1848. Aparentemente, era un muchacho de 18 o 19 años cuando se unió a las fuerzas republicanas para luchar contra la invasión francesa y el imperio. Durante años corrió una leyenda, según la cual, el muchacho Blanquet había formado parte del pelotón que fusiló a Maximiliano de Habsburgo en el Cerro de las Campanas. Es más, se contó, durante mucho tiempo, que él le había dado el tiro de gracia al desventurado archiduque.

Blanquet simplemente se dejaba halagar cuando alguien sacaba a relucir aquel hecho trascendente. Hasta bien entrado el siglo XX hubo quien desmintiera aquella historia, nada menos que el famoso sargento Manuel de la Rosa, veterano de la batalla del 5 de mayo, quien sí formó parte de los ejecutores del emperador y sus colaboradores cercanos. Pero durante años, Blanquet dejó que corriera el relato, que era casi como tener una condecoración.

Los malquerientes de Blanquet, que fueron muchos a partir del golpe a Madero, aseguraban que originalmente su apellido era Blanquete, y que, por presunción, aquel joven militar lo había modificado. En 1877 ya tenía grado de subteniente. Leal integrante del ejército que llevó al poder a Porfirio Díaz, desde el lanzamiento del plan de Tuxtepec, se había ido ganando sus ascensos, rigurosamente atenido al escalafón y por méritos en las muchas campañas militares en las que participó.

Del mismo modo que Huerta, pese a tener la especialidad de ingeniero topógrafo, se ganó los ascensos por su rigor y su brutalidad a la hora de comandar tropa que sofocara las rebeliones indígenas o los levantamientos que perturbaban la paz porfiriana, Blanquet también fue, en diversas ocasiones, enviado a ahogar la inconformidad en poblados y regiones donde empezaba a aflorar la señal manifiesta de que la era del presidente Díaz se empezaba a desvanecer.

Al nacer el siglo, Aureliano Blanquet ya había hecho méritos en las campañas contra las rebeliones de los indios mayas; llegó a formar parte del estado mayor del general Bravo, célebre por haber derrotado a los levantiscos. Desde entonces se hablaba de la brutalidad del militar michoacano; se contaba que en los días en que mandó tropa en el territorio de Quintana Roo, solía desollar a los mayas que caían prisioneros, y los dejaba tirados al sol inclemente de la península. De él se contaron cosas más terribles.

En los días del triunfo de la revolución maderista, Blanquet tenía mando de tropa en Puebla. Nadie pensaba en las atrocidades militares de años anteriores, y, cuando Victoriano Huerta fue enviado a combatir a los orozquistas y zapatistas que se habían rebelado, insatisfechos por la lentitud de Madero para resolver sus demandas, Aureliano Blanquet fue asignado a aquella misión, de la que Huerta volvió a la capital, convertido en poco menos que un héroe militar a los ojos del presidente Madero.

A la fama de despiadado de Blanquet, se sumó la de traidor cuando secundó las maniobras golpistas de Huerta. Triste papel se le asignó: el 18 de febrero de 1913, envió a uno de sus subordinados cercanos, el teniente coronel Jiménez Riveroll, a aprehender a Madero y a sus colaboradores, que se encontraban en las oficinas presidenciales de Palacio Nacional. Al resistirse Madero, la furia se desató: el estado mayor defendió al presidente, que se salvó porque Marcos Hernández, su primo, lo cubrió con su cuerpo. Los capitanes Montes y Garmendia mataron a Jiménez Riveroll.

Madero salió al patio de honor de Palacio, donde Blanquet lo aprehendió: “¡Es usted mi prisionero!”, gritó. Blanco de ira, Madero lo encaró: “¡Es usted un traidor!”

Blanquet recibió el insulto sin inmutarse: el presidente y el vicepresidente Pino Suárez fueron encerrados en la Intendencia, y ya no saldrían sino a encontrarse con la muerte. Las memorias apócrifas de Huerta aseguran que el general traicionero lamentó amargamente la muerte de Jiménez Riveroll.

Blanquet obtuvo su recompensa: fue ascendido a general de división, y para junio de 1913 fue nombrado ministro de Guerra y Marina. Había llegado a la cumbre, a fuerza de pura disciplina y obediencia, que habían sido coincidentes con sus ideas respecto al régimen maderista.

Pero, se sabe, el régimen huertista carecía de legitimidad y desató la gran oleada revolucionaria. La oposición bullía en todo el país, y Huerta disolvió al congreso: preparó elecciones, donde, desde luego, se postuló como presidente, llevando en fórmula, y como candidato a vicepresidente, a Aureliano Blanquet. Los otros candidatos no tuvieron margen de maniobra: Félix Díaz, quien una vez más vio cómo se esfumaba su sueño de ser presidente -todo por creerle a Huerta- y el ingenuote de don Federico Gamboa, que tuvo la ocurrencia de aceptar la candidatura del Partido Católico.

Pero, se sabe, que el huertismo no tuvo larga vida. A la caída del régimen, en 1914, ambos militares se exiliaron. Los caminos de aquellos hombres se separaron. Blanquet se quedó en Cuba.

Aureliano Blanquet regresó a México en 1919 para integrarse a un movimiento ¡otro! Que encabezaba Félix Díaz, que ahora pretendía enfrentarse a las fuerzas carrancistas. Había estado sumando apoyos, buscando alianzas, y en octubre de 18, el “sobrino de su tío”, apodo burlón con el que cargaba desde hacía mucho, lanzó un “manifiesto patriótico” por el cual daba a conocer su deseo de acabar con los “abusos carrancistas”.

La verdad es que Félix Díaz nunca fue un militar de genio. Como las otras veces en que había echado a andar un levantamiento, fracasó. Veracruz fue el teatro de sus nuevas desdichas, que le costarían la vida a Aureliano Blanquet.

Era marzo de 1919 cuando aquel hombre volvió a tierra mexicana, desembarcando en playas veracruzanas. Díaz le dio la bienvenida y lo nombró “Segundo Jefe”. Estaban alegres, hicieron planes. Hicieron un recorrido que les tomó tres días, para cruzar la vía del ferrocarril Interoceánico, entre dos poblaciones, Coralillo y Muñoz.

Pero ahí los sorprendieron las fuerzas carrancistas del general Pedro M. González. Los nuevos felicistas se desbandaron. El regimiento que mandaba Guadalupe Sánchez fue tras Blanquet y dos o tres que lo seguían. La muerte fue terrible, pero absurda: intentaron bajar a caballo por la barranca de Chavaxtla, en lo que hoy es el municipio de Huatusco. Los animales no pudieron mantener el equilibrio y se desbarrancaron. Blanquet cayó hasta el fondo, aún unido a su caballo, y, según apreciaron los soldados constitucionalistas que bajaron en su busca, había muerto instantáneamente. Hallaron a un acompañante del Blanquet, el general Francisco de Paula Álvarez, gravemente herido de un pie. A Álvarez, lo ayudaron a subir, y quedó prisionero. Corpulento como fue en vida Blanquet, era complicadísimo pensar en subir el cadáver. Guadalupe Sánchez ordenó se cortara la cabeza, para llevarla como prueba de su muerte; que el resto del cuerpo alimentara a los animales de la sierra.

Y así sucedió: con un cuchillo, de los que la tropa llamaba “sacatripas”, y una piedra, iniciaron la complicada tarea de decapitar a Aureliano Blanquet. Pusieron la cabeza en un cesto, y la subieron. Luego, se fueron para Veracruz, para mostrar su macabro trofeo.

Aquello se volvió verbena: se dijo, exagerando, que hasta 20 mil personas habían ido a ver la cabeza, que se puso a la vista de todos en el puerto; unos decían que en el portal del Hotel Prendes, otros que en la guarnición militar. El periódico principal del puerto, El Dictamen, publicó la foto de la cabeza.

Un conocido de Federico Gamboa estaba en el puerto. Luego, lo visitó en la capital, llevando un par de grabados que retrataban la cabeza de Blanquet: “tiene un rictus agónico que resulta espantosa sonrisa, y los ojos horriblemente abiertos, pero ya clavados en el más allá.” Tenía razón don Federico. Todavía hoy, 102 años después, la cabeza de Aureliano Blanquet, la torcida sonrisa de aquella cabeza garantiza pesadillas para quien la mira, y habla de historias de traición y de una extraña justicia.

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