Nacional

Contra el carnaval en la nueva España

Terminaban la Semana Santa y la Pascua, y los habitantes de la Nueva España, en su fuero interno, comenzaban a esperar el regreso, a la vuelta de un año, de ese espacio donde todo se valía y todo era risas y fiesta: el carnaval. Pero a medida que los reyes de España se volvieron más modernos, las fiestas populares que ganaban la calle empezaron a resultar profundamente incómodas, y se discurrieron medidas diversas para ahogar ese estallido de alegría desbocada que era el preámbulo a la Cuaresma

Carnaval en Venecia
Tres días duraba el carnaval en la ciudad de México en los siglos virreinales, y al amparo de los disfraces, se tejían romances, travesuras y pequeños crímenes. Por eso las autoridades acabaron prohibiendo el uso de máscaras y antifaces en el siglo XVIII Tres días duraba el carnaval en la ciudad de México en los siglos virreinales, y al amparo de los disfraces, se tejían romances, travesuras y pequeños crímenes. Por eso las autoridades acabaron prohibiendo el uso de máscaras y antifaces en el siglo XVIII (Especial)

Carnaval: fiesta y máscara; oportunidad de hacer mil diabluras amparados en la protección e impunidad que da un antifaz o un disfraz. Eso era, en la Nueva España, ese periodo previo a los días de oración, ayuno y recogimiento que constituyen el camino hacia la Semana Santa. Se terminaba la Pascua, y, en el fondo de su corazón, muchos empezaban a esperar a que volvieran esos días trepidantes, donde las pasiones y las tentaciones afloraban, incomodando a las buenas conciencias del reino. 

Porque el carnaval es fiesta y esparcimiento, pero también válvula de escape para las tensiones sociales. Probablemente, esa fue la razón que llevó al primer virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza, a autorizar las fiestas del primer carnaval que hubo en el reino, en el muy lejano 1539.

 Pero al paso de los años y los siglos, el carnaval en la ciudad de México se había convertido en una de esas actividades callejeras y masivas que empezaron a incomodar a los muy modernos reyes del siglo XVIII, porque se apoderaban de lo que hoy llamamos espacio urbano, y lo convertían en un espacio, si bien lleno de algarabía y diversos entretenimientos, que podría encenderse como barril de pólvora con cualquier nimiedad y acabar en pleito callejero, en el mejor de los casos, o en tumulto y zafarrancho, en el peor. 

Porque, además, en las calles de la capital del reino había, permanentemente, una multitud compuesta por los más pobres, los más desharrapados de la ciudad: léperos, limosneros, lisiados y ciegos en permanente búsqueda de unas monedas que les permitieran sobrevivir. Aguadores que llevaban agua a las casas, cargadores que transportaban bultos, huacales y paquetes de un lado para otro y hasta los artesanos que teniendo talleres diminutos, preferían trabajar en la vía pública. 

Naturalmente, y muy parecido a lo que vemos hoy, se acomodaban, en plazas y calles, los vendedores de alimentos: pato enchilado (“¡con sus tortillas, mi alma!”), buñuelos, guisados, atoles y tamales; recargadas en cualquier muro, se armaban pulquerías semiambulantes, cuya clientela se emborrachaba entre los caminantes. 

El poder político, para no ser menos y ejercer el control de aquellas multitudes, también operaba en la vía pública: la Iglesia católica efectuaba procesiones y ceremonias en la calle; la impartición de los tremendos castigos a los criminales se llevaba a cabo en la Plaza Mayor, igual que los autos de fe. Los quemaderos para herejes y demás procesados por la Inquisición, estaban también en la ciudad, aunque en sus orillas. Las llegadas y despedidas de virreyes, las ceremonias por el nacimiento de un príncipe o la muerte de un rey, eran también asuntos que transcurrían en las calles. 

Con la llegada del carnaval, ese universo abigarrado y ruidoso se convertía en un caldero bullente, todavía más inquietante, en una ciudad con severos problemas de suciedad, que se anegaba fácilmente y que en tiempos de lluvia se convertía en un lodazal. Pero todo eso empezó a cambiar con los muy modernos virreyes que España envió en el siglo XVIII, y que, al sanear, ordenar y devolver a la gente a sus casas o regular sus actividades en la vía pública, empezó a tomar el control de las calles. Los carnavales también entraron en sus planes. 

TRES DÍAS DE FIESTA CONTINUA 

La verdad es que los tres días que duraba el carnaval en la ciudad de México eran una especie de torbellino. Eran los tres días previos al Miércoles de Ceniza, y si hubiera necesidad de resumir en una sola palabra la sensación colectiva, tal vez esa seria “libertad”. En todas las calles de esa, la diminuta ciudad virreinal, había bailes, cantos y paseos. Era difícil encontrar a alguien que no se hubiera embriagado. Era una sensación de “todo se vale”, antes de entrar en el periodo de recogimiento y ayuno. 

Ese “todo se vale” tenía llamativos alcances. Mucha gente se disfrazaba, o se ponía un antifaz, y amparados en la máscara, hacían cosas que en otras condiciones no se atreverían a hacer: aquel se lanzaba a cortejar a la esposa de su mejor amigo, esta, con un traje de fantasía, se ponía a bailar alguna de las danzas prohibidas en una plaza cualquiera de la ciudad. Se conservan narraciones de romances fugaces y candentes que iniciaban con el carnaval y que se extinguían tres días después, sin que los protagonistas supieran bien a bien a quiénes habían besado o compartido un rato de intimidad. 

Esto tenía un alcance político y un rebote en materia de justicia: amparados en los disfraces, había quienes se burlaban o insultaban a las autoridades de la ciudad, o recorrían las calles ridiculizando a gordos y flacos, viejos o feos. Al menos en dos ocasiones, en la primera mitad del siglo XVIII, las autoridades insistieron en que no estaba permitido que los hombres aprovecharan el carnaval para vestirse de mujeres. 

Otro extremo de ese “todo se vale” que preocupaba a las autoridades era la presencia de los indios en las calles. Desde que se hizo la primera traza de la ciudad, se había enviado a los indios a vivir en las afueras. Los sitios donde habitaban eran llamados “pueblos de indios”, y había muchos, pequeños y cercanos en torno a la ciudad. En el carnaval, ellos también se sumaban a la fiesta generalizada, y no había restricción para su permanencia en las calles. La memoria de algunos célebres tumultos era el motivo de la inquietud del gobierno de la ciudad, que, muy probablemente, sentía que, durante un carnaval, era muy fácil que, por cualquier incidente pequeño, el orden se les fuera de las manos. 

CONTRA EL CARNAVAL 

La campaña gubernamental contra el carnaval ocurrió por etapas, pero más o menos constante. La Iglesia empezó, hacia 1722, por prohibir que entre los disfraces usuales se incluyeran los de fraile o eclesiástico. Luego, se insistió en que ni los hombres debían vestir de mujer, ni las mujeres de hombres, aunque parece que el asunto era más bien de varones vistiendo trajes femeninos. Después, se empezó a prohibir que la gente usara antifaz o que su disfraz le ocultara el rostro. Se prohibió, tajantemente, en 1731, recurrir al disfraz. 

En ese sentido la medida era clara: quitando la “impunidad” que venía con el anonimato, se esperaba reducir los casos de burlas, insultos o robos y crímenes diversos. La medida constituyó un golpe mortal al carnaval, que en otros tiempos había sido el escenario de vistosas y multitudinarias mascaradas o fiestas de disfraces. 

El virrey Juan de Acuña, marqués de Casa Fuerte, fue inflexible: al que persistiera en el uso de máscara o disfraz, le tocarían 200 azotes y si se trataba de españoles no hidalgos, les daban dos años de presidio. Si eran hidalgos, la pena se extendía a seis años, y si se trataba de alguien perteneciente a alguna de las variopintas castas, les daban 200 azotes y seis años de trabajo forzado en obrajes. Nadie se quejó y nadie armó bronca callejera. 

El castigo era lo suficientemente duro para que el más pintado considerara que no valía la pena desafiar el bando del virrey. Así se fue apagando el carnaval en la ciudad de México, y por extensión en muchos otros sitios. Como siempre ha ocurrido en nuestro país, hubo lugares donde no valieron bandos ni amenazas, y los carnavales sobrevivieron hasta el presente, para hacer las delicias de quienes asisten a él.

Copyright © 2023 La Crónica de Hoy .

Lo más relevante en México