La tragedia empezó en aquella mañana dominical de febrero de 1913, aún antes de que los capitalinos terminaran de escuchar misa. El primer muerto había sido el general Bernardo Reyes, y desde ese momento, la Parca no había tenido momento de descanso, y todavía
a fines de aquel mes aciago, la prensa reconocía que, a pesar de todas sus pesquisas, era realmente imposible determinar cuántas eran las víctimas de aquellas semanas de infierno. Ni siquiera se sabía cuántos eran los fallecidos en ese primer tiroteo. La intensidad del conflicto había impedido dar digna sepultura a los caídos, de todos los bandos, y, temiendo el peligro de una epidemia, la quema de cadáveres se dio en varias calles: Regina, la Calle Ancha, las cercanías de la Ciudadela. Así se borró su huella de esta tierra, así se desvanecieron sus nombres. Unos pocos afortunados tuvieron una tumba con su nombre, como Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, Gustavo A. Madero, cuyos parientes alcanzaron a rescatarlo de la fosa común del Panteón de Dolores, o aquel esforzado militar que cayó en la Ciudadela, defendiendo el lugar del asalto de los golpistas de Félix Díaz, y que todavía hoy descansa a pocos metros del sepulcro del presidente asesinado.
Pero, si bien es cierto que lo peor había pasado, México no era el mismo, por más que en la capital comercios y sitios de entretenimiento se esforzaran en atraer clientela, en ofrecer un rato de alegría. La oscuridad continuó por un buen rato, porque nadie sabía a qué atenerse con Victoriano Huerta, posesionado del poder.
Corrían los rumores acerca del presidente que, mediante la amenaza y las maniobras torcidas había llegado a la silla presidencial: que nunca dormía en un mismo sitio; que no acordaba en el despacho de Palacio, ahí donde sólo la lealtad del Estado Mayor le salvó la vida, por unos días, a Francisco Madero; se contaba que se movía constantemente, en automóvil, por las calles de la ciudad, acompañado permanentemente por “el señor Hennesy”, es decir, apurando botellas enteras de coñac de la mejor calidad. Nadie vivía con tranquilidad en la ciudad de México, en 1913: ni siquiera el oscuro personaje que le había ganado la partida a todos los que ambicionaban quedarse con el poder.
Por eso, la muerte tuvo varios encargos, igual de brutales, igual de violentos que los de febrero. Por eso, en su lista de pendientes estaba una serie de caballeros que a los ojos de Victoriano Huerta eran un reproche constante: eran aquellos hombres que desde la tribuna legislativa no dejaban de recordarle su calidad de asesino y de traidor de alto calibre, acaso el peor de toda la historia de México.
Fueron varios los crímenes políticos cometidos durante los primeros meses del breve gobierno de Victoriano Huerta: el primero, se sabe, fue Gustavo Madero, no sólo hermano del presidente, sino también diputado de lo que era conocido como el “bloque renovador”. Otros diputados corrieron suerte similar. Se sabía que el congreso resultaba muy incómodo al huertismo, por los resabios del espíritu maderista que todavía quedaban ahí. Con el tiempo, se hizo una lista de víctimas, unas más notorias que otras: el yucateco Serapio Rendón, Adolfo C. Gurrión, Néstor Monroy, Edmundo Pastelín, y el chiapaneco Belisario Domínguez.
Varios de ellos fueron alcanzados por la muerte fuera de la ciudad de México: el huertismo tenía el brazo largo y a Pastelín lo arrebató en tierras tabasqueñas; a Monroy en la capital. Buena parte de la cámara de diputados fue encarcelada desde fines de febrero de 1913 y se quedaron en prisión más de medio año. De alguna manera, estar tras las rejas los mantuvo relativamente a salvo de las obsesiones de Huerta.
Pero otros no corrieron con la misma suerte. Los casos más conocidos son los de Serapio Rendón y Belisario Domínguez, y se volvieron excepcionales tanto por la valentía de aquellos dos hombres como por la violencia con la que les arrebataron la vida.
A Serapio Rendón se lo llevaron a fines de agosto de 1913. Desoyendo los consejos de todos aquellos que lo apreciaban bien, Rendón no había escapado de la capital. No se iba del país por una razón muy simple, alegaba: no tenía un clavo. “Yo soy pobre, y bien pobre”. No tenía manera de abandonar a su familia asegurándoles el sustento. “Yo no he hecho negocios ni chanchullos, como muchos”.
Se sabe que el 22 de agosto Rendón cenó en casa de la acaudalada señora Clara Scherer, en una mansión de Paseo de la Reforma que ya no existe. Ahí, muchos amigos le insisten: vete del país, Serapio. Nosotros costearemos el viaje, veremos por tu familia, pero vete, por favor.
A fuerza de tanto insistir, Rendón accede. Se irá el día 24, para tener oportunidad de disponer lo indispensable. Las amistades del yucateco, que acabó metido en política por su cercanía con el difunto José María Pino Suárez, respiran aliviadas.
La cena termina. Nuevamente, los amigos se ponen tercos: desean que Rendón se quede a pasar la noche en casa de la familia Scherer. El diputado rechaza amablemente la oferta. Un asistente a la cena, Jorge Vera Estañol, se ofrece a llevarlo en auto a su domicilio. Rendón también rechaza el ofrecimiento. Vive muy cerca, alega, un poco apenado. Él se irá caminando a su hogar.
Apenas ha caminado unos minutos, cuando un auto de la policía lo intercepta, a la altura de la glorieta donde hasta hace poco estaba la estatua de Cristóbal Colón. Lo sacan de la ciudad y lo trasladan a Tlalnepantla, a un cuartel.
Ahí, un coronel, Felipe Fortuño, jefe de rurales, ordena que lo encarcelen. “Ya sabe usted a lo que lo han traído” -cuentan que le dijo- “no volverá a pronunciar más discursos en la cámara ni a hacer política a mi general Huerta”.Pasan las horas. Serapio Rendón, en lo más profundo de su corazón, sabe que la muerte lo ronda. Caro le cobraba Huerta a aquel diputado el reproche que le había lanzado a la cara a su cercano colaborador, Aureliano Blanquet: “[el gobierno de Huerta] es un gobierno de militares golpistas y usurpadores que no conocían más honor que el de las armas, traidores a la patria y a la causa revolucionaria...”
En la madrugada del 23 de agosto, se le permite escribir una carta a su familia. Pero mientras el diputado la escribe, los asesinos llegan por la espalda. Arrojarán su cuerpo, de manera infamante, a la fosa común del panteón cercano.
Durante semanas, sus amigos lo buscan inútilmente. Poco a poco van conociendo datos, poco a poco les llegan los soplos. Serapio Rendón es cadáver, y se pudre en algún lugar del Estado de México.
Rendón había sido un diputado conocido por sus vínculos a los movimientos obreros; en la Cámara había sido muy conocido por su defensa del régimen maderista. De alguna manera, los pesimistas opinaron que la suya era una muerte muy anunciada. Pero el caso del senador suplente Belisario Domínguez fue insólito: nadie imaginaba que aquel sobrio médico, formado en París, muy, muy querido en su natal Comitán, y que estaba en la capital solamente porque el titular de la curul había muerto, tuviera la fuerza interna para levantarla voz y denunciar la ilegalidad en que México naufragaba, gracias a la traición.
No han pasado ni dos meses de la desaparición de Serapio Rendón cuando la policía reservada penetra en las habitaciones del senador Domínguez, en el hotel Jardín, ahí, en los antiguos terrenos del convento de San Francisco, y donde hoy se levanta la Torre Latinoamericana. Se lo llevan para siempre. Es el 7 de octubre de 1913. Cuando lo suben, a la fuerza, a un automóvil que agarra camino para el sur, el senador no puede menos que recordar sus propias palabras, pronunciadas a principios de aquel año: “Presiento que viviré días terribles”.
Sólo la muerte del senador propietario Leopoldo Gout sacó a Belisario Domínguez de Comitán. Debió trasladarse a la ciudad de México para tomar posesión de la curul en el Senado. Eran los primeros días de 1913 cuando llegó a la capital. Lo acompañaba su hijo Ricardo, que ingresaría a la Escuela Nacional Preparatoria, y al que alojó en el edificio de la Asociación Cristiana de Jóvenes, en la calle de Balderas. El senador tomó habitaciones en el Hotel Jardín. Desde ahí vio de cerca los ires y venires, las carreras y retiradas de los militares que, el 9 de febrero, se sublevaron. Desde ahí se enteró de la evolución del golpe, y de la muerte de Madero y Pino Suárez.
Eran demasiadas ilegalidades para que el honrado médico permaneciera callado. Le escribió una carta a su hijo y la encargó a un amigo suyo, boticario. A aquel hombre, Jesús Fernández, le confió sus inquietudes: “los asesinatos están a la orden del día, todo puede esperarse...” sabía que su vida peligraba. Le dejó al boticario un pliego para Ricardo. Si Belisario Domínguez desaparecía, el señor Fernández debería entregar el mensaje. Si no, el senador recuperaría la carta.
Eran finales de septiembre cuando el médico chiapaneco escribió un discurso para pronunciarlo en el pleno del Senado. En aquel texto, Domínguez denunciaba la traición y la ilegalidad que se enseñoreaba en el palacio Nacional. Alarmado, el presidente del Senado impidió que don Belisario subiera a la tribuna. Ya bastante alboroto se había armado con su primera intervención de ese 29 de septiembre, cuando propuso que todo el Senado firmara un documento donde se solicitaría a Huerta renunciara a la presidencia, a la que ilegalmente había llegado. Decidido, Domínguez encontró a una valiente impresora que le convirtió aquel mensaje en un impreso que echó a circular.
Ese segundo discurso, que Domínguez ya no pudo pronunciar en el pleno, era un llamado al Senado a resistir: “...la patria os exige que cumpláis con vuestro deber, aún con el peligro...”. Sabía el médico chiapaneco a lo que se arriesgaba: sus dos mensajes fueron excluidos del Diario de Debates del Senado. Pero se había hecho notorio. Ocho días más tarde, la policía secuestró a Belisario Domínguez.
Entre golpes e insultos, lo llevaron fuera de la capital. Llegaron al cementerio del pueblo de Xoco a las orillas del río Churubusco, donde lo asesinaron y enterraron, casi a flor de tierra, al fondo del camposanto. Una versión asegura que, antes, lo trasladaron al cercano hospital del doctor Aureliano Urrutia, hombre de confianza de Huerta. La leyenda afirma que el médico, una eminencia nacional, le cercenó la lengua.
Pero la desaparición y seguro asesinato de Belisario Domínguez se convirtió, a pesar del miedo, en un escándalo. Poco a poco se conocieron los detalles del nuevo crimen. La presión crecía por momentos. Entonces, Huerta decidió disolver el Congreso, y encarceló a los legisladores. En el norte crecía la rebelión.
Breve existencia tuvo la presidencia de Victoriano Huerta. Cuando abandonó el poder, quedaban muchas cuentas pendientes.
Pasó casi un año antes de que se pudieran recuperar los cuerpos de los diputados asesinados. Pero había voluntad de hacer justicia, y, al menos, sacar a los diputados muertos de aquellos rincones donde el odio los había arrojado. La prensa dio detallada narración de la recuperación de los cadáveres de Rendón, Domínguez y otro de sus compañeros, Adolfo C. Gurrión. Por el estado de descomposición de los cuerpos, fue imposible determinar si era cierto el rumor de la lengua cortada por Urrutia. Nutridos cortejos acompañaron a aquellos cuerpos lastimados al Panteón Francés de la Piedad, mientras el huertismo desaparecía como una mala pesadilla y la revolución incendiaba al país.
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