
Como tantas otras cosas, esta historia empezó en los días oscuros de la Decena Trágica, cuando el cañoneo de las fuerzas golpistas, atrincheradas en el arsenal de la Ciudadela, sembró el terror en diversos rumbos de la capital, pues el objetivo de aquellos militares sublevados, aliados en la traición con el responsable de combatirlos, el general Victoriano Huerta, no era tanto defenderse, como sí generar una sensación de completa inestabilidad entre la población. Y de ahí a culpar al presidente Madero de aquel desastre, solamente había un par de pasos. Por eso, los cañones destrozaron, en febrero de 1913, muchas casas en las cercanías de la Ciudadela, y abrieron boquetes enormes en los muros de la vieja y temible cárcel de Belem. Por aquellos agujeros escaparon docenas de delincuentes que se refugiaron en los barrios peligrosos de la ciudad de México. Recobraron fuerzas, olfatearon el caos que dominaba la capital, y se dedicaron a sacar provecho de él.
Pero, como a todos, el vendaval revolucionario también los arrastró. Algunos encontraron sustento fijo en las tropas de una u otra corriente, pues muchos de ellos ocultaron su pasado, y simplemente se presentaron como ciudadanos comunes y corrientes que buscaban un poco de seguridad, y defender a su país. Pasaron a engrosar los nutridos contingentes que combatieron en las más diversas latitudes del país. Pero algunos de ellos se encontraron con que el uniforme revolucionario les daba carta blanca para entrar a saco en las casas más ricas, y argumentando que perseguían criminales o rebeldes, echaban la zarpa a cuanto objeto de valor se les atravesaba.
No eran distintas las cosas en el ámbito rural: fueran quienes fueran los que entraban a los pueblos, a todo galope y lanzando tiros al aire, no era raro que cargaran con animales, costales de frijol o maíz; lo que hubiera y que permitiera alimentar a las tropas. De aquellos tiempos agitados, el pueblo, con sorna, pero también con ira contenida, inventaron el verbo “carrancear”, que alude a esos robos cometidos en nombre de una causa política no muy definida. Surgido a partir de las incursiones de las fuerzas del Primer Jefe, Venustiano Carranza, aquel verbo atroz se hizo extensivo a todas las fuerzas que tomaban poblaciones chicas o grandes; ciudades o rancherías.
Duros tiempos vivió la capital en 1915, cuando, además de la escasez de alimentos y las complejas maniobras de las autoridades para restablecer el abasto, un grupo de criminales, fingiéndose militares, empezaron a apoderarse de los bienes que todavía conservaban algunas familias adineradas. Poco a poco, se dieron a notar; poco a poco se supo de sus fechorías. Nadie sabía quiénes eran, pero sí que se movían en un vehículo peculiar. Pasaron a la historia criminal mexicana como la Banda del Automóvil Gris.
UNA REUNIÓN EN LA COLONIA DE LA BOLSA
Según declararían después los delincuentes, en el verano de 1914, en un tugurio de la colonia de la Bolsa, llamado “El grano de arena”, se dieron cita algunos personajes peculiares. Mexicanos, algunos españoles, un francés. Los unía el oficio del robo, y el origen de su mutuo conocimiento: todos ellos se habían conocido cuando cumplían sentencia en la cárcel de Belem, y todos habían escapado cuando los cañones reventaron los muros de la prisión en febrero de 1913.
Era lo que bien podría llamarse una “reunión de negocios”. Asistía Amador Bustínzar, El Pifas, maestro en el arte de abrir cajas fuertes; tan bueno, que alguna vez había abierto, por encargo de la policía, y para rescatar al jefe de cajeros, la bóveda del Banco Nacional de México. Estaba Ramón Beltrán, El Gurrumino, y Refugio Hernández. Todos ellos eran ladrones con fama de audaces y peligrosos.
El francés respondía por Mario Sansí, con fama de inteligente y que se dedicaba a lo que hoy se llamaría trata de personas, explotando y maltratando a prostitutas. Dos de los asistentes a la reunión tenían historias distintas a las de sus colegas, formados en los barrios pobres y violentos de la ciudad. Rafael Mercadante y Manuel Palomar habían crecido en el seno de familias honorables y con cierta holgura. Pero en 1914 ya eran ladrones con muchas horas de vuelo-.
Santiago Risco era español. Cruzó el mar en busca de una nueva vida, pero lo cierto es que era huésped frecuente de la cárcel, de la cual salía y entraba con frecuencia. El robo era la menor de sus faltas.
Otro, Enrique Rubio Navarrete, que tenía un hermano militar –que llegaría a general- también estaba en la junta aquella, con la aureola de oveja negra de su familia. Otro en el grupo era Francisco Oviedo, adicto al alcohol y a la mariguana, hijo de una familia pobre pero honorable.
El líder de aquella oscura reunión era también español y respondía por Higinio Granda, que, a esas alturas, llevaba más de 20 ingresos a la cárcel. Había llegado a México con su hermano Juan, pero los hermanos veían la vida de manera muy distinta, y así, mientras Higinio hacía carrera criminal, Juan se enroló en el ejército zapatista, a las órdenes del general Amador Salazar.
En tiempos de la presidencia de Huerta, las autoridades policiacas, concretamente la Policía Reservada, recibió el encargo de dar caza a todos los fugados de Belem. Pero haya sido por los tiempos complejos en que se vivía, o por las oscuras redes de complicidad e información que la Reservada solía entablar con la delincuencia, lo cierto es que muy pocos de aquellos prófugos habían regresado a Belem.
Y la razón es que muchos se habían “ido a la bola”. Granda, uno de ellos: se alistó en las fuerzas zapatistas, a las órdenes de su hermano, que ya era coronel. Cuando regresó a la capital, Higinio ya tenía el grado de capitán, e, incluso, formaba parte del Estado Mayor del general Amador Salazar.
Pero la cabra tira al monte, decían las abuelas, y ahí estaba Granda, convocando a sus viejos compañeros, para proponerles un negocio formidable, con buenas ganancias, y lo que era mejor: con completa impunidad.
NACE LA BANDA DEL AUTOMÓVIL GRIS
Fue el capitán Higinio Granda quien propuso, a toda esta colección de finos caballeros, formar una banda criminal. Y quería, de entre todos los fugados, a esta compañía, para asegurarse el éxito en sus proyectos. En cuanto todos aceptaron la propuesta, les detalló el plan general:
En su calidad de lugarteniente de un general, Granda tenía acceso a información que hoy llamaríamos privilegiada. Sabía que las fuerzas zapatistas llevaban a cabo cateos, tanto para encontrar a enemigos como para detectar arsenales destinados a fortalecer a los carrancistas. Como los cateos eran considerados una “táctica de guerra”, nadie los consideraba ilegales.
Ahí Granda vio la oportunidad: alegando que se trataba de un cateo, podría entrar, con sus cómplices, a todas las casas adineradas de la capital. No le interesaban las armas, aspiraba a encontrar y apoderarse de joyas, de dinero contante y sonante.
LA CADENA DE CRÍMENES
Puestos de acuerdo, los delincuentes escogieron con cuidado su primer objetivo. Eligieron la casa número 5 de la calle de Colón, donde, según averiguaron, vivían dos caballeros. La banda, provista de un auto Lancia gris de cuatro puertas, con un chofer descendiente de japoneses, debutó el 7 de abril de 1915. Llevaban una orden de cateo, sustraída por Higinio Granda de su cuartel. Él mismo le consiguió los uniformes a sus secuaces.
Acudió a la puerta el señor Enrique Pérez, quien, indignado, rechazó las pretensiones de los falsos militares, y negó tener vínculo alguno con el carrancismo, pero no le valió. A punta de pistola, los ladrones penetraron en su casa. Se llevaron, como denunció después, mil 200 pesos en monedas, 7 mil pesos en billetes y un lote de joyas que valía 10 mil pesos. El atraco fue un éxito. Se llevaron a uno de los dueños de la casa y lo abandonaron en un paraje retirado. Cuando pudo liberarse, la víctima acudió a quejarse con el alto mando zapatista, quien prometió investigar.
Probada la eficacia de la estrategia, la banda hizo de las suyas durante meses, y sembraron el terror en los barrios acomodados de la ciudad: golpeaban a sus víctimas, quienes enloquecían de terror con las amenazas de muerte.
Aumentaron las miras de los criminales. Ya no bastaba con robar. Se interesaron por el secuestro. Fue famoso el caso de Alicia Thomas, hija de un acaudalado banquero francés. La banda cobró nada menos que 100 mil pesos oro, una fortuna, por devolver a la joven con su familia.
Muchos fueron los crímenes que cometió la banda del automóvil gris. Se les vio como delincuentes modernos, dinámicos, audaces, “¡que asaltaban en 4 ruedas!”, como llegó a comentar la prensa. Fueron famosos los asaltos a la casa de Gabriel Mancera, o, en el colmo del atrevimiento, a la Tesorería de la Nación.
Era un secreto a voces que se trataba de militares dedicados al robo. Toda la ciudad sabía de la existencia de la Banda del Automóvil Gris. Nadie podía saber que los uniformes no eran sino una pantalla. Pero eran días inciertos, y todo mundo creía a los revolucionarios, de la facción que fuesen, capaces de asaltar y secuestrar.
Granda vendía su botín a un joyero judío. Pero la ciudad era pequeña, y pronto se encontró aquel comerciante, con que a su establecimiento llegaban personas honestas que lo acusaban de tener aquellos aretes o ese broche robados días antes. La anécdota cuenta que María Conesa llegó a lucir un collar espléndido, obsequio de uno de los bandidos, y que fue reconocido por una dama cuando la actriz presumía la alhaja.
Emiliano Zapata llegaría a escribirle a Carranza, culpando a sus tropas de los crímenes, con objeto de desprestigiar al movimiento del caudillo morelense.
Eran completamente impunes. ¿Cómo lo habían conseguido? Entre los muchos rumores que corrían por la ciudad, se dijo que la banda contaba con la protección de un alto militar, un personaje misterioso que los ayudaba y facilitaba sus escapes, a medida que el cerco policiaco se iba cerrando. Se rumoró que ese misterioso cómplice era el general Juan Merigo.
CAEN LOS CRIMINALES
El asalto a la Tesorería de la Nación fue el colmo. Se comisionó al general Pablo González para atrapar de una vez por todas a la Banda del Automóvil Gris. Para esas alturas, Francisco Oviedo ya estaba infiltrado en la Policía Reservada. Eran, por lo tanto, escurridizos y actuaban cada vez con mayor confianza, seguros de su impunidad. Pero la orden era contundente: había que acabar con la banda. La vieja maquinaria de rumores, soplones y complicidades, permitieron a la gente de la Reservada dar con las amantes de algunos de los integrantes de la banda. Poco a poco fueron cayendo. Aunque Granda y Oviedo escaparon de la ciudad, no pasó mucho tiempo antes de que también los localizaran y fueran traídos a la odiada Belem.
A la mayor parte de ellos se les sentenció a morir fusilados; un par de ellos recibieron indulto, Granda entre ellos. Grande fue el asombro cuando se supo que Granda fue liberado: las puertas de la cárcel se abrieron para él. Se habló de soborno, de torcidas amistades, de que, finalmente, Granda sabía quién era el poderoso y misterioso protector, y que eso había sido su pasaporte a la libertad. Por las dudas, Granda se fue de México y pasó algún tiempo en Cuba. Luego regresó a nuestro país, aunque se sabe que nunca más delinquió.
Otros no fueron tan afortunados: los criminales que intentaron escapar y lo lograron, aparecieron muertos, y se dijo que su conocimiento del misterioso protector los había enviado al otro mundo, para que nunca se les ocurriera hablar de más.
Así, en realidad solamente fueron unos pocos quienes, señalados como integrantes de la Banda del Automóvil Gris, murieron fusilados en la cárcel de Belem.
Pero aquellos hechos criminales dejaron honda huella en el imaginario de los mexicanos. A la vuelta de unos pocos años, en 1919, se estrenó el filme silente “El Automóvil Gris”, que contaba la historia de la banda. Aquella película impactó a todo México, porque la escena final, que mostraba a los criminales recibiendo la muerte como pago a sus fechorías, era real: se trataba de un pietaje tomado durante el fusilamiento. Por unos instantes, quienes vieron aquel filme en su estreno, pensaron que, efectivamente, el crimen recibía, ineludiblemente, el debido castigo.
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