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Los crímenes del huertismo: el asesinato del diputado Adolfo C. Gurrión

Después del ascenso al poder de Victoriano Huerta, el crimen político ensombreció a México. No hay un cálculo preciso de cuántos involucrados en la vida pública del país perecieron por haberse atrevido a levantar la voz y denunciar la forma ilegítima en que el antiguo general porfiriano se había hecho con la presidencia de la República, pasando por encima, incluso, de los promotores iniciales del cuartelazo. En aquella cadena de violencia hubo de todo, secuestros, encarcelamientos, fusilamientos. Todas las herramientas de la muerte fueron utilizadas.>

En los meses que siguieron a la caída del presidente Francisco I. Madero, el país vivió en oscura zozobra: mientras en el norte empezaba a cobrar forma la revolución que aspiraba a sacar del poder a los golpistas, en la ciudad de México se iba tejiendo una oscura cadena de asesinatos que no perdonaba niveles o notoriedades. Aquello empezó con la brutal muerte de Gustavo A. Madero, y seguiría con diversos legisladores, de distintos orígenes y niveles, a quienes unía la decisión de resistir los embates del huertismo. Incluso, un poeta, el nicaragüense Solón Argüello, perdería la vida por un poema que irritó profundamente a los nuevos gobernantes.

Algunos, como Serapio Rendón, eran claramente cercanos al maderismo. Otros fueron colocados por el azar en los sitios y circunstancias más delicadas, como el médico Belisario Domínguez. Pero la furia del aparato huertista, movido por una mezcla de ambición y paranoia, veía enemigos por todas partes, y aprovechaba la coyuntura, en muchos niveles, para cobrar agravios reales o supuestos. Era un torbellino, una ruleta mortal que cobraría a su siguiente víctima en el sitio menos pensado.

Así fue que un joven diputado oaxaqueño, Adolfo C. Gurrión, entró en la lista de muertes atribuidas al huertismo. A él no lo desaparecieron, le tocó morir fusilado en su tierra, acusado de crímenes contra el nuevo gobierno. Sus familiares no tuvieron que andar preguntando por el paradero de sus restos, pero tuvieron que soportar que se le llamara rebelde, agitador y conspirador.

Menos famoso que Domínguez o Rendón, Adolfo C. Gurrión también murió con violencia. La gran diferencia consistió en que las huellas de crimen fueron muy claras; que, en su caso, sí hubo un culpable directo a quién señalar: nada menos que Aureliano Urrutia, la eminencia médica convertida en secretario de Gobernación gracias a su cercanía y compadrazgo con Victoriano Huerta.

UN JOVEN JUCHITECO

Adolfo C. Gurrión tenía 33 años cuando el huertismo lo miró como un personaje peligroso. Era juchitecto, y originalmente era profesor de escuela. Una cosa lo llevó a otra: empezó a interesarse en el periodismo y en el antirreeleccionismo radical. En algún momento estableció contacto con los célebres hermanos Enrique y Ricardo Flores Magón, y se convirtió en el corresponsal oaxaqueño del periódico Regeneración.

Su trabajo periodístico fue muy pronto conocido en el Istmo, y los jefes políticos de Juchitán y Tehuantepec lo consideraron un inconforme con mucha vocación para la agitación. En 1906 conoció una cárcel por primera vez. Al salir libre, se fue a la ciudad de Oaxaca, para fundar un periódico propio. Al poco tiempo, aquella publicación, La Democracia, circulaba por el estado. Las visitas a la cárcel se volvieron recurrentes.

Amparado en su profesión de maestro, Gurrión probó otros ambientes, escapando de la represión en Oaxaca. Cuando estalló la revolución maderista, estaba en La Paz, Baja California, trabajando como secretario de la Inspección General de Educación. Cuando Madero llamaba a la insurrección, Adolfo C. Gurrión estaba de nuevo en su tierra, intentando atemperar una sublevación juchiteca, que exigía que a la región del Istmo se le reconociera como entidad federativa o como territorio federal, separándolos de “los gobiernos tutelares” establecidos en la capital oaxaqueña.

En esa coyuntura, Gurrión se ganó el aprecio de muchos de sus paisanos y eso le valió ser electo diputado federal por Oaxaca, en septiembre de 1912. Un mes después cumpliría 33 años de edad.

Gurrión ganó notoriedad por distanciarse de inmediato del resto de la fracción oaxaqueña. Venían de un poder “reaccionario y caciquil”. De inmediato muchos de sus colegas empezaron a referirse a él como “un radical”.

Más que oaxaqueño, Adolfo C. Gurrión se proclamaba juchiteco, y sorprendió al resto de la cámara de diputados al demandar que, algún día, se declarara la separación de la región del Istmo del resto de Oaxaca. Ellos, los juchitecos -afirmaba- nada esperaban y nada deseaban del gobierno y la estructura de poder criada a la sombra del porfirismo.

Empezaba 1913 cuando Gurrión se fue a su tierra, a intentar mediar en una disputa local entre dos bandos enfrentados. En eso estaba cuando la mañana del 9 de febrero empezó la Decena Trágica y la capital se volvió el escenario perfecto para la traición.

Cuando el diputado juchiteco regresó a la ciudad de México, todo era incertidumbre: Victoriano Huerta era presidente de la República, y a pesar del miedo, empezaban a escucharse voces que denunciaban al general golpista.

Gurrión sería uno de ellos.

LA MUERTE USA TELÉGRAFO

El diputado Gurrión abandonó la ciudad de México en agosto de 1913. Pensaba irse al norte, a sumarse a la rebelión organizada por Venustiano Carranza. Pero antes de embarcarse en Coatzacoalcos para remontar las costas mexicanas, decidió pasar a Juchitán, donde, una vez más, se hablaba de rebelión.

Un militar de Tehuantepec, Alfonso Santibáñez, se había fugado de prisión. Esa era una de las grandes razones de aquellos planes de levantamiento. Huyendo de la violencia en Tehuantepec, mucha gente se había refugiado en Juchitán. Siendo todavía diputado federal, Gurrión resolvió solicitar ayuda federal y le escribió por telegrama al secretario de Gobernación huertista, el médico Aureliano Urrutia.

El mensaje no planteaba sino una problemática local, y Gurrión creyó que Urrutia actuaría de buena fe. Decía el telegrama:

“En nombre tranquilidad esta región diríjome usted con motivo último levantamiento Tehuantepec, muchísimos tehuantepecanos pacíficos emigraron ésta y encuéntranse aquí; habiéndose presentado a Autoridades Locales. Anoche fueron aprehendidos por orden Jefe Político Tehuantepec, comerciante Ángel González e Hijo. Este hecho alarma hondamente no sólo emigrados sino también vecinos juchitecos. Creo si continúan presos señores González, emigrados tehuantepecanos marcharán diferentes rumbos por falta garantías y temor persecuciones. Háyanse aquí precisamente buscando tranquilidad. Ocurro a usted porque sé que puede evitar mayores desmanes a esta región”.

Contrario a lo que pensaba el diputado, Urrutia no reaccionó bien: calculó que el mensaje de Gurrión era una trampa, y que, en realidad, el legislador andaba en su tierra para promover el desconocimiento del gobierno huertista. Así, Urrutia escribió un telegrama al general Lauro F. Cejudo, al mando de tropas en Ixtepec. El mensaje era la sentencia de muerte del legislador juchiteco:

“Adolfo C. Gurrión, conocido agitador se encuentra en Juchitán haciendo labor perniciosa. Estimaré a usted por tanto, que valiéndose de los medios que estime más oportunos y eficaces, se sirva ordenar la detención de dicho individuo y tan pronto lo tenga en su poder, procure recabar pruebas de su culpabilidad y sin vacilación alguna aplíquele ‘todo el rigor de la ley’. Ya doy órdenes a este respecto al Jefe Político de Juchitán con quien suplico usted se ponga de acuerdo para hacer cumplir órdenes comunicadas”.

El general Cejudo envió a un capitán, Arturo Canseco, a detener a Gurrión. El 16 de agosto, otro telegrama llegaba a las manos de Aureliano Urrutia:

“En estos momentos aprehendido Adolfo C. Gurrión conforme instrucciones de usted y téngole detenido cuartel ésta. Salgo inmediatamente conferenciar Jefe Armas sobre asunto y comunicaré resultado. Jefe Político Ignacio Dávila”.

La respuesta era una sentencia de muerte:

“Proceda usted con Adolfo C. Gurrión en los términos de mi mensaje de anoche, sin pérdida de tiempo, procurando no dar lugar a que se interponga recurso alguno. Obre desde luego a fin de evitar influencias, pero con toda discreción y sigilo. Reitero a usted mi recomendación: energía y actividad. Urrutia”.

EL ASESINATO

Clara la ruta de la orden fatal, el mismo piquete de soldados que lo había aprehendido, mató a Adolfo C. Gurrión en el pueblo de Chihuitán. El reporte del capitán Canseco detallaba que al legislador se le había detenido por encabezar un motín en Tehuantepec, junto con un colega suyo, Crisóforo Rivera Cabrera, a quien no lograron detener.

Adolfo C. Gurrión murió el 17 de agosto de 1913. De inmediato corrió la voz: le habían baleado con gala de impunidad. Para alejar sospechas, los jefes políticos del Istmo hicieron circular la versión de que un grupo armado había atacado a la tropa que llevaba prisionero al diputado, y que en la refriega Gurrión y un “rebelde” habían caído muertos. Ni en Juchitán ni en la ciudad de México, cuando se supo de la ejecución, le creyeron a las autoridades.

“Hónrome comunicar a usted que hoy en la madrugada fue pasado por las armas el Diputado Gurrión y un bandido procedente de Santa Lucrecia, apareciendo del parte que rinde el Capitán Canseco que fue atacada escolta resultando muerto Diputado Gurrión y un rebelde. Recomiendo Capitán Canseco por buen desempeño de comisión”.

Efectivamente, el capitán Canseco fue ascendido por matar a un diputado federal. La cadena de muerte ganaba un eslabón más, y el vendaval revolucionario oscureció la memoria del legislador que soñaba con hacer del Istmo oaxaqueño una entidad independiente.

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