Fue cuidadosa para preparar su muerte. Esperaba que Beulah Kinder, su secretaria, la encontrara, bella todavía, en las primeras horas posteriores al deceso. Rodeada de velas y flores, llamativa, atractiva, encantadora, como había sido durante más de quince años en aquella fábrica de sueños que era el Hollywood de la primera mitad del siglo XX: la mexicana Lupe Vélez planeó su salida del escenario del mundo, para evitar que su vida se convirtiera en una tragedia que no sería capaz de soportar.
El escenario estaba listo. Se acostó. Estaba cansada de correr, persiguiendo el amor. No quería enfrentar la vergüenza que significaría tener un hijo sin padre, y ya tenía cuatro meses de embarazo. Suspiró. Luego, empezó a tomar cápsula tras cápsula de Seconal. La brutal sobredosis de barbitúricos la sumió con rapidez en un sueño del que no despertaría.
El Huracán Mexicano, la Mexican It Girl, Woopee Lupe, la Pantera Mexicana, empezó a navegar, en una nube pastosa, hacia la muerte. Y, en contra de sus deseos, no podría escapar del escándalo. De aquellas horas finales, de diciembre de 1944, surgirían sórdidas leyendas. Así era Hollywood: una maquinaria despiadada pintada de color dorado, que machacaba, al menor descuido, a quienes entraban en ella, sin importar que fueran ídolos de la pantalla de plata.
Mientras se preparaban los funerales de Lupe Vélez y la nota de su muerte saltaba de los periódicos estadunidenses a los diarios mexicanos, la policía hacía indagaciones. Era 14 de diciembre. Por la mañana del día anterior, Vélez había desayunado con amigos suyos: los actores Bruce Cabot y Errol Flynn. Al anochecer, decidió que quería una fiesta, aunque no le dijo a nadie que era su modo de despedirse de la vida. Así, llamó a sus amigas, Estelle Taylor y Benita Oakie. Conversaron, rieron, cenaron y bebieron. Después, Lupe Vélez inventó cualquier cosa, y se marchó a su cuarto.
A solas, preparó el escenario de su último papel, y escribió una nota de despedida. El destinatario era la última de sus pasiones, un aspirante a actor, de origen austriaco, cuyo nombre artístico era Harald Ramon y que era el padre del hijo que esperaba. Aquella relación, que la propia Vélez había roto, todavía ardía en su corazón. Por más que la actriz hubiera deseado acallar las murmuraciones y el escándalo que se derivaría de su situación sentimental, era una estrella de cine, una mexicana triunfadora en Estados Unidos; un talento que había logrado remontar el reto del paso del cine silente al cine sonoro. Era imposible que su suicidio pasara inadvertido.
Si alguien tenía dudas acerca de la popularidad de Lupe Vélez en diciembre de 1944, el duelo popular por su muerte apagó cualquier recelo: fueron unas cuatro mil personas las que acudieron a contemplarla en su ataúd durante el servicio funerario que se llevó a cabo en Glendale, California, donde se anunció que la estrella sería llevada a México, para descansar allá.
La llegada del ataúd de Lupe Vélez a la ciudad de México fue también causa de tumultos y trifulcas. Para recibir los restos de La Chinampina Mexicana, uno de sus muchos sobrenombres, estuvieron docenas de sus colegas, encabezados por los líderes del sindicato de actores, Jorge Negrete y Mario Moreno, “Cantinflas”. Entre aquella multitud estaba uno de los grandes amores de Lupe: Arturo de Córdova.
La prensa mexicana retrataría a la madre de la muerta sollozando ante el féretro. Los admiradores de Lupe sobrepasaron con mucho a los dolientes de California. ¿Cómo iba a ser de otra manera, si ella volvía a su tierra para descansar por toda la eternidad?
Y es que ella era el prototipo de la estrella latina a mediados del siglo XX: de belleza exótica, explosiva, temperamental. No le preocupaba ser tan diferente a las otras estrellas del cine estadunidense. Ella era Lupe, no Clara Bow, ni Mary Pickford: era ruidosa. Muy lejana de ¡Dolores del Río! Con quien no se llevaba nada bien. Lupe decía lo que pensaba sin timideces. Era frecuente verla en las funciones de box, apoyando a gritos a sus favoritos. Era apasionada y coqueta: corrían versiones picantes acerca de su conducta diaria: que si ensayaba sus papeles desnuda y ante un espejo, sin importarle quién la viera; que si se movía por la vida diaria desprovista de ropa interior. Fuera o no cierto, a todo mundo le parecía perfectamente posible, porque ella, la gran Lupe Vélez, era capaz de eso y de más.
Pero hasta las estrellas sienten dolor. El de Lupe Vélez, potosina triunfadora en Hollywood, era el que ocasiona una vida carente de amor. Había vivido notorias y complicadas pasiones, teñidas por la turbulencia de los celos, que afloraban en la mexicana a la menor provocación.
Lupe Vélez vivió romances y aventuras muy sonadas con muchos de los famosos de Hollywood en los años 30 y 40. Charlie Chaplin, Tom Mix, Clark Gable, fueron algunas de sus conquistas. Pero amores importantes de verdad, fueron personajes como Gary Cooper, quien finalmente se separó de ella por problemática y porque no le caía bien a su madre. También influyeron los estudios de cine que tenían contratado a Cooper, los Paramount, porque deseaban que uno de sus principales galanes tuviera una imagen más “limpia” que la generada por su relación con la impulsiva mexicana. La ruptura casi se volvió tragedia, cuando Lupe, armada con una escopeta, tiroteó a Cooper, que abordaba un tren.
A Cooper le siguió John Gilbert, otro galán importante. Pero el romance no duró, Gilbert regresó con su esposa, de la que se había separado, y Lupe apagó el rescoldo de aquel asunto con una aventura con Errol Flynn y luego, nada menos que con Johnny Weissmuller, el muy famoso “Tarzán” de las películas de los años 30. Weissmuler y Vélez se casaron en 1933. Vivieron un matrimonio de seis años con pleitos, escenas de celos, separaciones y reconciliaciones. Era fama que, para filmar las películas de Tarzán, los maquillistas se aplicaban en disimular los arañazos que el Huracán Mexicano dejaba en el rostro del Rey de la Selva.
En 1937, en un viaje a México, para filmar La Zandunga, Lupe Vélez conoció y se enamoró de Arturo de Córdova, quien, desde luego, no estaba dispuesto a ir por la ruta del escándalo, divorciándose y abandonando a sus cuatro hijos, para irse con Vélez, a quien no le preocupaba el qué dirán, y, en cambio, firmó sin remordimientos su divorcio de Weissmuller. Para presionar a De Córdova, hizo público su romance.
Pero el asunto no le salió bien. Enna Arana, esposa de Arturo de Córdova, declaró que, como buena católica, jamás se divorciaría del actor. Y, naturalmente, Arturo, que no quería mancharse de chismes turbulentos, cortó la relación.
Pasaron los años: en 1944, Lupe visitó un set de filmación; iba a visitar a Arturo de Córdova. Conoció ahí a un extra de origen austriaco, Harald Maresch, que se hacía llamar Harald Ramon para ganarse un lugar en la industria cinematográfica. Prendada de él, Vélez empezó a promoverlo con algunos amigos suyos, productores. Enamorada, le propuso que se casaran. Parecía que por fin La Pantera Mexicana tendría una familia y un hogar. En septiembre de 1944 descubrió que estaba embarazada.
En noviembre anunció su matrimonio con Harald, y apareció una mujer, Francesa Vitiner, que demandó al inminente esposo de Lupe, asegurando que él le había dado palabra de matrimonio. El Huracán Mexicano sintió, entonces, que el padre de su hijo la estaba engañando, que acaso estaba con ella para que lo convirtiera en un actor famoso de Hollywood. Corroída por los celos y la decepción, rompió el compromiso.
El futuro era oscuro: esperaba un hijo y no había un padre legal. ¿Qué haría? Solamente la muerte le pareció una solución.
Lupe Vélez, pese a toda su estridencia, era una convencida católica, de modo que abortar no era siquiera un asunto a considerar. Y, por otro lado, estaba bien sostener romances, tener aventuras, aunque fuesen con hombres casados. Pero estaba segura de que ni Hollywood, ni Estados Unidos, ni México, le perdonarían ser madre de un hijo habido fuera del matrimonio.
Acudió a Josefina, su hermana. Viajarían juntas a México, ella tendría el bebé, y su hermana lo adoptaría. Pero antes de concretar el plan, Josefina salió de viaje con su esposo, prometiendo regresar en pocos días. Lupe cayó en la desesperación. Se sintió más sola que nunca. Y entonces decidió suicidarse.
Si Vélez había creído que, escapando por la famosa puerta falsa, todo se terminaría, se equivocó rotundamente. Las especulaciones deshicieron su reputación. Trascendió que esperaba un hijo, y se dijo que, naturalmente era de Harald, pero otras voces aseguraron que el padre era Arturo de Córdova -con el consecuente escándalo mexicano. Otros más, entre ellos la actriz Clara Bow, dijeron que el padre era Gary Cooper, el gran amor de Lupe. Las cosas se enredaron aún más: corrió el chisme de que Vélez se había quitado la vida al sorprender a De Córdova…con Harald.
En ese bullicio, que dejaría la imagen, para la posteridad, de una Lupe Vélez turbulenta y pasional, es decir, criminalizando sus emociones, se llevó a cabo su sepelio. El ataúd de Lupe Vélez fue llevado, rodeado de cientos de admiradores, al Lote de Actores de la ANDA en el Panteón de Dolores. Johhny Weissmüller llegó de Estados Unidos para cargar el féretro, junto con Harald y Arturo de Córdova y depositarlo en la fosa.
Pero El Huracán Mexicano no descansó en paz. Quince años después de su funeral, el escritor Kenneth Anger afirmó, en su libro Hollywood Babylon -en el que está basado el filme de factura reciente Babylon- que el cuerpo de Lupe Vélez fue encontrado en un baño, con el cuello roto y la cabeza en el inodoro. Anger nunca se molestó en probar su dicho. Cada tanto, el chisme se repite. Solo hace más grande el mito de la apasionada, turbulenta, fantástica Lupe Vélez.
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