Alguien cabeceó con prisa el viernes 19 de junio de 1970: apenas echaría un ojo a la entrada que presentaba el reportero de la fuente policiaca, y las asociaciones fueron rápidas. Lascurain, Lascurain, En esta ciudad no podía haber otra familia con ese apellido que la de aquel hombre que, por unos minutos, había sido presidente de la República, cincuenta y siete años atrás. No vaciló: “Se suicidó la nuera de un expresidente”,
La cabeza, el titular, definitivamente era interesante, llamativo, “jalador”. Atraería la atención de los lectores; un punto más para la sección policiaca. Es más, por lo que contaba el reportero, era una de esas historias que bien podrían tener hasta un poquito de aliento literario, de ese espíritu dramático que tanto gusta a la gente. De manera que, entre el reportero de alguna redacción de la capital mexicana, y la sabia asesoría de su jefe de información, la narración de un trágico suicidio, se convirtió en el eslabón de una cadena que se remontaba a 1913.
Insinuaban aquel par de periodistas, encarrerados con el entusiasmo de la nota fresca entre las manos, y los ecos que tenía la interpretación de los hechos. No sabían que, en el camino, lo que deseaban vender como una sabrosa historia con gotas de historia, se iba a convertir en un caso criminal igualmente relevante.
Así se arrancó el reportero: “La tragedia sigue unida a la familia del ex presidente Pedro Lascurain. Hace un año su nieto Pablo fue asesinado de un balazo; ayer, la madre de Pablo, María Luisa Bernard de Lascurain, deprimida por la pérdida de su hijo, puso término a su vida, asestándose un tiro en el corazón”.
Si en 1913 el presunto abuelo de la familia, don Pedro Lascurain Paredes, se había visto a las puertas de la muerte, y en la coyuntura terrible de ocupar la presidencia por un cuarto de hora, con riesgo de su vida y la integridad de su familia, pasado medio siglo la muerte seguía rondando, si le hacía caso al reportero que tecleaba furiosamente en junio de 1970: en febrero de 1969, el joven ingeniero Pablo Lascurain Bertrand había muerto a consecuencia de un balazo, en una reyerta con algunos policías.
Engolosinado, el reportero decidió contar también esa historia: no había duda, era una cadena de hechos dolorosos que marcaban a la familia desde principios del siglo. Y bueno, caray, eran parientes de un expre-si-den-te.
Olvidándose por un rato de la suicida que era su nota del presente, el reportero se puso memorioso: Pablo Lascurain Bertrand, recién casado con una joven hondureña, en unión de algunos amigos, se hicieron de palabras con un gendarme y lo golpearon. El policía, dispuesto a que el abuso no quedara impune, pidió refuerzos. Al llegar más gendarmes, los jóvenes prefirieron escaparse. Empezó una persecución que llegó a un sitio que el reportero llamó “la privada de Churubusco”.
En la mano de Pablo Lascurain brilló una pistola, calibre 45 y amagó a los policías. Uno de ellos, Simón Acevedo, fue más rápido: disparó antes e hirió al joven Lascurain. Lo que siguió era casi rutinario en la jerga de la nota roja: todos escapan, incluso el gendarme que disparó. El muchacho tiene una herida en el lado derecho del tórax, por la que se le escapa la vida antes de que lleguen a auxiliarlo.
Un nuevo eslabón se suma al desastre: al acudir, deshecha el alma, hacia el anfiteatro donde lo aguarda el cadáver de su hijo para que lo identifique, el padre de Pablo, el ingeniero Pablo Lascurain Segovia atropella a un niño en el cruce de División del Norte y Río Chrubusco. Todo es dolor y desastre ara la familia. La madre de Pablo, María Luisa Bertrand, se sume en una depresión que la derriba.
Solo entonces, el reportero se acuerda de que está contando la historia de una suicida, no de las desdichas de una familia.
EL PERRO NEGRO DE LA DEPRESIÓN
El reportero intenta ponerse al corriente, pues la nota ya empieza a volverse kilométrica; la muerte del hijo toca para siempre a María Luisa Bertrand; recibe tratamiento que la separe de esa bestia oscura, ese perro negro -así lo definía Winston Churchill- que la ahoga y que no le devolverá la estabilidad de otros días.
La señora Bertrand es tratada por siquiatras, y le inducen el sueño con medicamentos; todos los días afirma que su mayor deseo es reunirse en el cielo con su Pablo. No quiere vivir más, cargando la ausencia de su hijo.
La noche del 17 de junio, aparentemente, María Luisa Bertrand toma una decisión: se marcha a su recámara; su esposo, el ingeniero Lascurain, se queda mirando televisión -hace 53 años no se usaba eso de tener los televisores en las alcobas- y a las once de la noche se va a la cama.
Su esposa está dormida. Él se acuesta a su lado. En algún momento de la madrugada, declarará después el ingeniero, ella se levanta. “No tardaré mucho” susurra María Luisa, dirigiéndose al baño. Puede más el sueño que los temores del ingeniero. Su declaración de 1970 asegura que a su esposa se le vigilaba constantemente, para evitar que intentara quitarse la vida. Pero esa noche, Pablo Lascurain Segovia no se levanta de la cama para acompañar a su esposa. Duerme. Cuando despierta, llegado el nuevo día, María Luisa no está en la recámara. Inquieto, empieza a buscarla por la casa.
La encuentra en el estudio, acostada en el piso, cubierta con un sarape y con la cabeza en una almohada. Creyéndola dormida, se acerca a despertarla. Pero María Luisa tiene, en la mano, una pistola de cañón corto. El ingeniero toma el arma, la coloca en una mesa e intenta despertar a su esposa. Solo entonces se da cuenta de que se ha dado, asegura, un tiro en el corazón.
Llama apresuradamente a uno de sus yernos, médico. Al examinarla, el doctor declara que nada hay que hacer. María Luisa Bertrand está muerta.
Llaman a la policía. El ingeniero Lascurain es conducido a la decimoprimera delegación para que declare todo lo que sabe. No varía su declaración a lo que había contado en el estudio de su casa. Asegura que le dio a María Luisa besos en la frente, que le habló amorosamente. Ella ya no podía escucharlo. ¿Escuchó el tiro? Nunca oyó nada, aunque el estudio estaba cercano a la recámara. Ah, María Luisa no sabía usar armas de fuego. Sin embargo, era recurrente la idea de querer morir para reunirse con su hijo.
Agobiado, Lascurain Segovia accede a que se le practique “la prueba de la parafina”, para descartar probable responsabilidad en la tragedia. María Luisa murió por el disparo de una pistola de cañón corto, calibre 38, de las que hace medio siglo eran llamadas “bulldog”.
Sí, hasta aquí parece un relato de lo más trágico. Pero los peritos se pusieron diligentes aquella noche de junio de 1970, y echan por tierra la conmovedora relación de ese hombre, al que algunos reporteros siguen describiendo como uno de los hijos del ex presidente Pedro Lascurain.
Con rapidez, el caso da un vuelco. Algunos periódicos alcanzan a publicar la nota como resulta después de que los forenses desenmascaran a Pablo Lascurain Segovia.
María Luisa estaba profundamente intoxicada por ingesta de barbitúricos; la concentración de medicamentos era tal, que no pudo, por ella misma, darse el tiro que la mató. El cuerpo también tiene golpes. Por último, el disparo se hizo apretándole el arma contra el pecho. Era imposible, subrayaron los peritos. La señora Bertrand no podía haberse suicidado de esa forma. Tampoco era posible, aseguraron que el ingeniero Lascurain no hubiera escuchado la detonación de la pistola calibre 38.
Poco a poco, el dictamen echa por tierra la conmovedora declaración del ingeniero. En ninguna parte de la casa se encuentran rastros de los medicamentos que encontraron en el cuerpo de María Luisa; la versión de que ella estaba cubierta con un sarape no es consecuente con la herida de bala: o bien se hirió estando cubierta, y el sarape tendría la perforación de la bala, o lo hizo por debajo del cobertor y entonces se encontrarían las huellas químicas del disparo. Ninguno de estos elementos se detectó. Los forenses concluyeron que alguien había disparado a la señora Bertrand, y luego la cubrió con el cobertor.
Pasan los días. La prueba de la parafina se le aplica a Pablo Lascurain no una, sino tres veces. En todas las ocasiones da positivo: el ingeniero disparó un arma de fuego la noche del día 17 de junio.
Cuando se consigna, bajo los cargos de homicidio y disparo de arma de fuego en agravio de su esposa María Luisa, Pablo Lascurain Segovia Monta en cólera, y a gritos repite lo que ya había declarado. Insiste en que se le acercó diciéndole: “¿Qué te pasa, mi amor?”, y que le había quitado de la mano la pistola. Le sacó los cartuchos y vio que, de los seis, solamente uno estaba quemado. El forense lo acusó de alterar la escena de la muerte de su esposa.
Se revela entonces otro aspecto de la tragedia. Aparecen parientes de María Luisa: un sobrino, Fernando Fagoaga, quien revela que la pareja tenía por lo menos cinco años de malas relaciones. Un hermano de la muerta, Felipe Bertrand, aparece para declarar que su hermana vivió refugiada en la casa de él durante diez meses y que su precario estado emocional se debía, en efecto, a la muerte del hijo, pero también a las infidelidades de su marido.
Mucho rencor hay en esa familia: por boca de los familiares de la víctima, el juez quinto de lo penal se entera de que Pablo Lascurain Segovia no es ingeniero; que hace creer que lo es, y en ocasiones afirma que es abogado. El sobrino, Fagoaga, asegura que el acusado intentó que su yerno, el médico Valle Cano, extendiera el certificado de defunción para proceder a un funeral rápido y sin problemas.
No hay suicida, hay un asesino.
Diez días después de la muerte de María Luisa Betrand, Pablo Lascurain Segovia es declarado formalmente preso. Sigue gritando su inocencia, pero, por esta vez, los peritajes revelaron una historia de violencia y una decisión criminal. Las secciones policiacas corrigen la interpretación de los hechos; Fernando Ortiz de la Peña, director de investigaciones de la procuraduría capitalina, detalla las falsas declaraciones y la eficacia de los peritos.
No obstante, no falta quien redacte la nota así: “la nuera del expresidente de la República, Pedro Lascurain, fue asesinada de un balazo por su esposo, informó ayer la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal”.
A esas alturas era difícil desdecirse. Pero, medio siglo después, y con las bondades de internet y las bases de datos de las páginas de genealogía, hoy nos damos cuenta de que aquel reportero de hace 53 años “volaba”, en un pequeño dato, es decir, inventaba, le echaba literatura a los sucesos. Pablo Lascurain Segovia no estaba emparentado directamente con el hombre que gobernó México por quince minutos.
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