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Fiesta en la Nueva España: ¡Que llega el virrey!

La Audiencia y el Ayuntamiento de la ciudad de México bien podían andar a arrancarse los cabellos mutuamente, a causa de los gastos que implicaba recibir a un nuevo representante del rey. Unos por despilfarradores, otros por prudentes y un poco tacaños, pero lo cierto es que, a la hora de la hora, todo mundo se arreglaba lo mejor que podía para recibir a aquellos personajes, porque, finalmente, el poder real era el poder real.

Recibir a un virrey en la Nueva España era asunto laborioso. El proceso comenzaba en el puerto de Veracruz, y tenía su punto más brillante en la triunfal entrada que el recién llegado haría en la ciudad de México. El asunto era costoso de por sí, y el asunto aumentaba nada más se concretara el desembarco, pues el nuevo gobernante llegaba acompañado de un séquito enorme: su familia, sus colaboradores cercanos, que llegarían a ocupar puestos de mando en la administración novohispana, lacayos de lujoso uniforme, sirvientes menores, algunos enseres y sin fin de objetos y equipaje con los que iniciar la vida en el reino.

A veces, aquellos séquitos eran cosa de locura. Cuando llegó al reino el virrey duque de Escalona, en 1640, a los novohispanos se les quedaron los ojos como platos: para transportar al séquito se necesitaron un centenar de acémilas, otras cien mulas ensilladas, ocho carruajes y dos literas.

En general, los virreyes venían ya bastante preparados para el fastuoso recibimiento. Al momento de partir hacia la Nueva España, también se efectuaba una rumbosa despedida en el puerto de Cádiz, con música y salvas de artillería. Como, a pesar de que se trataba de un viaje cuya ruta ya estaba muy consolidada, nunca faltaban los desastres, las tormentas y los naufragios, el nuevo virrey se confesaba, comulgaba y escuchaba misa, junto con toda su comitiva, antes de embarcar. Y después, habría que ver si el clima permitía el inicio de la travesía. El duque de Escalona, por ejemplo, esperó en Cádiz, durante 12 días, hasta que el tiempo mejoró.

Transportar a tan grande multitud era un problema logístico para la flota que transportaba al virrey y a su gente: gallinas por miles, vacas por docenas, carneros por cientos, eran necesarios para alimentar a aquella muchedumbre en los meses que duraba la travesía. Y como aquellos encumbrados personajes no se privaban de nada aunque estuvieran a la mitad del océano, a bordo se almacenaban baúles con golosinas, mieles, bizcochos, granos, jamones curados, pasas y barricas de vino.

El viaje, ya se ha dicho era azaroso y siempre estaba lleno de riesgos. Por eso, se hacían escalas en islas ya determinadas en la ruta de las Indias, trabajosamente construida. Nuevamente, había misas para dar gracias de que el viaje avanzaba, se hacían fiestas, banquetes y se celebraban procesiones. Tras unos días de descanso, la flota proseguía su camino. Cuando se llegaba a dominios españoles de envergadura, como Puerto Rico o La Habana, las fiestas eran todavía mayores: las autoridades locales se apersonaban para rendir homenaje al nuevo virrey de la Nueva España. Entonces, los festejos eran más fastuosos: se representaban comedias teatrales, torneos, exhibiciones de danza y todos los puertos se llenaban de música.

Y por fín, ¡La Nueva España a la vista!

Aquel trajín, que debió ser agotador, no se acababa. Un nuevo ritual de bienvenida empezaba cuando desde la nave capitana de la flota se avistaban las tierras novohispanas. Desde Veracruz, se disparaban veinte salvas; desde la nave insignia se respondía con cinco. Todo mundo se preparaba para desembarcar.

Como un preámbulo de lo que ocurriría en la capital, el gobernador del puerto de Veracruz le entregaba al virrey un bastón de mando, en señal de que, apenas ponía un pie en el reino, el representante del rey de España mandaba sin discusión.

La estadía en Veracruz podía durar una semana, nuevamente entre homenajes, banquetes, torneos y danzas. En tiempos en que el puerto y la ciudad estaban separadas, los recién llegados eran agasajados en ambos sitios. El virrey recibía soberbios obsequios: un caballo de maravillosa estampa, joyas, piezas de arte exquisito.

Las casas del cabildo veracruzano servían de alojamiento al virrey y a su gente más cercana; pero no se retiraban a descansar sino después de haber ido a la iglesia, la comitiva entera, seguida por los veracruzanos, para orar y dar gracias de haber llegado sanos y salvos al reino de la Nueva España. Todos esos movimientos se realizaban con bandas de música pegadas a los funcionarios y los recién llegados, que debían terminar aquella jornada extenuante al borde de la sordera.

Nuevamente, la estadía en Veracruz podía durar una semana. Los festejos ya conocidos se enriquecían con corridas de toros, grandes verbenas nocturnas y maravillosas funciones de fuegos de artificio. En aquellas celebraciones, la muchedumbre debió ser brutal e inmanejable, porque hacían presencia los caciques indígenas de la región, con su gente, con toneladas de flores y adornos que se distribuían y regaban al paso del virrey.

La ruta hacia la capital del reino debe haber sido alucinante; en mayor o menor proporción, los festejos veracruzanos se repetían a lo largo de Xalapa, Huamantla, Perote, Tlaxcala. Docenas de bailarines danzaban ante él, las misas eran indispensables: parecía que todo el reino daba gracias al Creador de la llegada del nuevo funcionario. Como generalmente se trataba de hombres de confianza del rey de España, con muchas horas de gestión pública, la mayor parte de ellos soportaba con entereza y estoicismo el monumental y lujoso mitote que se armaba a su paso. Algunos virreyes llegaban a la Nueva España después de haber ocupado cargos similares en el Perú o en algún otro punto de la América española.

Si el recorrido parece, a la distancia, abrumador, todavía falta pensar en el festejo en Puebla, decididamente más fastuoso que todo lo experimentado antes. Cientos de jinetes salían de la ciudad a recibirlo; las mujeres -y eso lo cuentas escandalizados cronistas- salían del decente recogimiento en sus hogares, y se apeñuscaban, aguardando su paso. Se armaban tumultos que , con trabajos, contenían las guardias: tanto escándalo para que las buenas mujeres anduvieran luego por ahí, diciendo que el nuevo virrey era un caballero de lo más apuesto y que su cara “semejaba la de un querubín”.

Después de algunos días agotadores en Puebla, había que seguir el camino, y faltaba pasar por Cholula, donde se repetía el, a esas alturas, conocidísimo fandango.

Y por fin, empezaba a acercarse el momento de entrar en la capital

El mitote final.

Era costumbre que el virrey saliente fuera al encuentro de su sucesor. Esto ocurría en alguna de las muchas poblaciones de lo que hoy es el Estado de México. Con los años se establecería un enorme caserón en Ecatepec, que era la casa de descanso para los virreyes, antes de entrar a la ciudad de México, pasando por la Villa de Guadalupe, y conocer el prodigio de la imagen milagrosa de la virgen morena que habías distinguido a los novohispanos apareciéndose en aquellas tierras. Esa casa de descanso todavía existe: está sobre la vía Morelos, es hoy un museo del Instituto Nacional de Antropología e Historia y es donde fue fusilado José María Morelos.

Para entrar en la ciudad de México, el virrey y su familia se engalanaba con sus mejores vestidos: toda la ciudad se moría por verlos: no había portón, ventana, balcón o azotea que no estuviera repleta de curiosos que arriesgaban la vida al asomarse de manera imprudente para ver al virrey aunque fuera solamente un instante.

A lo largo de las calles por las que el virrey y su comitiva se movían para llegar al Palacio Virreinal, se sucedían en enloquecida profusión, arcos triunfales, arcos de flores y mil adornos. El virrey solía hacer su entrada triunfal a caballo: su montura era la mejor que se podía encontrar y enjaezado con ricos adornos.

Retumbaba la ciudad de México con cada virrey: se armaba una inmensa procesión con todos los dignatarios, los funcionarios de la Universidad, los regidores, los oidores y las bandas de música.

En las casas de la Audiencia, el virrey prestaba juramento y luego se dirigía a catedral a oír misa. Luego, seguramente exhausto, se retiraba a Palacio.

Pero si creía que por fin dormiría tranquilo, el nuevo virrey se equivocaba: las fiestas por su llegada todavía durarían ¡otra semana! Y la enorme plaza de armas, nuestro Zócalo, bullía de alegría y algazara por la llegada del representante del rey en estas tierras.

El 20 de julio de 1810
Archivo Archivo (La Crónica de Hoy)

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