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María Teresa de Landa: la Miss México que mató por su honor

Los procesos de todas esas mujeres a las que la prensa de los años veinte bautizó como “autoviudas”, impactaron hondamente en la sensibilidad de los mexicanos de a pie. La realización de los juicios públicos, con un jurado ciudadano, contribuyó a generar expectación nacional. Aquellas mujeres, colocadas en situaciones límite, sin quererlo, se convirtieron en oscuras estrellas de la vida nacional.>

Retrato de mujer
Llegó al juicio llorosa, enflaquecida y enlutada. El fiscal pidió al jurado que no se dejara conmover por la seda negra y por el rímel de la Miss México Llegó al juicio llorosa, enflaquecida y enlutada. El fiscal pidió al jurado que no se dejara conmover por la seda negra y por el rímel de la Miss México (La Crónica de Hoy)

María Teresa de Landa tenía 18 años cuando, en el velorio de su abuela, uno de sus tíos le presentó a un hombre mayor que ella, pero que no dejaba de ser joven: bien plantado, marcial en su uniforme de militar, con los galones y las estrellas ganadas en el fragor de la revolución, el general Moisés Vidal atrapó la mirada de aquella jovencita hermosa, que solo se ocupaba de estudiar. En aquel encuentro, ocurrido en 1928, se empezó a tejer una tragedia que se convirtió en uno de los procesos criminales más sonados de los años 20 del siglo pasado.

Porque aquella muchacha, que de tantas maneras era representante de la nueva generación de mujeres mexicanas, estaba llamada a enfrentarse con el engaño y la decepción, con la furia y la ciega venganza, y, a pesar de que en aquella misma década fueron varias las protagonistas de sucesos similares, el nombre de María Teresa de Landa logró remontar el olvido, trascendiendo más allá de los periódicos antiguos; fue famosa dos veces, una, por ser la primera reina de belleza de aquel México que gustaba de presumir de moderno, y otra, por matar al que, acaso, fue el amor de su vida.

“Miss México, autoviuda”: así pasó a la historia de la nota roja nacional.

María Teresa, como tantas otras chicas de su edad, quería comerse el mundo a puños. Había estudiado en la escuela Normal, y después comenzó estudios universitarios de Odontología. Cuando uno de sus tíos le presentó al general Moisés Vidal, aquella joven existencia se conmocionó. La mirada de aquel hombre la estremecía, y no se opuso cuando el general en cuestión comenzó a cortejarla educadamente, con fineza.

Estos, los jóvenes generales de la revolución, ya eran diferentes de sus mentores, los rudos sonorenses que anduvieron en “la bola” desde que a Pancho Madero se le ocurrió desafiar al viejo don Porfirio. Esta nueva generación iba, poco a poco, bajándose del caballo, y gustaba de la buena vida; ya eran propietarios de aparatosos automóviles, y eran aficionados a las carreras de caballos y de máquinas, que se celebraban en el Hipódromo de la Condesa. Moisés Vidal tenía 35 años cuando conoció a María Teresa de Landa. Fascinado por la jovencita, su determinación fue completa: ella tendría que ser suya. El pequeño detalle era que el general Vidal estaba casado y tenía dos hijas.

Pero su familia estaba muy lejos, en Veracruz. El embrujo que sobre el militar ejerció María Teresa hizo que Moisés se olvidara del hogar, de su esposa, también llamada María Teresa. Resuelto a saltar todos los obstáculos para conquistar a la señorita De Landa, acalló la voz de su conciencia, que, probablemente, le advertía acerca de los riesgos de cometer el delito de bigamia, penado por la ley. La pasión que ardía en el corazón de Moisés Vidal era más poderosa que todas las advertencias del mundo.

El noviazgo se construyó dulce, apaciblemente. Moisés Vidal era amoroso y educado con aquella joven estudiante de Odontología. Algo incomodaba a la muchacha: los celos del general, que siempre quería saber a dónde estaba, si salía, por qué salía y con quién. 

Ella lo quería, desde luego, pero aquel afán de control era como una pequeña voz de alerta en su cabeza, que la chica no quiso escuchar.

En abril de 1928, uno de esos periódicos nacidos al calor del nuevo orden, emanado de la revolución, emitió la convocatoria para ¡un concurso de belleza! Sí, el diario Excelsior ambicionaba encontrar a la Señorita México. 

La ganadora de tal título iría a una competencia internacional en Galveston, Estados Unidos. Los compañeros de escuela de María Teresa de Landa empezaron a insistir: si la muchacha participaba, seguro que ganaría. ¿Quién más hermosa que ella? Las ganas de aventura, la posibilidad de triunfo, la inocente vanidad espoleada, hicieron todo: María Teresa accedió, y sus amigos enviaron su foto al periódico.

Cuando Excelsior publicó los nombres y las fotografías de las audaces chicas que concursarían, el general Vidal quiso morirse de celos y de cólera. Le reclamó duramente a su novia: ¿cómo se le ocurría tal locura? ¿De dónde sacaba que eso era para señoritas decentes? ¿Y qué iban a decir sus padres? ¿Y por qué no le había consultado, pedido permiso, a él?

Vidal tenía razón en algo: a los padres de María Teresa no les hizo la menor gracia un punto en particular: las muchachas desfilarían en traje de baño, como requisito obligado, porque tal era el sentido del concurso internacional de Galveston. Pero otra vez los compañeros de la muchacha intercedieron: la prueba del traje de baño sería completamente decorosa, y se efectuaría en la Alberca Esther, que acogía a la gente decente del pueblo de San Ángel. Además, las bases del certamen eran muy claras: las señoritas participantes debían ser jóvenes “de buena reputación”.

Convencidos los padres de María Teresa, poco podía hacer el general Vidal, porque, además, el noviazgo no era público. Así fue que la señorita de Landa empezó a hacerse famosa. Excelsior dedicó páginas y páginas a entrevistar a las concursantes. Poco a poco, María Teresa ganó terreno. Era culta, sabía de literatura. Le gustaban las carreras de autos, el box, la natación: una perfecta muchacha moderna. El general Vidal seguía muriendo de celos, pero nada podía hacer. Su novia se había salido con la suya, y nada la había detenido.

Ganó, entre el aplauso general. Acompañada de su madre, viajó a Galveston, vestida como una princesa moderna, por cortesía de almacenes y casas de moda, fascinados con la idea de que la Señorita México, la primera en la historia del país, luciera las mejores prendas de su catálogo. María Teresa no ganó, pero hizo un buen papel, y regresó a México entre los elogios de propios y extraños.

Cuando volvió a ver a su novio, el general resolvió que nunca volvería a dejar ir a su amada: la presionó y la convenció de que contrajeran matrimonio. Cuando los hechos fueran consumados, los padres de la joven se enterarían. Y así ocurrió. María Teresa, confiada en al apoyo familiar, dio la noticia y les presentó al general. 

Pasado el desconcierto y la sorpresa, los padres y el hermano de la muchacha decidieron aceptar a Moisés como un nuevo integrante de la familia, que fue a vivir a la casa de ellos, en la calle de Correo Mayor.

Lo que no sabía María Teresa, y mucho menos su familia, era que había vivido un matrimonio civil falso, urdido por Moisés Vidal. La joven Miss México creía vivir un cuento de hadas convertido en realidad, cuando, en realidad, su general la engañaba por completo.

El tiempo pasó: los celos del general no habían menguado, y una de las nuevas exigencias de casados, era que ella no tenía por qué leer los periódicos. Una mañana, María Teresa de Landa alcanzó a ver un periódico, y su vida se hizo pedazos.

El diario aseguraba, en primera plana, que tanto ella como su esposo, el general Moisés Vidal, eran culpables del delito de bigamia, pues el militar tenía otra esposa, una mujer llamada María Teresa Herrejón, con quien había contraído matrimonio seis años atrás.

De repente, María Teresa comprendió por qué Moisés no le permitía leer los periódicos; por qué una parte de los ingresos de su esposo iban a dar a Veracruz. En el proceso, contará el torbellino de sentimientos que la envolvió: airada, le reclama al general esa primera plana en La Prensa, que le revela de golpe un engaño. “No te fijes de esas cosas”, responde su esposo. La mujer afirma que entonces quiso suicidarse con una de las armas de su marido. Después, la confusión, el desastre. Ella intenta dispararse a sí misma, el general la sujeta. María Teresa no recuerda lo ocurrido. Como si volviera de un sueño, de repente ve el cadáver baleado de Moisés Vidal. La madre de la muchacha irrumpe en la pequeña sala de la casita de Correo Mayor 119, y la encuentra llorando junto al cuerpo.

“La Señorita México mató a su esposo de seis balazos”, cabecea La Prensa el lunes 26 de agosto de 1929. María Teresa Landa es llevada a la vieja y temible cárcel de Belén. Allí se llevará a cabo su juicio.

Se echa a andar el mecanismo judicial de la época: se toma declaración a los parientes de la autoviuda y es 1 de septiembre cuando se lleva a cabo la reconstrucción de los hechos en la casa de Correo Mayor 119, que los periódicos describen como de extrema modestia, rayana en la pobreza y el deterioro: allí vivían el general, María Teresa, sus padres y SU hermano.

Una multitud de curiosos inunda Correo Mayor: la autoridad envía un grupo de policías para contenerla. María Teresa llega en auto, custodiada por el mismísmo director de la cárcel de Belén. El tránsito se interrumpe; los autos ya no pueden circular, pues los preguntones y entrometidos aumentan que es una barbaridad; los balcones de las casas vecinas se atiborran de vivillos que, como si estuvieran en el teatro, se han conseguido un sitio inmejorable para vigilar las diligencias. No será menos el juicio.

Es tal la curiosidad y la expectación que despierta el caso de la “Miss México” autoviuda, que se pone en práctica un recurso de la modernidad, del que ya se había echado mano durante el juicio del asesino de Álvaro Obregón: se transmitirá por radio, y los capitalinos de a pie, esos que en los sucesos de sangre, pasión y emociones al límite hallan una más de esas “ocasiones de contento”, escucharán sin perder detalle, el proceso donde participa un fiscal que se revelará como implacable y que se siente defensor de la moral pública: Agustín Corona. Actúa como defensor de la reina de belleza, un abogado de fama: José María Lozano, que tiene en sus antecedentes, además de ser litigante de éxito, el haber ocupado alguna vez la cartera de Comunicaciones y Transportes.

Inicia el proceso: en el salón de la cárcel no cabe un alfiler. En la primera fila, atrás de María Teresa, su madre llora y se pasa todo el tiempo rezando. La joven se presenta vestida con elegancia moderna, pero sobria: viste de oscuro, lleva medias de seda negra y su arreglo es impecable: una flapper de luto, llorosa, ojerosa, que de inmediato empieza a conquistar a la concurrencia. 

Indignado, el fiscal Corona reprocha al defensor Lozano el recurso que busca convertir a la acusada, ante los ojos del pueblo, en una muchacha desamparada, y exhorta al jurado a no dejarse conmover “por la seda negra y el rímel de las pestañas” de la señora Landa. Quizá, desde ese momento, el fiscal ya ha perdido un primer round.

El fiscal Corona no solo pretende enjuiciar a María Teresa Landa por el asesinato del general Moisés Vidal. También quiere juzgar a la nueva moral de los locos años veinte, donde las mujeres fuman, conducen automóviles, usan escandalosas faldas cortas ¡a la rodilla! Han tirado a la basura los corsés de sus madres, y más aún: se atreven a participar en concursos de belleza, donde la parte más escandalosa es que las chicas se exhiben ¡en traje de baño! Atavíos que nada dejan a la imaginación… o al menos eso creían muchos en 1929.

La argumentación de Corona se encamina a demostrar que María Teresa Landa no es la muchacha recatada y preparada que se inscribió al certamen casi empujada por sus condiscípulos. El fiscal está seguro de que toda aquella mujer que se inscriba a un concurso de esos, tiene que ser de “moral ligera”, y está dispuesto a probarlo.

Una parte de la prensa está del lado de Agustín Corona: llegan a calificar el romance entre la reina de belleza y el general Vidal como un enamoramiento superficial, un “amorío de traje de baño”, escribe alguno, destilando veneno. Las versiones de los hechos se enfrentan: la defensa asegura que Vidal murió en el forcejeo por el arma. La fiscalía asegura que el militar dormía cuando María Teresa vació sobre él el cargador entero del revólver.

El examen del acta matrimonial de Landa y Vidal deja al descubierto el engaño: nunca existió tal matrimonio. El documento es apócrifo, lleno de inexactitudes. Poco a poco, se revelan los pecados de Moisés Vidal. Cortejó a María Teresa y con la ayuda de algunos amigos, finge el matrimonio, mientras su otra María Teresa, madre de dos hijas pequeñas, vive en Cosamaloapan, Veracruz.

Agustín Corona piensa que María Teresa sabía del falso matrimonio; la acusa de haber participado en el ardid para tener tranquilos a sus padres. Una vez más, se pone en duda la honorabilidad de la muchacha. Decidido a ganar el caso, muestra tres fotografías de la muchacha en ropa íntima, a un paso de la desnudez. Ella, indignada protesta. Las imágenes las tomó su marido. “Son fotos” –clama- “de un enamorado con una cámara fotográfica”.

Lozano, el defensor, no tiene las manos atadas. Trabaja y pone sus dotes de orador al servicio de una mujer engañada por un militar brutal. El público y el jurado se conmueven con el testimonio de la esposa legítima de Vidal: María Teresa Herrejón: ella aspiraba a reconciliarse con el general, quien le pidió aguardar un tiempo, pues si en esos momentos, dejaba a la Miss México, “te llevarían mi cadáver”. Por eso ni siquiera ratificó la denuncia por bigamia que un concuño suyo interpuso en su nombre y que se convirtió en la nota de primera plana que le costó la vida al general Vidal.

Haya sido por las medias de seda negra, por el notable adelgazamiento que experimentó en los meses del juicio, por las revelaciones de los engaños del general Vidal, María Teresa Landa fue absuelta. José María Lozano logró convencer al jurado de que la muchacha había actuado en defensa de su honor mancillado, y ese factor fue decisivo para que a las 3 de la mañana del 1 de diciembre de 1929, se le declarara absuelta.

La joven salió de la cárcel de Belén entre ovaciones. Nunca se casó. Hubo quienes la conocieron dando clases de historia en la Escuela Nacional Preparatoria; algunos de sus alumnos todavía recuerdan su vibrante narración de la odisea de Juana de Arco, de la Revolución Francesa. María Teresa de Landa se convirtió en el símbolo último de los locos años veinte en México. Después del suyo, desaparecieron los procesos con jurados ciudadanos. Hasta la nota roja empezó a ser otra cosa.

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