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México, 1911: ¡los aviones, los aviones!

Poca gente recuerda que, con todo y su solemnidad de anciano militar que había sobrevivido a la inestabilidad del siglo XIX y daba el salto al nuevo siglo en calidad de presidente de México, Porfirio Díaz tenía simpatía por las más sofisticadas expresiones de modernidad que ofrecía el mundo: vio cine y se dejó filmar; escuchó los cilindros grabados y a su vez le envió una carta sonora a Thomas Alva Edison. ¿Cómo se iba a perder la llegada de la aviación a México?

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A Braniff la prensa lo definía como un “sportsman”, que veía a la aviación como una actividad de adrenalina y deporte. Pero los fabricantes de aviones, lo que deseaban en realidad, era entrar en contacto con el gobierno de Porfirio Díaz.

A Braniff la prensa lo definía como un “sportsman”, que veía a la aviación como una actividad de adrenalina y deporte. Pero los fabricantes de aviones, lo que deseaban en realidad, era entrar en contacto con el gobierno de Porfirio Díaz.

Especial

Cuando, a principios de enero de 1910 el muy rico y muy audaz Alberto Braniff asombró al país convirtiéndose en el primer mexicano que se elevó por los aires en un avión, los más sagaces comprendieron que el siglo XX había llegado de verdad y que la vida de la humanidad se transformaría radicalmente. Los audaces pilotos desafiaban las leyes de la física y trepados en sus formidables máquinas voladoras daban materia a la prensa de la época para escribir crónicas empapadas de entusiasmo: era el futuro el que llamaba a la puerta.

Aquella emoción no se disipó ni siquiera porque, después de unos cuantos vuelos en los llanos de Balbuena, en las afueras de la ciudad de México, Braniff experimentó un aparatoso accidente que hizo trizas su aeronave, un Voissin biplano con motor de 60 caballos de fuerza -que para 1910 era una barbaridad de poderío- traído de Francia a finales de 1909. Si con Braniff empieza la historia de la aviación en México, con él empieza también la historia nacional de los accidentes aéreos. A pesar de lo aparatoso del asunto, Braniff salió casi leso del desastre, apenas con contusiones en un brazo.

Pero, como había ocurrido con el cinematógrafo y con el fonógrafo, aquellas invenciones insólitas auguraban la llegada de una nueva forma de vida, y los que se entusiasmaron mirando al valiente Braniff elevarse por los aires soñar con el momento en que todos los hombres de la tierra podrían volar.

Probablemente esas ideas cruzaron también por la mente del presidente de la República, Porfirio Díaz.

DEL CARO PASATIEMPO A LA SEMANA DE AVIACIÓN

El accidente dejó a Braniff sin avión y con el ánimo un poco bajo. Aunque el pionero de la aviación mexicana no regresaba al asunto, su ejemplo había cundido, y algunos otros mexicanos, con tanto dinero como Braniff y con la misma audacia, empezaron a entrarle a la peligrosa pero fascinante aventura de la aviación. Sus nombres se quedaron en las páginas d ellos periódicos de aquellos días: Miguel Lebrija, Juan Guillermo Villasana, José Ordoñez, Carlos Michel, los hermanos Juan Pablo y Eduardo Aldasoro, Pablo Lozano, Manuel Quezada.

Y del mismo modo que había ocurrido con el fonógrafo y el cinematógrafo, los empresarios del progreso olfatearon en México buenas posibilidades. Los fabricantes de aviones no esperaban que en nuestro país -como en ningún otro- docenas de emocionados salieran con los ahorros de toda su vida en las manos para comprar un avión. Pero el potencial era grande y seguramente que, en materia de comunicaciones, mensajería y transporte de carga, los aviones podrían volverse muy valiosas herramientas.

Es probable que algunos fabricantes de aviones tuvieran noticia de la mirada benevolente que Porfirio Díaz había tenido para con los representantes de los hermanos Lumiére, que hasta persuadieron al anciano presidente de que se dejara filmar montando a caballo. Seguro que también averiguaron el contenido de aquella grabación enviada por Díaz a Thomas Alva Edison, afirmando que, al aplicarse en inventos como el fonógrafo, la electricidad sería una de las grandes llaves para garantizar la felicidad de la humanidad.

Pero, como con tantas otras cosas, si no hay demostración, ¿cómo podría surgir la emoción por la aviación, y entusiasmar a los hombres del poder? Esa debe haber sido la convicción que llevó, a una empresa, la Moisant International Aviators, a anunciar, a principios de 1911, una gira de exhibiciones aéreas, en diversos puntos del territorio mexicano.

Que a la Moisant no le parecía relevante el hecho de que un chaparrito coahuilense, un tal Francisco I. Madero hubiera llamado a levantarse en armas en contra de los resultados electorales de 1910, era evidente. A la empresa lo que le interesaba era que, pasados los alborotos de las fiestas del Centenario y de las elecciones presidenciales, Porfirio Díaz viera con sus propios ojos la maravilla que era un avión elevándose.

En los tres días que duró la primera Semana de Aviación, en la ciudad de México, en febrero de 1911, acudieron al aeródromo de Balbuena unas cincuenta mil personas, y eso que la entrada se cobraba caro. Porfirio Díaz llevó hasta a sus nietecitos.

En los tres días que duró la primera Semana de Aviación, en la ciudad de México, en febrero de 1911, acudieron al aeródromo de Balbuena unas cincuenta mil personas, y eso que la entrada se cobraba caro. Porfirio Díaz llevó hasta a sus nietecitos.

Especial

Un representante de la Moisant, un caballero llamado Kenneth L. Bernard, viajó a la ciudad de México para solicitar audiencia con diversos funcionarios del gobierno porfiriano. El enviado se encontró con un escenario de lo más positivo. Con la anuencia de don Porfirio, se otorgaron a la Moisant toda clase de facilidades: los aviones entraron a territorio mexicano por ferrocarril y sin pagar impuestos en la aduana. Con bombo y platillo se anunció la Primera Semana de la Aviación, para febrero de 1911, con exhibiciones en Monterrey y en la ciudad de México.

El mexicano Alberto Braniff, hijo de una familia muy acaudalada, fue el protagonista del primer vuelo en avión en México y en América Latina.

El mexicano Alberto Braniff, hijo de una familia muy acaudalada, fue el protagonista del primer vuelo en avión en México y en América Latina.

Especial

La fiebre por la aviación repuntó. No bien se enteró de las actividades de la Moisant, Alberto Braniff sintió que la sangre le corría por las venas con energía renovada, y procedió a… comprarse (lo que es tener dinero de verdad) ¡otro avión!

La nueva maravilla adquirida por Braniff era un Farman, de fabricación francesa, con la que el mexicano pretendía competir al tú por tú con los pilotos extranjeros contratados por la Moisant.

Nuevamente, los mexicanos se alborotaron. Para que los tres días de exhibiciones en Monterrey salieran de lo mejor, los principales banqueros y comerciantes de la capital de Nuevo León costearon la preparación de un aeródromo con tribunas. La prensa habla de docenas de entusiastas, llegados de Coahuila, de Tamaulipas y de Texas para ver a los hábiles pilotos. Un aviador francés, Rene Simón, fue el primero en asombrar a la concurrencia, elevándose en un modelo “Bleriot”, con motor de cincuenta caballos de fuerza, aquel 19 de febrero de 1911. Otro piloto, Roland Garros, se elevó a 30 mil pies de altura y sobrevoló todo Monterrey.

El escándalo y la fascinación de los norteños se escuchó hasta la ciudad de México, y el aeródromo de Balbuena fue tomado por miles de capitalinos, que se morían de ganas de ver en acción a los siete pilotos de la Moisant, y mirar el regreso del valiente Alberto Braniff.

La orgullosa capital mexicana se volvió loca con la llegada, a la estación Colonia, de los aparatos montados en plataformas, el 23 de febrero. Después de un par de días de prácticas y reconocimientos del aeródromo, todo estuvo listo para que el día 25 se arrancara la exhibición.

Las gradas de Balbuena tenían capacidad para 10 mil personas, y se llenaron apenas se dio acceso al campo, y eso que se cobraba la entrada: general, un peso; 2.50 en las gradas y cuatro pesos la sillería. Si se toma en cuenta el hecho de que un jornalero ganaba en 1911 unos 50 centavos al día, ir a ver a los aviadores de la Moisant era muy, pero muy caro. Y, sin embargo, aquello estaba a reventar.

La prensa hizo cálculos: en los primeros tres días de la exhibición en Balbuena, unas cincuenta mil personas asistieron para admirar los aviones de la Moisant. El día 26, el presidente Porfirio Díaz, acompañado de su familia, y escoltado por el gobernador del Distrito Federal, don Guillermo Landa y Escandón, acudió a la presentación,

Las crónicas afirman que a don Porfirio le gustó mucho aquel asunto de los aviones. Incluso, al terminar la exhibición, todos los pilotos de la Moisant fueron presentados al presidente de México, que, cosa llamativa en la iconografía de Porfirio Díaz, fue captado con una notable sonrisa alegrando su rostro de anciano oaxaqueño. Según los reporteros de aquellos días, los comentarios de Díaz sobre los aviadores eran de admiración al valor de aquellos hombres. El viejo militar que todavía alentaba en el octagenario presidente, pensaba que había que ser muy valiente para treparse a aquel artefacto y hacerlo volar.

Como buen militar, Porfirio Díaz no vaciló en expresar su admiración por el valor de aquellos hombres que empezaban en una profesión insólita y riesgosa: pilotar máquinas voladoras. Al terminar la exhibición, en febrero de 1911, el piloto Roland Garros (izquierda) fue presentado a don Porfirio (centro).

Como buen militar, Porfirio Díaz no vaciló en expresar su admiración por el valor de aquellos hombres que empezaban en una profesión insólita y riesgosa: pilotar máquinas voladoras. Al terminar la exhibición, en febrero de 1911, el piloto Roland Garros (izquierda) fue presentado a don Porfirio (centro).

Especial

LA EMOCIÓN FUGAZ

La primera Semana de la Aviación logró opacar en las primeras planas de los diarios mexicanos, el incendio que crecía en el norte: la revolución maderista. Alborotado por haber hecho buen papel en Balbuena, Alberto Braniff anunció la creación de un Aéreo Club de México, donde ingresaron algunos de los apellidos más acaudalados del país, que estaban ya convencidísimos del potencial comercial de la aviación.

Los participantes que veían el asunto por el lado deportivo, soñaban ya con la creación de una escuela de aviación: el club compraría unos dos o tres aviones, y tendría a un instructor contratado de tiempo completo, para iniciar a los socios del club en el arte de volar. Naturalmente, Alberto Braniff fue designado presidente de la nueva organización, que tendría un local propio en Balbuena y en mediano plazo organizaría certámenes de vuelo.

Los hombres de Moisant miraban todo aquello con una sonrisa educada. Lo que verdaderamente les interesaba, había ocurrido: don Porfirio ordenó la constitución de un pequeño grupo de militares que viajarían a Europa y a Estados Unidos, a enterarse bien de las ventajas económicas que la aviación podría ofrecer a un país.

Pero don Porfirio ya no alcanzó a decidir sobre el tema. Como es sabido, la revolución maderista llevó al gobierno federal a una crisis sin remedio. Díaz renunció, se fue al exilio y el país entró en un proceso de reorganización política. Con la calma de los que tienen muchas horas de vuelo, la Moisant se replegó, pero aseguró a la prensa que volverían con nuevas exhibiciones en cuanto las cosas en México se estabilizaran.

Nadie sabe nunca para quién trabaja. La Segunda Semana de la Aviación se llevó a cabo a finales de 1911, cuando ya se habían celebrado nuevos comicios, había gestionado un presidente provisional, Francisco León de la Barra, y Francisco Ignacio Madero tomaba posesión después de triunfar de manera abrumadora en las elecciones. Y lo que había empezado con la mirada asombrada y la sonrisa de don Porfirio, llegaría al momento en que, por primera vez en la historia, un presidente de México se elevaría por los aires.

(Continuará)