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México, el Metro y la fe en el progreso

A los mexicanos más jóvenes debe parecerles casi de juguete la línea 1 del Metro de la ciudad de México. Eso qué, dirán. Además, hay metro también en Guadalajara y en Monterrey. ¿Qué tiene de especial, qué tiene de raro? Con aquella primera línea, que solamente implica bajar unos pocos metros respecto del nivel de las calles del Centro Histórico capitalino, llegó algo más que un transporte urbano: el futuro

Con algarabía y deslumbramiento, los mexicanos iniciaron su historia de amor-odio con el metro hace cincuentra y tres años/

Con algarabía y deslumbramiento, los mexicanos iniciaron su historia de amor-odio con el metro hace cincuentra y tres años/

Especial

En los días que corren, se ha citado, no sin un dejo de nostalgia teñida de amargor, y cualquier cantidad de veces, aquella canción que Chava Flores escribió para el Sistema de Transporte Colectivio (METRO) en el lejano 1969, cuando la línea 1 se inauguró. Los mexicanos tenían todavía el sabor agridulce del agitado 1968, donde lo mismo se supo de muchachos ganando la calle, para enfrentar la dura represión, que se disfrutaron los Juegos Olímpicos, transmitidos a todo el mundo por la red de microondas que el país se dio el lujo de estrenar. Eso, sin lugar a dudas, era modernidad. La parte buena del futuro nos había alcanzado. Pero el transporte subterráneo, ¡eso sí que era progreso para todos los habitantes de la capital!

¿Progreso, sonreirán los escépticos? ¿Progreso es bajar unos pocos escalones, equivalentes a una casa de dos pisos? ¡Pero si la Línea 1 es casi de juguete! Pero el veloz convoy naranja le llevaba a los habitantes del México de 1969 una certeza: la vieja Tenochtitlan se modernizaba. Tenía avenidas hermosas, instalaciones para encuentros deportivos y eventos masivos capaces de competir con las de otras grandes ciudades. Eso sí, le faltaba ese medio de transporte que esas otras grandes capitales tenían: el tren subterráneo. Desde septiembre de 1969, muchos habitantes de la bulliciosa ciudad de México sentirían, por un buen raro, que nada faltaba a la gran capital.

POSTALES DE UNA INAUGURACIÓN

“Voy en el metro, qué grandote, rapidote, qué limpiote/

Qué diferencia del camión de mi compadre Gilemón que va al panteón/

Aquí no admiten guajolotes, ni tamarindos, tecolotes /

Ni guacales con elotes ni costales con carbón”

Con habilidad de pintor-cronista, Chava Flores retrató la sorpresa de los capitalinos, que iniciaron su compleja relación de amor-odio con el Sistema de Transporte Colectivo Metro el 4 de septiembre de 1969. Cientos hacen fila para entrar. El presidente Díaz Ordaz, rodeado de colaboradores, entra en el viaje inaugural. Muchos de los primeros pasajeros se han asomado a ver las formidables excavaciones, la nueva transformación de la ciudad. Una línea con las estaciones identificadas con símbolos blancos en fondo rosa; las señales no solo se ven bonitas, sino que ayudan a esos adultos, que en 1969 aún son muchos, que no saben leer y escribir. Es una línea que crecerá muy pronto, ¡y llegará hasta el aeropuerto!, Y para 1970, serán ¡dos líneas!

Sí es grande, sí es rápido, sí es limpio. Por un peso con 25 centavos, se viaja por la zona céntrica de la ciudad en cuestión de minutos. La capital, que se ha pasado un buen rato mirando al Centro bardeado en algunas zonas, de repente siente el aire que las obras le han estado escamoteando. Curioso fenómeno: mientras se desarrolla la obra más moderna de la ciudad de México, el pasado prehispánico se le aparece a los mexicanos. Son cientos, miles de vestigios arqueológicos los que se descubren durante los trabajos de construcción del Metro, y algunas piezas notables pueden verse, todavía hoy, en la Sala Mexica del Museo Nacional de Antropología. Esta dualidad explica la emoción con la que muchos capitalinos vivieron aquellas primeras obras.

Es, sin duda, el progreso, el principal pasajero de los convoyes anaranjados, por más que, a despecho de la canción de Chava Flores, jamás se pudiera expulsar de los andenes -entonces relucientes- a quienes llevan huacales o costales atiborrados, del mismo modo que no se pudo evitar jamás que la estación Merced huela a jitomates y a cebollas, y, en los años que siguieron, los habitantes de la ciudad de México se dieron maña para meter al metro objetos más insólitos que los guajolotes o los costales con carbón.

Pero en 1969 nadie se fijaba en esas pequeñeces que acabarían por agregarse a la relación de los capitalinos con el Metro. Ya se veían moviéndose por la ciudad a bordo de las dos líneas: en un pestañazo se llega al Zócalo; en dos se llegaría a la Normal de Maestros. Es cosa de asombro, para quienes conocen el pasado lacustre de la ciudad de México, que ninguno de los viejos edificios virreinales se ha despeinado siquiera con las obras, y el asombro sube de punto cuando la nueva institución informa que la magna obra, asombro de extraños y orgullo de propios, ha ayudado a rescatar nada menos que 70 toneladas de piezas arqueológicas provenientes del pasado mexica. Sí, era orgullo del bueno; era orgullo de la ingeniería mexicana, que desafió y pulverizó la creencia de que un tren subterráneo era imposible en la ciudad levantada sobre un lago desecado y de lodoso subsuelo.

Aunque los ferrocarriles no entraron en desuso en 1969, la Secretaría de Educación Pública actuó con presteza: en la lección donde le habla a los niños de tercer año del progreso de la segunda mitad del siglo XX, donde se enuncian los beneficios de la seguridad social y de la educación pública gratuita, se toma una decisión que puede parecer muy pequeña, pero que habla de la importancia que adquiere el Metro de la ciudad de México: se sustituye la ilustración del moderno tren por el veloz convoy anaranjado, en el momento de irrumpir en el andén. El Metro, señoras y señores, sí es la encarnación del futuro.

LAS HISTORIAS DEL METRO

El antropólogo francés Marc Augé, que se ha dedicado a estudiar el sentido profundo que los humanos le damos a nuestros ires y venires por el Metro, sea cual sea el país donde se encuentre, equipara las redes de este transporte con las líneas de la mano. Porque en el Metro hay vidas, hay historias, hay biografías.

Porque todos, sea por exceso de Metro o de ausencia de Metro en nuestras vidas, tenemos algo que decir. María Félix siempre presumió cómo su marido, el empresario francés Alexandre Berger, le dijo un día: “Farolona, te voy a regalar el Metro”, y firmó uno de los convenios que aseguraba la transferencia de tecnología gala para el sistema mexicano.

Muy pronto, el Metro se volvió escenario literario. La primera narración donde el Metro mexicano aparece es “La Fiesta Brava”, cuento de José Emilio Pacheco. Dados como somos a la imaginería, y aficionados, como también somos, a las historias de fantasmas y aparecidos, es natural que, hasta la fecha, haya quien se sienta atraído por ese mundo de leyendas urbanas tejidas en torno a los túneles y el subsuelo, lleno de huellas del pasado, que asoman de repente: que si fantasmas prehispánicos, que si extraños seres medio humanos y medio roedores; que si la escondida estación del Metro que pasa por lo que fue la residencia presidencial de Los Pinos.

Pero hay historias mucho más terrenales en torno al Metro: su resistencia a los terremotos de 1985 y a otros sismos de consideración posteriores a ese punto de prueba; los espacios que se transforman y son tomados para nuevas comunidades que buscan un lugar propio, y esa búsqueda explica el origen de las historias de los últimos vagones. Hoy, todavía, hay quien se cita “debajo del reloj”, aunque hace años que algunos de los artefactos dejaron de dar la hora.

Ahí sigue el Metro, impregnado de historias acumuladas en cincuenta y tres años de operación: ensanchado, alargado. Sus ampliaciones le regalan a los usuarios lo mismo entierros de un panteón decimonónico olvidado que los restos de un mamut. Los días difíciles que hoy enfrenta tocan puntos sensibles en el ánimo de los habitantes de la ciudad: si en un principio fue la llegada del futuro, luego fue la confianza, porque el Metro no podía fallar. Si había soportado los terremotos, era prácticamente a prueba de todo. No era, no es ideología, sino ingeniería. La eficacia genera confianza, y la confianza es otra manera de nombrar al futuro.