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Monterrey: Tragedia en el Colegio Americano

Llegamos al siglo XXI y con mayor frecuencia se empezó a decir que éramos, que somos globales, para bien y para mal. En términos culturales, de vida cotidiana, algunas cosas que ocurrían al otro lado de la frontera norte, empezaron a replicarse en tierra mexicana. La normalización de la violencia generó dolorosos sucesos, como el ocurrido en un colegio regiomontano de nivel básico.

Policía estatal custodia una patrulla en la puerta de un colegio
Las autoridades acudieron con prontitud al sitio donde un adolescente con grave depresión se convirtió en agresor de sus compañeros. Las autoridades acudieron con prontitud al sitio donde un adolescente con grave depresión se convirtió en agresor de sus compañeros. (Cuartoscuro)

No eran ni las nueve de la mañana; hacía frío en Monterrey. Pasada la emoción de las fiestas de fin de año, todos se acostumbraban de nuevo a la vida de todos los días, y arrancaba 2017. Pero aquella suave modorra reventó, repentinamente el 18 de enero, cuando a los cientos de noticiarios matutinos empezó a llegar la nota de un suceso estremecedor. En una escuela de la capital regiomontana, había menores asesinados. Lo peor: el responsable era uno de sus compañeros.

Era uno de esos casos que impactan, incluso, a aquellos espíritus curtidos por el río inagotable de la nota roja. Siempre hay alguien que puede incursionar en el terreno de la violencia y la muerte, y alcanzar nuevos umbrales. Pero México entero estaba asombrado por la información que fluía desde Monterrey: un tiroteo escolar, como tantos otros que muchas veces reportaban -y reportan- las secciones de información internacional de los noticiarios y los periódicos. Un joven (no hay casos documentados que hablen de agresoras mujeres en ese tipo de sucesos) atormentado, llena el alma de sombras, un día llega a su centro de estudios y da rienda suelta a sus rencores. Los jóvenes protagonistas de esos hechos de sangre suelen ir provistos de armas de alto poder, que descargan en contra de condiscípulos, de profesores, del primer policía que alcance a llegar. Con frecuencia, después de cobrar algunas vidas, de sembrar el pánico a su alrededor, aquellos desdichados terminan suicidándose.

Era ya una historia muy conocida en el México de 2017. Pero siempre se trabaja de colegios en algún punto de Estados Unidos. Esa forma del mal, pensaban algunos, era cosa muy lejana, que poco o nada tenía que ver con los adolescentes mexicanos, aunque desde una década atrás, en 2007, la Secretaría de Educación Pública había puesto en marcha un programa, “Mochila Segura”, que facultaba a las autoridades escolares a instrumentar revisiones de mochilas justo antes de la hora de entrada, para evitar que los alumnos introdujeran a los planteles objetos que pudieran emplearse de manera agresiva, o armas de cualquier clase. Era y es un programa que no deja de generar algún nivel de polémica en las comunidades escolares, y que para algunos padres y madres de familia resulta una práctica invasiva. A otros les parece una medida necesaria, en vista de la inseguridad que, poco a poco, se había extendido por todo el país.

Pero esa mañana de enero de 2017, las cosas cambiaron. Nadie hablaba de un caso estadunidense. Se trataba de la muerte enseñoreándose en el Colegio Americano del Noreste, una escuela privada ubicada en el sur de Monterrey. Un jovencito de quince años la había convocado para arrebatar unas cuantas vidas y detener, por unas horas, el corazón de la capital de Nuevo León.

Fede sacó el revólver de su mochila. En el trajín del inicio de la jornada escolar, nadie se dio cuenta de lo que el chico tenía en las manos, hasta que sonó el primer disparo.

Estaban terminando el examen de química, sobre los componentes de la tabla periódica. La profesora, una joven de 27 años, recogía los exámenes. Un condiscípulo de Fede que logró escapar ileso, contó después: “Cuando la maestra recogía los exámenes, de repente se giró, y ya tenía el arma en alto. Sin vacilaciones, Fede le disparó a su profesora. Luego, apuntó a sus compañeros. Insultó a uno de ellos. Disparó varias veces más, girando hacia las distintas mesas.

Cecilia, la maestra, se desplomó. Varios de los alumnos estaban heridos. En un intento por acallar el huracán que soplaba en su interior, Fede quiso dispararse a sí mismo. Pero se había quedado sin balas. De la mochila sacó una caja de cartuchos. Cargó el arma y se disparó, cayó al piso. En torno a su cabeza empezó a crecer un denso charco de sangre.

Todo fue muy rápido. Los tiros, los gritos, desataron el pánico en el plantel entero. Llegaron las autoridades. No habían pasado ni dos horas desde que Fede sacó el arma de su mochila, cuando ya todos los medios del país habían dado aquella nota. Lo más terrible, subrayaban los informadores, es que nunca había ocurrido en Nuevo León algo así.

La policía se apresuró a cercar el plantel. Docenas de padres se arremolinaban a las puertas del Colegio Americano, exigiendo ver a sus hijos, saber si estaban bien, si no se contaban entre las víctimas de Fede. Con trabajos, las autoridades contenían aquella multitud, mientras los servicios periciales hacían su labor y los heridos, Fede incluido, eran llevados a toda prisa a diversos hospitales de la ciudad.

Como era de esperarse, se desató el torbellino de especulaciones. La pregunta insistente era, ¿de dónde había salido el revólver? Después se sabría que Fede y su padre practicaba la caza, de manera que el chico de quince años estaba familiarizado con el uso de armas de fuego.

También se supo que Fede estaba en tratamiento psicológico hacía tiempo: estaba deprimido. Hacía años que era víctima de bullying. Era callado e introvertido. Había sobrellevado la hostilidad de algunos de sus compañeros, pero no había podido evitar que le afectara anímicamente. Sus compañeros dijeron que era un chico introvertido.

No fue posible determinar qué detalle en particular hizo que Fede llevara esa pistola calibre 22 a la escuela, aquella mañana de enero. Que fue planeado, resultó evidente. No solo llevaba el arma, sino los cartuchos. Deseaba hacer daño, desahogar la rabia contenida, permitir que el resentimiento acumulado aflorara, arropado por el traicionero poder que proporciona un revólver a quien lo empuña.

El dolor de la tragedia del Colegio Americano no se atemperó con prontitud. A Fede, que se había disparado apuntándose hacia la barbilla, lo llevaron al Hospital José Eleuterio González, de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Aquel adolescente, atormentado por el maltrato de sus compañeros, vivió apenas un par de horas más.

Tres de los alumnos que compartían aula con Fede, resultaron heridos. Ana Cecilia, herida en la cabeza, logró recuperarse con prontitud. Pudo volver a comunicarse con fluidez. Luis Fernando no corrió con la misma suerte. También recibió un disparo en la cabeza. Tardaría dos meses en recuperarse, pero su capacidad de movilidad disminuyó y tuvo que comunicarse con señas. Manuel, que recibió un rozón en un brazo, fue dado de alta al día siguiente de la tragedia,

Cecilia, la profesora de química de Fede, no logró sobreponerse al ataque. A consecuencia de la herida recibida, la joven de 27 años murió dos meses después.

Mientras las familias de Fede y de sus víctimas vivían el dolor atroz, las autoridades, desde el presidente Peña Nieto hasta el gobernador Jaime, “El Bronco” Rodríguez, se dijeron tristemente impresionados, pidieron a los padres de país “escuchar más, entender más a los hijos; vigilar qué hacen y qué sienten”. “Falta de valores”, dijeron muchas voces. Fueron días en que el programa Mochila Segura volvió a ser tema de discusión nacional. No eran pocos los padres que, impresionados por los sucesos de Monterrey, exigían que las revisiones de mochilas no fueran cosa excepcional, sino diaria y a conciencia.

Del mismo modo que las jóvenes víctimas de Fede lograron rehacer sus vidas, la huella de aquel chico atormentado fue más allá de esa terrible mañana de enero, y es parte de otras historias: sus padres aprobaron la donación de órganos, y una joven de 23 años recibió una córnea; para un hombre de 39, la otra córnea. El riñón izquierdo fue entregado a un varón de 26 años; el riñón derecho a otro de 28, y el hígado fue para un adulto de 37. Hubo quien dijo que, de entre tanto dolor, la donación de los órganos de Fede era un gesto que quería ser de reconciliación. 

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