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Muerte y asaltos rápidos: el sello de la nueva Banda del Automóvil Gris

La violencia delincuencial está repleta de lugares comunes a la hora de tejer su narrativa. Casi dos décadas después de que un grupo de falsos revolucionarios sembraran el pánico en la ciudad de México, desvalijando casas adineradas, un puñado de rateros violentos fueron designados sus sucesores por el solo hecho de moverse utilizando un vehículo color gris.

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El joven al que apodaron

El joven al que apodaron "El Cachorro del Automóvil Gris", Proto Cota, fue identificado prontamente como asesino de un empleado de la Lotería Nacional.

El Viejo era categórico: nada de andarse con blanduras y consideraciones. Cada víctima era un denunciante en potencia, alguien que, en caso extremo, podría describirlos ante la policía. De modo que, al primer gesto de resistencia, se echaba mano del revólver y se le mandaba al otro mundo a que le forcejeara a sus muertos más remotos. El mundo era duro, y más para quienes, nacidos en los bajos fondos del México de la primera mitad del siglo XX, no tenían otra expectativa en la vida que arrebatar lo que nunca habían tenido. Así que no había razón para ser compasivo con la “clientela”.

El Viejo se llamaba Manuel Cota y era muy conocido en la vida criminal de la ciudad de México de los años 30. Quienes a través de los años lo habían conocido, aseguraban que se trataba de un sujeto violento, en el que alentaba una gran ira, que se desataba a la menor provocación. Lo suyo eran los robos rápidos, violentos y jugosos. Bajo esa tónica, había adiestrado a los aprendices de criminal que, cada tanto, llegaban a “trabajar” con él. Naturalmente, a su hijo, al que adiestró en las malas artes de la vida criminal, lo educó con esa oscura lectura de la vida, para jugársela, diariamente, en los barrios de la urbe modernizada.

La capital mexicana crecía en aquellos lejanos años 30. Las obras de los gobiernos posrevolucionarios le habían dado otro aspecto, y la fragilidad de señorita porfiriana quedaba atrás. Los revolucionarios le habían afinado los rasgos y pulido la figura para exhibirla ante el mundo como la gran ciudad que ya tenía el futuro en la traza urbana, con novedosos espacios para novedosas instituciones.

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Se tenía ya, por ejemplo, un rascacielos, La Nacional, construido en 1934, y, ese mismo año, después de desazones y fracasos sin fin, ¡Por fin! se había inaugurado el Palacio de Bellas Artes, que, por fuera era una reminiscencia de tiempos idos, y por dentro era modernísimo y opulento.

En el mismo 1934 se empezaba a llenar un centro escolar inmenso, con talleres y alberca, en el mismo sitio en que estuvo la oscura y decadente cárcel de Belem, con todo y sus juzgados. Aquella escuela, con murales de Anguiano y vitrales de Revueltas se llamaba -no podía ser de otro modo- “Revolución”.

Anchas avenidas se abrieron, llevándose por delante montones de casas de linaje virreinal, para construir el adecuado camino al Zócalo, el corazón simbólico de la Patria.

Todavía se hablaba, en 1937, de la laboriosa demolición que, un par de años antes, permitió abrir la avenida 20 de noviembre, y a nadie se le olvidaba que en la magna tarea se había reducido a polvo la casa, que, según la tradición, fue el hogar de San Felipe de Jesús, el primer santo mexicano. El torbellino de progreso reventó una parte de la llamada “primera traza”, diseñada en los días en que Hernán Cortés se enseñoreaba en estas tierras, y se había llevado, sin contemplaciones, la famosa higuera que, contaba la leyenda, había reverdecido en el momento en que el joven Felipe se volvió mártir, crucificado en lejanas tierras japonesas. Del mismo modo, el clero católico tuvo que apechugar y resignarse a la demolición del Seminario conciliar, vecino del Sagrario Metropolitano, para abrir una nueva calle al tránsito que cada vez se intensificaba más.

Si los eventos elegantes y los conciertos se realizaban en el Palacio de Bellas Artes, y los presidentes tomaban posesión de sus cargos en el Estadio Nacional, en los linderos de la colonia Roma, había cosas que no se erradicaron con el advenimiento de lo que podríamos llamar la ciudad revolucionaria: la criminalidad. Estafadores de altos vuelos, asesinos despiadados, rateros de baja estofa, sobrevivían por docenas en las colonias populares que, al norte y al oriente de la Plaza de la Constitución seguían siendo considerados “barrios bajos”, poco recomendables y peligrosos; la justicia social que había prometido la Revolución con mayúsculas no había llegado a todos, y algunos decidieron buscarse, a su manera y por sus manos, peculiares formas de equilibrar la balanza.

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Entre esa muchedumbre que buscaba la sobrevivencia fuera de las leyes, se contaba media docena de personajes que, agrupados en torno al férreo liderazgo de El Viejo, se volvieron famosos, entre 1937 y 1938, por la violencia de que hacían gala al cometer toda clase de asaltos, lo mismo a comercios que a viandantes; tanto a un hogar cualquiera como a un cobrador que hacía su ruta.

Se empezó a hablar de El Viejo y de sus cómplices como un eco de otros delincuentes, que habían sido famosos una veintena de años atrás. Algunas de las víctimas de los asaltantes de 1937 alcanzaron a contar a las autoridades que esa media docena de maleantes se movían por la ciudad a bordo de un auto de color gris.

La prensa de nota roja no vaciló: se trataba de una nueva Banda del Automóvil Gris.

LOS CRÍMENES DE “LA BANDA 2”

“Pocas ideas, pero fijas”, pudo haber pensado, no sin razón, cualquiera que empezara a encontrar, en la prensa de 1937, las notas que narraban las actividades de “La Banda del Automóvil Gris 2”, forma muy elemental de darle forma y materialidad a los seis asaltantes que, capitaneados por El Viejo, aparecían en los más diversos rumbos de la ciudad para cometer sus fechorías.

Porque, en realidad, era ponerle mucha literatura al acto de resucitar, en 1937, el rimbombante sobrenombre de los ladrones que en 1915 eran el terror de la gente adinerada de la ciudad de México. Veintidós años después, la banda de ladrones que empezaba a ser de las preferidas de los reporteros policiacos, no se fijaba mucho el perfil de sus víctimas: donde hubiera dinero, y condiciones propicias para apoderarse de él, ahí estarían.

En realidad, la banda llevaba bastante tiempo operando: robos mayores o pequeños; gente muerta al oponer resistencia cuando uno o varios quisieron arrebatarle las ganancias de la semana. Todos ellos casos que no se habían resuelto. El grupo de El Viejo Cota se hizo famoso en el verano de 1937, cuando atacaron en el barrio de Tacubaya, en la calle de Tordo.

Era agosto de 1937. Del mentado auto gris bajaron los bandidos, para cercar a un agente de la Lotería Nacional, quien llevaba un portafolios con 25 mil pesos. A aquel infeliz empleado lo acompañaba su esposa, y fue ella quien después habló del auto gris, de las amenazas, del forcejeo, de los tiros que los bandidos le propinaron a su marido. Mientras ella gritaba, pidiendo ayuda, los maleantes subían al auto para escapar a toda velocidad.

El golpe causó escándalo: la brutalidad del crimen, el monto del botín, eran cosa grande. El lirismo de las redacciones de entonces completó la historia al saberse del escape en un vehículo color gris.

La esposa de la víctima rindió declaración: la policía logró hacer un retrato hablado del muchacho que capitaneaba a los ladrones. La revisión de los archivos permitió aventurar una hipótesis: se trataba de Proto Cota León o De León, hijo, nada menos, que de Manuel Cota, El Viejo, hampón de muy larga historia, que tenía cuentas pendientes con la justicia, y poseía una reservación en la Penitenciaría de Lecumberri.

De vez en cuando, hay policías que se convierten en némesis de un delincuente famoso. El Viejo Cota tenía el suyo: se trataba de un detective del Servicio Secreto, Manuel Mendoza. En varias ocasiones, Mendoza habló con los reporteros: si efectivamente la banda era dirigida por el Viejo, resultaba una amenaza seria para los capitalinos. El Viejo Cota, aseguró el detective, era un delincuente de inteligencia “sobrenatural”, que le permitía avizorar los pasos de sus perseguidores y escapárseles de las manos. Era “decidido y sagaz”, y no se tentaba el corazón. Con un punto de admiración mal disimulada, el detective Mendoza calificaba a Cota como el más peligroso delincuente al que se había enfrentado en su carrera policiaca.

Con semejantes referencias, la Banda del Automóvil 2 se volvió una verdadera preocupación para los habitantes de la ciudad de México. Las piezas del rompecabezas delincuencial empezaron a cuadrar; se concluyó que algunos de los muchos casos pendientes se podían atribuir a los hombres de El Viejo Cota.

Semanas después del robo del dinero de la Lotería Nacional, la banda cometió un error fatal. Su objetivo era asaltar un camión repartidor de cerveza. Dinero abundante e inmediato, ¿qué podría salir mal? A bordo del auto gris empezaron a seguir a su víctima. En plena avenida Nonoalco bajaron del vehículo e intentaron cercar a su víctima.

No contaron con que el cobrador de cerveza, también conductor del camión, era igual de “decidido y sagaz” que El Viejo, y que, además, iba armado. Sin dudarlo, se enfrentó a los ladrones. Se armó la balacera, y la superioridad numérica definió el asalto: el cobrador cayó muerto, mientras los delincuentes escapaban con el botín. Pero esta vez las cosas eran distintas. Al defenderse, el cobrador logró herir de muerte a uno de los integrantes de la banda. El resto de los ladrones se marcharon, dejándolo en el piso. La policía lo identificaría y a partir de sus antecedentes emprendió la búsqueda de los otros asaltantes. Poco después, cayó otro integrante de la banda, Ignacio Sandoval, “El Murciélago”. Localizado en una casucha de la colonia Santa María la Ribera, Sandoval se lió a tiros con la policía y ahí quedó muerto. De los seis cómplices de El Viejo, solo cuatro quedaban con vida.

Sintiendo que el cerco se estrechaba, El Viejo Cota decidió que lo mejor era irse de la ciudad. Y procedió en consecuencia, con el detalle de que no le avisó a sus cómplices, hijo incluido, de su fuga. Así, sin liderazgo, el resto de la Banda del Automóvil Gris 2 fue aprehendida. La viuda del empleado de la Lotería Nacional identificó a Proto Cota León como el asesino de su esposo.

A Proto Cota, de inmediato, la prensa lo bautizó como El Cachorro del Automóvil Gris. Sus declaraciones fueron nota de primera plana: tenía 27 años, y su primer delito, inducido por su padre, lo había cometido cuando tenía 20. Le echaron en cara todos sus delitos, quisieron indagar en la relación padre-hijo y rastrear la forma en que El Viejo había convertido en delincuente al muchacho. Proto aseguró que, si había elegido la famosa “senda del crimen”, era porque temía, y mucho, la ira de su padre.

De los seis integrantes de la banda, dos terminaron muertos y cuatro encarcelados. El único que permaneció impune que Manuel Cota, El Viejo, que desapareció sin dejar rastro.

De los seis integrantes de la banda, dos terminaron muertos y cuatro encarcelados. El único que permaneció impune que Manuel Cota, El Viejo, que desapareció sin dejar rastro.

Desde luego, no le valió su triste historia familiar. Proto Cota León y sus cómplices, fueron condenados a 25 años de prisión. Pasaron un año presos en la penitenciaría de Lecumberri. En agosto de 1938, Proto un par de compañeros se escaparon de la cárcel capitalina, limando los barrotes del área de atención médica. Los reaprehendieron a fines de abril de 1941, cuando intentaban cambiar cheques que habían robado. Ya no pudieron fugarse de nueva cuenta.

EPÍLOGO

El único que no terminó preso o muerto fue Manuel Cota, El Viejo. Hasta el fin de sus días, el detective Manuel Mendoza aseguró que El Viejo se había ido para el norte, y vivía, con nombre falso, en algún punto de la frontera, como un hombre honrado.