Es mayo de 1989 y la capital mexicana vive un día soleado y cálido. La relativa tranquilidad de la ciudad de México se rompe por un hecho que, hace 33 años, era insólito; todavía no se normalizaba la violencia extrema en las calles. Una balacera en la colonia Cuauhtémoc quiebra la vida de todos los días. Poco a poco se empieza a saber que, además de la inesperada balacera, ocurre otro suceso extravagante, por decir lo menos: en cierta calle, llueven dólares. Los datos que poco a poco se van filtrando por las frecuencias de la policía empiezan a atraer a los reporteros. Así se encontrarán con un caso lleno de historias personales que van de lo oscuro a lo trágico. A los protagonistas muy pronto se les empezará a conocer como “Los Narcosatánicos”.
¿Llovían dólares? Como narraría la prensa al día siguiente, eso era lo menos impactante. A la policía que se acercó al número 19 de la calle Río Sena, atendiendo una llamada de auxilio, los recibieron con ráfagas de un arma de alto poder que en la narrativa criminal de 1989 tampoco abunda, la AK-47, la famosa “cuerno de chivo”.
Poco a poco, las preguntas se vuelven insistentes. No es un caso de nota roja común en el torbellino que significa la vida en la cada vez más ruidosa y grande ciudad de México. ¿Quiénes son los tiradores? ¿Cómo empezó el enfrentamiento?
La información comienza a fluir: una mujer, la regiomontana Sara Aldrete, ha hecho llegar a la policía un mensaje donde pide auxilio: se dice secuestrada por un personaje, mitad narcotraficante, mitad santero; responde por Adolfo de Jesús Constanzo y hace pocas semanas que llegó a la capital, arrastrando tras de sí a “su gente”, expresión que, como se verá, no es una metáfora.
Porque Adolfo de Jesús Constanzo es el jefe, la cabeza de una pequeñísima agrupación, casi una familia, que ha engrosado con el secuestro de Sara y la inclusión en el grupo de un muchachito rubio y de aspecto delicado, Omar Orea, estudiante de la UNAM.
Sí, tienen pocas semanas viviendo, integrándose al ajetreo capitalino, adaptándose y preparándose para sobrevivir, y para, en caso necesario, eludir la persecución policiaca. Constanzo viene de Tamaulipas, donde autoridades mexicanas y estadunidenses lo buscan: es el culpable de más de diez homicidios, cuyas huellas, espantosas, afloraron en un rancho del municipio de Matamoros. El detalle es que, entre sus víctimas, hay al menos un ciudadano estadounidense. Y eso cambia todo. No es tan sencillo decirle al FBI que ya no busquen, porque no hay pistas, o que se olviden del asunto porque no tiene caso. La policía tamaulipeca siente presión. No pueden desentenderse de la desaparición, en territorio mexicano, de un muchacho al que su familia busca con desesperación.
En marzo de 1989, la prensa del norte del país habla de “macabros hallazgos” en el rancho Santa Elena, en el municipio de Matamoros. Esta vez no es uno de esos lugares comunes que, a fuerza de repetirlo hasta la náusea, forma parte del discurso clásico de la nota roja mexicana. Es la expresión exacta para describir lo que hallan las autoridades.
La policía de Tamaulipas y algunos representantes del FBI dan con el rancho, que está deshabitado. Pero hay abundantes indicios de que los ocupantes del lugar se fueron no hace mucho. El sitio es cateado cuidadosamente y el horror empieza a fluir: aparecen los restos de 13 personas, todas víctimas de extrañas mutilaciones. Entre aquellos despojos, huellas de existencias brutalmente truncadas, aparece parte del cuerpo de Mark Kilroy, un estudiante de la Universidad de Texas en Austin, que había pasado “al otro lado” con ganas de un rato de diversión. A Kilroy lo secuestraron en Matamoros, donde lo aguardaba la muerte. La policía halla en el rancho Santa Elena lo que queda del muchacho, bárbaramente descuartizado. Incluso el reporte del forense parece haber sido escrito por un autor de historias de horror: a Kilroy lo mataron después de horas de violencia y mal trato; le arrancaron la columna vertebral y cocinaron su cerebro.
Como el horror del rancho Santa Elena crece a medida que se explora con mayor detenimiento, la policía de Matamoros no puede hacerse de la vista gorda, como, aparentemente, había hecho durante una buena temporada: son trece cadáveres los que recuperan del lugar. La presión aumenta, y la policía da con dos hombres, propietarios del rancho: los hermanos Elio y Serafín Hernández.
Por ellos se empieza a desgranar la historia de aquellos asesinatos: a quien busca la policía es a un hombre joven, cubano estadunidense, apodado “El Padrino”. Se llama Adolfo de Jesús Constanzo y nació en Miami. Hace tiempo que se estableció en México, a donde había venido pensando en hacer carrera como modelo y como sacerdote de un rito de la santería cubana, aprendido de su madre. El culto en el que se inició Constanzo es conocido como Palo Mayombe, es una de las ramificaciones de la santería cubana, y a lo largo de los años el muchacho lo aderezó con algunos elementos del vudú haitiano. Para Adolfo de Jesús, el poder proviene de algunas partes del cuerpo humano, y las obtiene, o bien de robos en cementerios o consiguiendo víctimas para sacrificarlas.
Hay en Tamaulipas gente con dinero que paga bien los rituales de Adolfo de Jesús Constanzo, quien también se gana la vida vendiendo droga. Tiene contacto con los grandes proveedores que van y vienen por la frontera entre México y Estados Unidos, y que, con frecuencia, ocultan sus mercancías en el rancho Santa Elena. Entre una y otra actividad, no tiene malos ingresos y goza de impunidad, gracias a los sobornos que reparte con largueza. Eso explica que nadie se hubiera fijado en la desaparición de doce personas… hasta que Mark Kilroy se equivocó al elegir el sitio para vacacionar. Lo peor del caso, revelará interrogatorio, es que Kilroy fue elegido al azar. Constanzo quería a un hombre rubio y blanco para llevar a cabo un ritual.
La policía interroga a los hermanos Hernández y a otros pocos seguidores del Padrino, quienes poco a poco van explicando el espantoso rompecabezas humano que se descubre en el rancho. El asombro los invade cuando empiezan a interrogar a los propietarios del lugar. ¿Qué pretendían los asesinos? La respuesta es delirante: preparar pociones que hacen invulnerables e invisibles a quienes las ingieren.
Para sus ritos, Adolfo de Jesús Constanzo requiere sacrificios humanos: necesita columnas vertebrales, cerebros. Sus pócimas, le asegura a sus seguidores, los hacen invulnerables a las balas de sus adversarios, y más aún, los hace invisibles. Lo que atribuye al poder de sus brebajes, en realidad se concreta a fuerza de sobornos, pero quienes creen en aquel hombre le profesan una obediencia ciega y peligrosa: por él secuestran y matan. La cercanía de la policía los hace moverse hacia la ciudad de México.
Aparentemente con ayuda de algunos amigos con más poder que él, Constanzo se establece en la capital. Lleva venas recomendaciones, de manera que entabla relaciones con el bajo mundo que implica policías, narcos de poca o mediana monta, charlatanes y adivinos, algunos personajes del mundo del espectáculo. Constanzo empieza a hacerse de cierta fama y, por lo tanto, de alguna clientela que confía su destino a la intuición y a los rituales de “El Padrino”.
En esa lógica, “El Padrino”, tiene “ahijados” y a ellos los protege. De ahí sale el primero de los homicidios que, a la larga se le podrá demostrar, el de un travesti que se ha peleado con un “ahijado”.
Poco a poco forma una pequeña comunidad que después la prensa describirá como “su banda”: una estudiante norteña, Sara Aldrete, que después se dirá secuestrada, aunque hay versiones de que la muchacha se une al grupo después de haber tenido algún trato con un grupo de narcotraficantes en Monterrey. Otro leal es Álvaro de León Valdés, conocido como El Duby, que lo sigue después de haberse iniciado en el crimen en un grupo de narcos.
Otro seguidor que viene desde Tamaulipas, Martín Quintana y Omar Orea, un muchacho que tiene un sorprendente parecido con Mark Kilroy y que estudia sin estudiar Ciencias de la Comunicación en la UNAM, completan el cuadro. Omar se acerca al grupo que viene de Matamoros como la mariposa que se acerca a la llama. A alguna muchacha, condiscípula suya, le invitará un café, y en la conversación le confía que “tiene otra religión”.
Todos ellos se acomodan en el departamento de Río Sena, inquietos porque ya hay voces de que la policía busca al Padrino. La llegada de la policía a la cuadra donde viven, los acorrala a todos en el mismo sitio. Pero el Padrino no tiene intenciones de caer preso y se desata la balacera.
Constanzo enloquece, según las narraciones de los sobrevivientes: “¡No me detendrán! ¡Los veré en el infierno!”. Para provocar el caos, empieza a arrojar dólares por la ventana, con la esperanza de que la ambición domine a los policías, se distraigan con la maravillosa lluvia de dinero gringo y ellos puedan escapar. Pero ya es demasiado tarde. Las autoridades cercan el departamento.
Desquiciado, Adolfo de Jesús Constanzo decide que no lo atraparán con vida, y exige a sus seguidores que mueran con él; les propone un pacto suicida y se mete en un clóset. Solamente Martín Quintana accede y se acomoda junto al Padrino. El Duby ametralla el closet.
A los pocos minutos, Sara, Omar y el Duby gritan que se rinden. Al día siguiente la fotografía de ellos en todos los periódicos ilustra la narración completa, y nadie en el mundo del espectáculo reconoce haber tenido trato con los que ahora llaman en la prensa los Narcosatánicos. En tiempos en que la corrección política no campeaba en los medios, el retrato de los cadáveres ametrallados se reproduce por cientos.
Los sobrevivientes van a prisión. Sara Aldrete escribirá un libro para contar su versión y reiterar su inocencia. El Duby no tiene atenuantes. Omar Orea, inocente de los asesinatos, pero acusado de complicidad, muere en prisión, contagiado de VIH. El caso se vuelve uno de los clásicos de la historia criminal de fines del siglo XX.
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