Jacobo Fernández Alberdi moría de amor por su novia mexicana, Elisa Flores. Se anunciaba la primavera; comenzaba marzo de 1946. La guerra se había terminado, y para efectos prácticos, la zozobra, la incertidumbre que de maneras diversas había rebotado en las vidas de los mexicanos de entonces pensando en la posibilidad de que el conflicto llegara a alguna ciudad o puerto, se disipó, como un extraño sueño.
Eran días de notorias campañas nacionales de alfabetización, de planes para construir todas las escuelas que necesitaban los niños de nuestro país. Granos de esperanza tomaban forma en la vida nacional. Entonces, Jacobo decidió que quería casarse.
Aquel joven español había encontrado casa y amor en tierra mexicana. Adoraba a Elisa Flores y quería compartir con ella el resto de su vida. Pero deseaba que, en verdad, fuera una ocasión inolvidable. Pensó mucho tiempo. ¿Cómo pedirle matrimonio a Elisa, de manera que no fuese como la anécdota que contarían muchas otras jóvenes? Jacobo decidió, entonces, conjuntar su amor con una de sus grandes pasiones: volar en avión.
Su plan le ganaría un espacio en el recuento de las pequeñas historias sensacionales de la ciudad de México.
El asunto era, dentro de su sencillez, complicado. Jacobo le pediría matrimonio a Elisa a bordo de un avión. Naturalmente, volando. Pero había que agregarle una dosis de originalidad. ¿Qué tal volar en torno al Monumento a la Revolución? Mejor aún, ¿qué tal cruzar volando por el hueco de la cúpula? ¡Eso sí que sería original y verdaderamente excepcional!
Aparentemente, pasó por la memoria del joven español aquella historia de un piloto habilidoso que en 1924 pasó volando por el Arco del Triunfo, en París. ¡Vaya que daría de qué hablar si lo lograba! Y de ese modo, la ciudad entera sabría de lo que es capaz un hombre enamorado y con las necesarias habilidades técnicas.
En 1946, la ciudad de México era, más bien “bajita”. Los edificios altos solamente tenían cuatro o cinco pisos de alto, y la capital del país tenía UN sólo “rascacielos”, el edificio de la empresa aseguradora La Nacional, en la esquina de Avenida Juárez y San Juan de Letrán. Desde la distancia del siglo XXI, el asunto suena un poco inocente: La Nacional solamente tiene 13 pisos y, en la actualidad, cualquier peatón que se aventure por el Centro Histórico puede, perfectamente, contrastar la altura del edificio con sus dos vecinos, el edificio Abed, de 29 pisos, o la Torre Latinoamericana, de 44.
Pero en 1946, La Nacional era uno de los grandes referentes de la ciudad de México. Otro punto importantísimo, en términos de altura, era el Monumento a la Revolución. Aquella estructura gigantesca, que originalmente iba a ser una magna obra de los tiempos de don Porfirio, el Palacio Legislativo, se había quedado abandonada al sobrevenir la debacle del gobierno de Díaz. Entre las cosas que hizo en sus quince meses de gobierno, Francisco I. Madero había aprobado la continuación de la obra, e incluso llegó a visitar los trabajos de cimentación.
El cuartelazo de Victoriano Huerta frenó muchas cosas en la vida nacional, entre ellas la obra del Palacio Legislativo. La inmensa cúpula se quedó semi abandonada, hasta que en 1936 se le dio la categoría de monumento a la Revolución, así, con mayúsculas.
Cuando México entró en “estado de guerra”, en 1942, el Monumento a la Revolución fue considerado un punto estratégico. Una de las acciones preventivas que generó el pertenecer al bloque de los Aliados, fue el desarrollo de simulacros de bombardeos, que, en vista de los sucesos que habían decidido al gobierno mexicano a involucrarse en el conflicto mundial —el hundimiento de barcos petroleros— no resultaba ni descabellado ni improbable.
Durante aquellos simulacros, se efectuaban “apagones”: la ciudad de México se quedaba completamente a oscuras, mientras pilotos de la Fuerza Aérea Mexicana volaban sobre la capital, desarrollando diversas maniobras, por si un día era necesario defender a la patria en los cielos.
Solamente dos puntos quedaban iluminados durante aquellos simulacros, como referentes de orientación: uno, en el Peñón de los Baños. El otro era la punta del Monumento a la Revolución. Tanto por razones ideológicas como por criterios estratégicos, aquella enorme cúpula era muy importante. Para los planes de Jacobo Fernández Alberdi, el reto era más que satisfactorio.
Como no era cosa de meterse en problemas antes de tiempo, indagando con las autoridades cuánto mide el hueco del monumento, para calcular si el avión podría pasar sin que la pareja se matara, Jacobo recurrió a una sencilla estratagema: lo midió caminando. El hueco equivalía a veinticinco pasos de él, que equivalían a 18 metros. Había espacio más que suficiente para que pasara por ahí el biplano de dos plazas que podía conseguir para llevar a su novia a volar y pedirle matrimonio.
Fernández Alberdi no era ningún improvisado. Había llegado a México en calidad de refugiado, después de escapar de uno de los campos de concentración donde se mantenía a republicanos que intentaban escapar de la guerra civil española. Cuando por fin llegó a América, en barco, decidió irse a la ciudad de México. En el trayecto por tren conoció a Elisa, de la que se enamoró de inmediato.
Valor no faltaba, habilidad tampoco. Sólo se necesitaba buen viento y una pizca de suerte.
Escogió Jacobo un domingo, el 3 de marzo de 1946, para invitar a su novia a “dar una vuelta”. Contenta, la muchacha accedió. Intuyó algo peculiar cuando el paseo se desarrollaba hacia los llanos de Balbuena. Allí los esperaba el biplano.
-¿Te animas a subir?
-Contigo, hasta la muerte.
Y la aventura comenzó. Después se sabría que, aún cuando Elisa confiaba plenamente en la pericia de su novio, le dio un poco de inquietud cuando Jacobo empezó a volar muy cerca de los techos de la capital. Con rapidez, llegaron a la enorme plaza donde reina el Monumento a la Revolución. Fueron suficientes segundo y medio. Jacobo enfiló hacia la cúpula, descendiendo todavía más, e inclinando la nave. Gritando, para que ella escuchara por encima del ruido del avión, soltó la propuesta más importante de su vida:
-¿Te casas conmigo?
-¡Sí, sí!
Ya estaban elevándose de nuevo. Acababan de cruzar por el monumento, y estaban ya comprometidos. Jacobo subió el avión y enfilaron hacia Balbuena, para devolverle la nave a su propietario, un hombre llamado Carlos Carmona. Alguien de quien nunca se ha sabido el nombre, pero que todas las fuentes periodísticas identifican como “un turista” alcanzó a tomar una fotografía en el momento en que el audaz piloto salía del monumento.
La pareja había pasado a la microhistoria de la capital y se había metido en un lío, porque la ley de aeronáutica ya prohibía el sobrevuelo a baja altura en las ciudades.
Tres días después, la ciudad entera no hablaba de otra cosa que no fuera el caso del enamorado y hábil piloto que le pidió matrimonio a su novia cruzando por debajo de la cúpula del Monumento a la Revolución. La fotografía de la hazaña se publicó por todas partes, y los reporteros de entonces se dieron a la tarea de averiguar la identidad de la pareja.
El 6 de marzo, los periódicos dieron a conocer el fin agridulce de la historia. El director de Aeronáutica Civil felicitó calurosamente a Jacobo Fernández Alberdi por su habilidad y su valor… y luego le quitó la licencia de piloto —que, por cierto, le había extendido apenas en enero de ese año— y lo multó con 8 mil pesos de entonces —una pequeña fortuna— por andar haciendo acrobacias, por fabulosas que estas fueran.
Aquel año, Jacobo y Elisa fueron felices. Se casaron. Tuvieron un matrimonio breve pero dichoso. Jacobo murió cinco años después, en mayo de 1951, en, ay, paradoja, en un accidente de aviación, donde él no pilotaba. Pero la historia de amor que construyó con Elisa, se mantiene en las páginas del anecdotario sin fin de la noble ciudad de México
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