Fue como una bofetada brutal en el rostro de aquel México del Desarrollo Estabilizador, que miraba con esperanza y energía hacia un futuro promisorio. Corrían los primeros días de 1964 cuando, desde el estado de Guanajuato, todo el país recibió la noticia de un caso de nota roja electrizante, que parecía una historia que, de tan trillada, llamaría poco la atención: algunas mujeres jóvenes encerradas en un burdel, alguna de ellas arrancada de su hogar para forzarla a entrar en la prostitución. Y hacia allá apuntaban las primeras pistas. Luego, se volvió una historia de horrores con alcance nacional.
Un apodo se volvió famoso: Las Poquianchis. Se trataba de tres mujeres a quienes se señaló como culpables de más de cien casos de muerte y abuso. El desamparo de sus víctimas, las terribles condiciones de vida que impusieron a quienes tuvieron la desgracia de caer en sus manos, las volvieron oscuras celebridades. Su sobrenombre se transformó, por algunos años, en adjetivo favorito de los reporteros de nota roja para designar a mujeres que regentearan burdeles o indujeran o forzaran a muchachas para prostituirse. Las tres hermanas González Valenzuela cobraron tan retorcida fama, que la relación de sus delitos alcanzó para convertirlas en personajes de novela, en protagonistas de guiones cinematográficos. Poquianchis, Poquianchis. A lo largo de los años 60 del siglo pasado, epocas ocasiones un sobrenombre fue tan conocido.
Y, siendo estrictos, no faltaba razón. Porque las tres hermanas González Valenzuela, Delfina, María de Jesús y Carmen fueron señaladas como responsables de la muerte de al menos 90 mujeres, todas empleadas en los prostíbulos que poseían en los estados de Guanajuato y Jalisco. Las muchachas rescatadas en aquel enero de 1964 tenían el aspecto de haber salido de un círculo del infierno.
La detención de las hermanas González Valenzuela fue una cosa casi fortuita. En Guadalajara, una mujer, Petra Jiménez, se presentó ante el procurador de justicia estatal: denunciaba la desaparición de su hija María, de 13 años de edad. Casi al mismo tiempo, en la ciudad de Guanajuato, el jefe de grupo de la Policía Judicial del estado, Miguel Ángel Mota, recibía dos denuncias muy similares. Apareció, harapienta, casi en los huesos, una muchacha, Catalina Ortega. En ella eran evidentes las huellas de violencia física. Se había escapado de un rancho en el municipio de San Francisco del Rincón, donde la tenían secuestrada. Logró Catalina salir por una abertura de la barda que circundaba el rancho, muerta de miedo: sabía que, si se daban cuenta de la fuga las dueñas del rancho, propietarias también de los prostíbulos mal disfrazados de bares, donde la obligaban a trabajar, le arrancarían la vida a golpes.
Movida por el pánico, Catalina Ortega caminó durante horas, hasta que llegó a su hogar, del que había sido arrancada. Acompañada de su familia, fue a denunciar su historia en la jefatura de policía de la ciudad de León. Desfallecida, agotada física y emocionalmente, empezó a hablar. Su declaración fue crucial para reunir los hilos de su caso con los de las denuncias por la desaparición de muchachas muy jóvenes, no solo guanajuatenses; algunas de las víctimas de esa historia de explotación y violencia, provenían de Jalisco.
Así, las autoridades calcularon que la desaparición de María Jiménez estaba relacionada con los horrores vividos por Catalina Ortega, quien identificó a las mujeres que la explotaban a ella y a otras más, como las hermanas González Valenzuela. Pero a ellas, agregó, todos en San Francisco del Rincón las conocían como Las Poquianchis.
Los cuerpos policiacos de las capitales de Guanajuato y Jalisco empezaron a trabajar. La aportación de la policía de León fue definitiva para dirigir la investigación hacia San Francisco del Rincón. El 12 de enero de 1964, la policía llegó a un rancho, el “Loma del Ángel”. Donde pudieron aprehender a dos de las hermanas, a Delfina y María de Jesús. Con ellas, estaban quince mujeres, igual de desnutridas y maltratadas que Catalina Ortega. También encontraron a dos niños, en condiciones similares. Fue tal el escándalo, que a los 21 días, acosada, una tercera hermana se entregaría, y una cuarta, que afirmaba no tener relación alguna con los negocios criminales de sus hermanas, también fue aprehendida.
Parecía que, al cerrar el rancho y llevarse a las hermanas González Valenzuela se terminaba la historia. Pero una de las víctimas, cuando ya se disponían todos a abandonar el lugar, dijo que en uno de los patios del rancho estaban enterradas muchas mujeres que también habían sido secuestradas y explotadas por las Poquianchis. El horror empezaba a aflorar también denunciaron aquellas mujeres, enflaquecidas y golpeadas, que, cada vez que alguna de ellas quedaba embarazada, las hermanas las hacían abortar y enterraban los fetos en el mismo patio.
El caso de las Poquianchis dejó de ser nota roja local. Era algo demasiado grande para que se quedara en los periódicos estatales, y mientras más hablaban las víctimas rescatadas, más monstruosa se hacía la red de operación de aquellas hermanas, y más evidente era que no habrían podido medrar sin la complicidad de las autoridades policiacas de San Francisco del Rincón.
Las indagaciones de la policía generaron un escándalo que resonó en todo el país. En la ciudad de México, donde se habían dado los grandes casos de nota roja del siglo, hubo asombro e indignación. Era escandaloso, difícil de creer que una explotación tan primitiva, oscura y violenta ocurriera en el mismo país que construía servicios de salud para grandes segmentos de población, que desarrollaba modernas y amigables unidades habitacionales, como la famosa Ciudad Tlatelolco.
Pero lo cierto es que las hermanas González Valenzuela llevaban nada menos que 25 años operando bares y prostíbulos en Guanajuato y Jalisco, con ramificaciones que llegaban incluso al estado de Tamaulipas, y si aquella trama delictiva no había salido a la luz en tanto tiempo, se debía a que las Poquianchis eran íntimas amigas de la policía local y de las autoridades municipales, razón por la que habían medrado a lo largo de los años. Aquellos vínculos amistosos se extendían por todo Guanajuato y buena parte de Jalisco, y como, para mantener una importante oferta en sus burdeles, las hermanas González necesitaban de muchas mujeres, sostenían también tratos con hombres dedicados a secuestrar jovencitas para enrolarlas en los negocios de las Poquianchis.
Los negocios habían sido muy rentables, confesaron las hermanas. Pero en 1961, el gobernador de Guanajuato, Torres Landa, prohibió el ejercicio de la prostitución. Solamente les quedaba un tugurio en Lagos de Moreno, el Guadalajara de Noche. Pero en Guanajuato, las Poquianchis nunca pensaron, ni por asomo, en dedicarse a otra cosa. Simplemente, se volvieron clandestinas. Claro que, en los hechos, eso significó que las muchachas a las que tenían con ellas pasaron a un terrible estado de cautiverio. Así surgió el rancho Loma del Ángel.
A medida que las quince víctimas rescatadas hablaban del infierno que habían padecido, el tamaño de la ilegalidad se volvió mostruoso. Muchas de ellas habían sido robadas por los hombres a sueldo de las hermanas González, y sí, en 1964, algunas de ellas habían sido vendidas por sus parientes.
Todo México se escandalizó al enterarse de que muchas de ellas tenían 12, 13 o 14 años cuando las arrancaron de sus hogares. Para las Poquianchis, una mujer de 25 años ya era “vieja”, y no les servía para la clientela de los burdeles. Sometidas, retenidas a la fuerza, no era extraño que se resistieran a prostituirse o a ser víctimas de maltrato. Las hermanas González Valenzuela, que habían crecido en una familia disfuncional y violenta, no hallaban mejor mecanismo disciplinario que golpear a las muchachas cotidianamente.
Cada vez que una de las muchachas rescatadas declaraba, el escándalo crecía. Se supo, así, que cuando las muchachas se volvían “viejas”, el maltrato y el hambre eran su futuro seguro. Tenían las Poquianchis empleados que las golpeaban para quitarles toda voluntad de rebelarse. Se supo que varias de aquellas víctimas, cuyos cuerpos se encontraron enterrados en el rancho, habían muerto a palos, y luego sepultadas clandestinamente.
Entre los datos reales que arrojaban las investigaciones y el escándalo de las páginas de nota roja, se dijo que las víctimas sumaban, al menos, 90, y otros juraban que las Poquianchis eran las responsables de la muerte de unas 150 muchachas. Lo cierto es que la prensa de la época dio cuenta puntual de cuatro cadáveres de mujeres, en los terrenos del rancho Loma del Ángel. Pero a medida que avanzaba la investigación, los reporteros de la fuente aseguraron que las Poquianchis eran culpables de la muerte de treinta mujeres, aunque las confesiones dispersas de los choferes que les ayudaban a deshacerse de los cuerpos de sus víctimas hacía crecer, a diario, la macabra estimación.
Las Poquianchis fueron llevadas a la cárcel de San Francisco del Rincón, pero fueron trasladadas a Irapuato, a toda prisa, para evitar que una multitud enfurecida las linchara. La prensa calculó en 2 mil personas las que afuera de la pequeña prisión, exigían que les entregaran a las criminales, cuyos cómplices, a esas alturas, ya iban cayendo. En la ciudad de México se arrestó a un par de colaboradoras de las González Valenzuela: Altagracia y Amalia Vargas confesaron haber sido “proveedoras” de las Poquianchis, y recibían 500 pesos por cada muchacha que enviaban a la Loma del Ángel.
La lista de cargos era enorme. Al final, las hermanas, algunas de las mujeres rescatadas, soldados y autoridades policiacas locales, además de algunos choferes, fueron procesados por los delitos de amenazas, secuestro, lenocinio, lesiones, corrupción de menores, inhumación clandestina, trata de blancas y homicidio calificado. Las cuatro hermanas recibieron condenas de 40 años de prisión, que cumplieron en Irapuato. Solamente una salió en libertad. Dos murieron en la cárcel, una de cáncer y la otra a consecuencia de las lesiones causadas por una cubeta llena de mezcla de cemento, que le cayó en la cabeza. Una más, arrestada en Tamaulipas, se supo, acabó sus días en un manicomio.
El apodo de aquellas mujeres perduró durante años en la jerga de la nota roja. A nadie le causaba confusión que se refirieran a las mujeres culpables de trata de personas como “la poquianchis”.
Una publicación, célebre en la historia de la cultura popular mexicana, el semanario Alarma!, se dedicó a narrar, con lujo de detalles, los horrores que habían vivido las víctimas de las hermanas González Valenzuela. Durante los meses que duró aquella serie, la publicación vendió más de medio millón de ejemplares, y en la década siguiente se haría una película y hasta un guanajuatense célebre, el escritor Jorge Ibargüengoitia, escribiría una novela, “Las Muertas”, donde, el tema de fondo, era la gran hipocresía que había permitido medrar, durante un cuarto de siglo, a las Poquianchis.
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