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El primer español que subió al volcán

Dentro de aquella tropa, relativamente pequeña, que acompañaba las ambiciones de Hernán Cortés, había algunos personajes peculiares. Curiosos hasta el hartazgo, valientes hasta la inconciencia y necios hasta la exasperación, dispuestos a bajar a los mismísimos infiernos o subir a las montañas nevadas, fundamentalmente por saber qué había ahí, y agarrar por las alas a la diosa Fortuna, y arrancarle algún premiecillo. Acercarse a la cumbre humeante era, sin duda, una formidable aventura

En las memorias de la Conquista está señalado el tiempo en que el Popocatépetl humeaba y arrojaba fuego y ceniza. Así lo conocieron Cortés y sus hombres/

En las memorias de la Conquista está señalado el tiempo en que el Popocatépetl humeaba y arrojaba fuego y ceniza. Así lo conocieron Cortés y sus hombres/

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Diego, se llamaba Diego de Ordaz, aquel que llegaría a capitán de las tropas españolas que se llamaron a sí mismos conquistadores y que desde la isla de Cuba iniciaron la aventura que desembocaría en la guerra mesoamericana y la caída de la poderosa México Tenochtitlan. Era aquel hombre de distinta especie del resto de la tropa; perteneciente a una clase peculiar que remontaría ríos desconocidos, que descubriría océanos o que, en caso extremo, mandarían a paseo al mismísimo rey de España. A Diego de Ordaz le cupo en suerte ser el primer europeo que se atrevió a escalar la ladera del Popocatépetl, vivir para contarlo, y emprender otras muchas acciones que solamente pueden definirse como “aventuras”. Aventuras insólitas, irrepetibles, sorprendentes.

Aquella ascensión al volcán que tronaba y rugía, es apenas una pequeña nota en la gran narrativa de lo que hoy todavía llamamos Conquista y, en sentido estricto resulta irrelevante para el proceso de conocimiento de estas tierras, que llevó a los españoles a aliarse con los pueblos enemigos de los mexicas. Aquella historia fue conocida por millones de novohispanos primero, y luego de mexicanos. Todavía en la segunda mitad del siglo XX, fuimos muchos los escolares que supimos de un hombre, sin que importara mucho cómo se llamaba, que “había subido al volcán”, supimos, “para conseguir azufre” que permitiría a los hombres de Cortés elaborar pólvora para nutrir sus armas de fuego.

Pero, acercando la mirada a Diego de Ordaz, resulta un personaje arrojado, de curiosidad de esa que mueve a la acción, que quiere saber, que quiere conocer, y, espoleado por la ambición, está dispuesto a ir al fin del mundo sin con ello logra cautivar a la Fortuna y le arranca algunos de los premios que la voluble diosa reserva para los más audaces.

No fue Diego de Ordaz el único de su clase; si bien Cortés era más astuto y canalizaba mejor sus ambiciones, en algo se parecían. En los años que siguieron aparecieron otros personajes con el mismo arrojo que ese hombre que escaló el volcán, y que se embarcaron en empresas igual de extrañas, igual de insólitas. Esos hombres han merecido, al paso de los siglos, el pequeño premio de la anécdota que se repite una y otra vez, que los abuelos y los padres cuentan a los nietos y a los hijos, y a medida que la modernidad invadió la vida de todos los días, merecieron la atención de cronistas, de escritores y hasta de cineastas.

Diego de Ordaz recibiría honores y distinciones por su participación en la conquista y su gesto de valor al subir al volcán/

En el escudo de armas de Diego de Ordaz quedó plasmada la imagen del Popocatépetl humeante/

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Diego de Ordaz sigue interesando por eso. Ahora que la montaña humeante, cercana a la megalópolis en la que se ha convertido Tenochtitlan vuelve a inquietar con sus rugidos, el recuerdo de este hombre se recupera, y es inevitable ponerlo en la misma tesitura de quienes, en otros puntos de la América española, realizaron o intentaron realizar proezas similares. Buscaban sí, la riqueza, pero también perseguían, enfebrecidos, la gloria.

¿Quiénes más navegan en esa peculiar barca de locos de hace medio milenio? Diego de Ordaz va sentado junto a personajes singulares, como Vasco Núñez de Balboa, primer español en avistar lo que hoy llamamos Océano Pacífico, y esa colección de acelerados buscadores de la mítica ciudad de El Dorado: Alonso de Alvarado (sobrino del Pedro de Alvarado que acompaña a Cortés), Francisco de Orellana, Hernán Pérez de Quesada, Felipe Von Hütten, Pedro de Ursúa. A esta última subcategoría pertenece el oscuramente célebre Lope de Aguirre, necio y violento, que, enfrentado al fracaso de su expedición, todavía tiene la ocurrencia de enviar una carta a Felipe II, renegando de su lealtad a la corona, echándole a la cara que “no se puede llevar con título de rey justo ningún interés en estas tierras, donde no aventuraste nada”.

A diferencia de estos contemporáneos suyos, a Diego de Ordaz, la Fortuna le dedica algunas sonrisas, le premia con la notoriedad, y luego con alguna prosperidad; le dará vida para, después de escalar un volcán, ser el primer español en remontar un caudaloso río sudamericano, el Orinoco.

Diego de Ordaz recibiría honores y distinciones por su participación en la conquista y su gesto de valor al subir al volcán/.

Diego de Ordaz recibiría honores y distinciones por su participación en la conquista y su gesto de valor al subir al volcán/.

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HACIA LA MONTAÑA QUE HUMEA

Breve pero clara es la relación que de la hazaña de Diego de Ordaz hizo, muchos años después, Bernal Díaz del Castillo. En su “Historia de la Verdadera Conquista de la Nueva España” se ponen algunas cosas en claro: el gran volcán está en una etapa de actividad: densas columnas de humo salen de su cráter; se dice que en sus faldas llueven piedras ardientes. Es imposible que los extranjeros no se asombren ante el poder de la alta montaña. Los indios de Tlaxcala comentan a los españoles, con quienes empiezan a tratar, que es cosa muy mala intentar trepar la ladera. Quien neciamente lo intenta, aseguran, muere quemado.

Según Bernal, de Ordaz surge la iniciativa. Lejos de amedrentarse por lo que cuentan los indios, el hombre le insiste a Cortés, quien finalmente autoriza la ocurrencia, en parte por su propia curiosidad, y en parte porque no parezcan cobardes a los ojos de los tlaxcaltecas.

Acompañado por otros dos hombres, Diego emprende el ascenso. ¿Por qué? Por curiosidad, por pura ambición: “un capitán de los nuestros que se decía Diego de Ordaz tomole codicia de ir a ver qué cosa era, y demandó licencia a nuestro general para subir a ella, a cual le dio y aun de hecho se lo mandó, y llevó consigo dos de nuestros soldados y ciertos indios principales”.

Son los tlaxcaltecas quienes guían la expedición hasta el inicio de la pendiente del Popocatépetl. Pero insisten: desistan los extranjeros de trepar, porque serán destrozados por los dioses de la montaña.

En vista de ese peligro, los indios se quedan abajo: nadie tiene gana de abrirse paso en esa ladera, donde, a medida que se sube, se escucha el rugir del volcán, quizá un tanto molesto porque lleguen a importunarlo. Mientras más arriba se está, más calor hace y caen, por aquí y por allá, piedras que queman la piel hasta ennegrecerla.

Diego de Ordaz y los dos soldados hacen caso omiso de las advertencias y continúan el ascenso. No es un día de campo: contaría después el capitán Ordaz que, mientras subían, el Popcatépetl lanzaba “muchas llamaradas de fuego”, piedras quemadas y gris ceniza ardiente.

Cuando las cosas se pusieron peor, los tres españoles decidieron quedarse quietos. Alguna versión afirmó, años después, que en ese punto, los dos soldados sí querían regresar, pero Ordaz se puso firme y los convenció de aguantar. Así estarían por espacio de una hora, y cuando las exhalaciones del

Volcán disminuyeron, “subieron hasta la boca, que era muy redonda y muy ancha, como de un cuarto de legua -algo así como 1.2 kilómetros-. La hazaña estaba consumada. Pero acaso lo que más impactó a Diego de Ordaz y a sus dos acompañantes, fue que, desde lo alto de la montaña que humea, alcanzó a ver la grande, la poderosa ciudad México-Tenochtitlan, asentada en el lago, y en torno a ella, los muchos pequeños pueblos cercanos.

Cuando bajaron, la mirada les había cambiado para siempre. Tal vez de ahí Bernal acuñó una de sus grandes frases: “ver cosas nunca oídas”. “Los indios de Tlaxcala y Huejotzingo se lo tuvieron [el ascenso al volcán] a mucho atrevimiento [valentía], y cuando lo contaban al capitán Cortés y a todos nosotros, como en aquella sazón no lo habíamos visto ni oído como ahora, que sabemos lo que es, nos admiramos entonces de ello”.

Como finalmente la proeza sí caló en el ánimo de la pequeña tropa española, Cortés acabaría escribiéndole sobre el suceso a Carlos V, en la primera de sus Cartas de Relación, adjudicándose a sí mismo la iniciativa de escalar el volcán. Es en esa carta donde Cortés añade que en las orillas del cráter “encontraron algún azufre”, y lo mejor: el camino que llevaba a la ciudad de los mexicas. Esa ruta es lo que hoy todavía conocemos como Paso de Cortés.

En cuanto al “algún azufre” encontrado, el dato cobró importancia dos años después, en la crisis final que llevaría a la caída de Tenochtitlan: una nueva expedición seguiría la ruta de Diego de Ordaz para extraer azufre con el que sí se elaboró pólvora.

Ironías de la vida. Diego de Ordaz no estuvo en la batalla de Tenochtitlan. Cortés lo había enviado como embajador informante a España. Cuando volvió a lo que ya era la Nueva España, recibió encomiendas en Tepoztlán y Huejotzingo, y fue enviado a explorar tierras que después conoceríamos como Oaxaca y Coatzacoalcos. En 1529 volvió a España, y recibió del rey el permiso para que en su escudo de armas quedase la montaña humeante que un día escaló, y hasta le concedieron la Orden de Santiago. Y aunque después la Fortuna se olvidó de él en su viaje al Orinoco, y luego le quitó la vida durante un viaje por mar, de modo que no hubiera tumba suya en tierra firme, nadie pudo borrar la imagen de aquel terco sujeto que se moría de ganas por ver lo que había en las entrañas del volcán.