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Las razones de los primeros caudillos insurgentes

Hace 212 años empezaba a configurarse lo que sería el impresionante pero inestable ejército insurgente. Durante aquella campaña relampagueante que duraría apenas cuatro meses, a los que se sumaron dos meses de fuga, quienes se convirtieron en los líderes principales del movimiento independentista, tuvieron, con seguridad momentos de reflexión, de soledad en que pensaron, una y otra vez, en los motivos que los llevaron a participar de una conspiración y lanzarse al campo de batalla.

Fue una campaña relampagueante, que terminó entre la borrachera de la soberbia y la confianza excesiva y la multitud huyendo enloquecida entre las explosiones, en Puente de Calderón. Lo que había comenzado como la fuga hacia adelante que arrasaría todo lo que encontró a su paso y que marcó el fin de los siglos virreinales terminó en la lejana Chihuahua, con los principales líderes sometidos a proceso, y la comitiva que los acompañaba fue dispersada: unos fueron entregados a la autoridad de obispos, otros a prisiones diversas. No fueron pocos los que acabaron sus días ante el pelotón de fusilamiento.

Pero aquellos procesos, que llegaron hasta nuestros días, permiten asomarse a las tormentas que bullían en las mentes de aquellos que se volvieron seguidores principales de Miguel Hidalgo, y que, en consecuencia, siguieron su misma suerte.

Antes de ser fusilados y decapitados, dejaron constancia de las pasiones que les habían empujado hacia el torbellino de la insurgencia. Ya no eran los exaltados criollos que se habían lanzado a la batalla; eran hombres en el límite de su resistencia, que, por lo tanto, hablaron de miedos, de presiones, de lo inevitable que era sumarse a los rebeldes, porque de todas formas los habrían de tener por traidores. Leyendo los procesos de aquellos que compartieron con Hidalgo y con Allende aquellos meses de vértigo, no aparecen los próceres, sino los seres humanos que intentaban salvar sus vidas con declaraciones donde se trasluce el cansancio y la desesperación.

Allende: “De alta lealtad”

Todas las declaraciones de quienes fueron tomados presos en Acatita de Baján en marzo de 1811 coinciden: fueron Miguel Hidalgo e Ignacio Allende quienes persuadieron o presionaron a quienes pasaron a la historia como sus compañeros y lugartenientes, y que, evidentemente, en la coyuntura de salvar la vida o morir fusilados, acabaron por cargar en las espaldas del capitán criollo y del cura de Dolores, todas las responsabilidades de la insurrección.

Pero a Allende se le había documentado su reiterada rebeldía ante el orden de cosas vigente en la Nueva España. Fue interrogado y después pidió la revisión de su causa cambiando al juez instructor, pues, dijo, “de resulta de un grave golpe que le había dado un caballo, los días que rindió su declaración” tenía “la memoria desarreglada”.

Aunque Allende intentó aminorar la responsabilidad que tenía en la rebelión, asegurando que la conspiración desarrollada en Querétaro era proteger a la Nueva España de las autoridades afrancesadas, que intentarían poner el reino en manos de Napoleón Bonaparte.

Por eso, en su proceso, Allende declararía dos cosas importantes: una, que nunca se le podría haber tildado de traidor, y que, si algún cargo debía hacérsele, era el de “alta lealtad” para con el reino de la Nueva España. Y de ahí derivarían sus profundas diferencias con Hidalgo, pues, aseguró el capitán Allende, muy pronto el cura empezó a hablar de independencia real, sin respetar los derechos de Fernando VII. Si alguna responsabilidad había en aquel huracán que a su paso dejó cientos de muertos, era, esencialmente, de Miguel Hidalgo.

Aldama, Jiménez y Abasolo

Tradicionalmente se han agregado a Allende e Hidalgo, claramente líderes del movimiento, a Juan Aldama, Mariano Abasolo y Mariano Jiménez, como los otros lugartenientes relevantes de la primera campaña insurgente. Sus declaraciones judiciales no son heroicas y de altos ideales independentistas. Tienden a hacer señalamientos de diálogos con Hidalgo y con Allende que debieron ser muy intensos y cargados de tensión, porque los dos militares de este trío, Abasolo y Aldama, se dicen “arrastrados” por una conspiración que ya no tenía manera de ser frenada en su paso a la rebelión armada.

Abasolo, el único que sobrevivió a los procesos en Chihuahua, declaró que después de la derrota en Aculco, él había solicitado a Ignacio Allende autorización para separarse del ejército insurgente y dirigirse a los Estados Unidos, y solicitó 3 mil pesos para sus gastos de viaje. Pero aquella separación nunca ocurrió, y Abasolo continuó en el ejército insurgente hasta el fin. Confesó Abasolo que había decidido retirarse de la lucha a causa de los ruegos de su esposa, Manuela Taboada, quien intentaría conseguir un indulto para su esposo.

¿Qué lo había llevado a la insurrección? No tuvo de otra que confesar que estaba involucrado en la conspiración criolla de Querétaro, pero cuando vio que las cosas se precipitaban y llegaban a la coyuntura de entrar en rebelión armada, decidió que nada tenía y quería con aquello, y le dijo a Hidalgo que él no los seguiría. Pero el cura de Dolores le explicó que todo estaba perdido ya, y que nada había para ellos sino continuar.

Abasolo, dijo, no quería abandonar a su familia y con ese argumento intentó zafarse del complot: “Yo no acompaño a vuestra merced, vuestra merced ve mis circunstancias cuáles son”. Hidalgo le repuso: “Vuestra merced está tan perdido como nosotros y así no hay más que seguir, porque no se encuentra seguridad sino en medio de las armas”. Acabaría reconociendo Abasolo que fue el miedo lo que lo retuvo en el contingente rebelde. Eso le valdría terminar sus días en Cádiz, desterrado, después de numerosas gestiones de su esposa para salvarle la vida.

De las declaraciones de Juan Aldama se conocieron algunos detalles de lo ocurrido en las horas anteriores al “grito” de Dolores. El señalamiento de responsabilidad de Allende e Hidalgo es muy similar al de Abasolo, porque en su calidad de militares, no tenían otro camino que unirse a la insurrección, porque, de no hacerlo, se sabría que estaban en las reuniones de los conspiradores, y de todas maneras serían juzgados por traidores.

Según Aldama, Allende intentó atraerlo definitivamente a la causa a principios de septiembre de 1810, hablándole de un proyecto para establecer una junta que gobernase la Nueva España en nombre de los legítimos reyes españoles. Se le puede llamar interés genuino en el proyecto, o debilidad ante la vehemencia de Allende, pero fue Aldama quien, la madrugada del 16 de septiembre le dijo a Hidalgo: “ Señor qué va a hacer vuestra merced por amor de Dios; vea vuestra merced lo que hace”, pero aseguró que el cura de Dolores ya estaba organizando el encierro de los europeos de Dolores y la liberación de los presos. Entonces, admitió, tuvo miedo, miedo de que los conjurados lo fueran a matar si en la mismísima casa de Hidalgo se negaba a seguirlos.

Mariano Jiménez es un caso muy diferente a los de estos militares, pero en su proceso procuró también cargar toda responsabilidad en Hidalgo y Allende. A la distancia se ven otras cosas, porque Mariano Jiménez no tenía nada que reprocharle a la vida: este criollo ingeniero de minas era nada menos que el director de la rica mina de La Valenciana, cuya plata había circulado por el mundo entero.

Fue la coyuntura de la toma de Guanajuato en la que aquel criollo formado en el real Colegio de Minería colaboró con la insurgencia con la fundición de cañones y organizando los ataques de artillería. Es curioso que, aunque señala quiénes lo involucraron, nunca habla de temer que lo matasen. Simplemente era un criollo que consideró que las reflexiones de Allende e Hidalgo, dirigidas a levantarse en armas “para que la Nueva España no se la llevara el diablo”, le pareció argumento más que suficiente para involucrarse.

Miguel Hidalgo

El cura de Dolores no le dio muchas vueltas al asunto durante su interrogatorio. ¿Por qué lo procesaban? “Por haber tratado de poner en independencia este reino”, respondió. Admitió que muchas veces había conversado del asunto con Allende, pero “sin otro objeto por su parte que el puro discurso”, aunque estaba convencido que la independencia sería buena para la Nueva España. Allende, siempre exaltado, hablaba de rebeliones, de criollos organizados que se hicieran con el gobierno novohispano. ¿Él, Miguel Hidalgo? Bueno, él jamás intentó disuadir a Allende, afirmó. Cuando mucho, llegó a decirle que “los autores de semejantes empresas no gozaban del fruto de ellas”.

Tuvo razón. 

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