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Sangre en la Alhóndiga, y el asesinato del intendente Riaño

El movimiento independentista de hace 213 años tiene una faceta oscura y violenta. Acostumbrados como estamos a conmemorar, cada año, la narrativa épica y heroica de un pueblo que se levanta en armas en busca de su derecho a decidir su vida por sí solo, la relación de batallas, invasiones y saqueos se queda atrás. Pero en la guerra de independencia se derramó mucha sangre, se desconocieron amistades, se olvidaron cercanías y se tejieron trágicas historias de familia.>

El 2 de mayo de 1808 en Madrid: La lucha por la libertad
Cinco horas duró la batalla en la Alhóndiga de Granaditas, y aunque ambas parte sufrieron muchas bajas, quienes se habían pertrechado en el edificio solo encontraron muerte y sangre. Cinco horas duró la batalla en la Alhóndiga de Granaditas, y a Cinco horas duró la batalla en la Alhóndiga de Granaditas, y aunque ambas parte sufrieron muchas bajas, quienes se habían pertrechado en el edificio solo encontraron muerte y sangre. Cinco horas duró la batalla en la Alhóndiga de Granaditas, y a (La Crónica de Hoy)

Entre el caos y el ruido, entre las blasfemias y los gritos de rabia mezclada con miedo, brotó un instante de silencio: la bala cruzó limpiamente el cráneo de Juan Antonio Riaño, intendente de Guanajuato. Aquel hombre que había encontrado patria y familia en la Nueva España, cayó muerto al instante. El proyectil había entrado por su ojo izquierdo. Cayó al suelo casi sin darse cuenta de que uno de los integrantes del ejército de su amigo, el cura de Dolores, le había arrancado la vida.

Se acababa septiembre de 1810 y todo el Bajío estaba estremecido después de que en la madrugada del día 16, Miguel Hidalgo, sacerdote culto, sociable y bien conocido por las élites de Michoacán y Guanajuato, había llamado a la rebelión contra la autoridad y el orden virreinales. Habían transcurrido 12 días y el “ejército” de Hidalgo se movía como una enorme ola que arrasaba todo a su paso. Hasta cierto punto se entendía: el cura de Dolores había ofrecido un sueldo atractivo para todos los que se sumaran a la causa, y, si llevaban caballo, les iría todavía mejor. Claro que los más humildes, los desharrapados, los que siempre recibían de don Miguel un buen trato, lo siguieron sin vacilar.

En el curso de esos 12 días, aquel grupo, acaso un par de centenares de personas, que habían salido de Dolores detrás de Hidalgo y los capitanes Allende, Aldama y Abasolo, se había convertido en una muchedumbre; hasta símbolo protector tenían: en el pueblo de Atotonilco, el cura de Dolores había tomado un estandarte con la imagen de la virgen de Guadalupe, y le dijo a su gente que ella habría de protegerlos porque su causa era justa y santa. Entusiasmados, indios, mestizos y criollos la habían adoptado como la capitana general de su movimiento, y hasta le pegaron estampas de la Guadalupana a sus sombreros.

Dinero, también tenían. La noche del día 15, Hidalgo se había ocupado de obtener dinero de sus contertulios, recolectores del diezmo en el pueblo de Dolores. Cuando el naciente ejército se puso en marcha, pararon también en el pueblo de Chamacuero, donde se forzó al cura a “prestarle” dinero. Lo mismo ocurrió con el rico convento carmelita que se encontraba en la ruta de los rebeldes. Miguel Hidalgo, de esa forma, reunió una bonita cantidad que le serviría para financiar el acelerado crecimiento de aquella fuerza que pronto sería conocida en toda la Nueva España como “los insurgentes”.

Autoridades civiles y eclesiásticas miraban todo aquel alboroto con enorme inquietud y con enorme asombro. Empezaban a llegar noticias de saqueo, de robo, de agresiones contra españoles. Como si la muchedumbre que siguiera al cura, a pesar de no tener una mínima instrucción, a pesar de haber vivido toda su vida en el olvido de las pequeñas rancherías, en los barrios humildes, hubiera decidido que era la hora de cobrar agravios, grandes y pequeños; de tomar aquello que nunca se había tenido, y ganar por la fuerza aquello que el cura les decía que les pertenecía. Fueron doce días en los cuales aquella ola creciente se movió por los poblados guanajuatenses, anunciando, con su presencia, que algo estaba cambiando.

La preocupación del poder político y el poder religioso era grande, y al mismo tiempo más de uno se devanaba los sesos, intentando comprender qué extraño impulso había llevado a Miguel Hidalgo y Costilla a empuñar la bandera de la rebelión, cuando no le iba mal y tenía buen sueldo en su curato; cuando era conocido y apreciado por su talento y sus amables maneras. ¿Qué en su pasado había cosas complicadas? Naturalmente las había; aquellas historias sobre sus manejos imprudentes de los dineros del Colegio de San Nicolás, su afición al juego, eran cosas conocidas, pero también se sabía que, a su llegada al curato de Dolores había entrado en una etapa de reflexión, y, si bien conservaba al grupo de músicos que le alegraba la vida diaria, ya no ocurrían en la casa cural cosas que moviesen a sospecha. Todavía estaba en la memoria de los novohispanos del Bajío aquella ocasión en que denunciaron a Miguel Hidalgo ante el Santo Oficio, porque en su casa del curato de San Felipe Torresmochas “se come, se bebe y se putea” a todas horas. No le probaron nada; no pudieron procesarlo. Pero tampoco se olvidaba que el hogar del cura era conocido como “La Francia Chiquita”, y eso inquietaba a las buenas conciencias.

Y luego, resultaba que al cura de Dolores le había dado por echarse a los caminos, encabezando una rebelión, permitiendo el saqueo y exprimiendo los bolsillos de la gente de dinero. ¿Qué iban a decir sus amigos?

En el Bajío de 1810, todos los que eran “alguien” en Michoacán y Guanajuato, se conocían. Los salones y tertulias eran espacios de socialización, y no era extraño que los integrantes de aquella élite de criollos y españoles se visitaran de un poblado a otro. En 1808, nadie se imaginaba que a la vuelta de un par de años se encontraría en frentes de batalla distintos. Es sabido, por ejemplo, que en alguna ocasión, en la ciudad de San Luis Potosí, en una corrida de toros, estuvieron tanto Hidalgo como Ignacio Allende como el brigadier Félix María Calleja, español que llevaba muchos años en la Nueva España, e, incluso, estaba casado con Francisca de la Gándara, una riquísima heredera criolla.

Por eso, cuando se supo que el cura de Dolores se había echado al camino para derrocar al “mal gobierno”, acompañado de capitanes del ejército virreinal como núcleo organizador, hubo quienes se preocuparon sinceramente, pues apreciaban a Hidalgo. Entre esas amistades bienintencionadas estaba la familia de Juan Antonio Riaño, intendente de Guanajuato.

Los Riaño tenían años establecidos en la rica ciudad minera. Las intendencias, entidades administrativas de gobierno eran resultado de las reformas borbónicas y se había nombrado como titulares a personajes de probada capacidad. Juan Antonio Riaño, aparte de hombre honesto y capaz, era héroe de guerra, que había actuado con valor en las acciones españolas en Pensacola, y había llegado a la Nueva España con un cercano amigo, de quien era colaborador cercano: Bernardo de Gálvez, quien, al ser nombrado virrey de la Nueva España, le había pedido que continuara en su grupo de confianza.

Riaño no solo fue colaborador de Gálvez, sino que se convirtió en su pariente. El virrey se había casado con una criolla francesa de Nueva Orléans, Felícitas de Saint-Maxent, la bella mujer que trajo a Nueva España los vestidos ¡y los escotes! generosos. Riaño terminaría casándose con Victoria, una de las hermanas de Felícitas, y otro amigo cercano de Gálvez, Manuel Flon, desposaría a una hermana más, María Ana. En septiembre de 1810 Riaño era intendente de Guanajuato, después de haberlo sido de Michoacán, y Manuel Flon era intendente de Puebla.

Tan amigos eran los Riaño de Miguel Hidalgo, que la anécdota que sobrevive asegura que el cura de Dolores llegó a piropear a Victoria de Saint Maxent, que, como su hermana, vestía a la francesa, con reveladores escotes.

Y quizá en esta red de amistades radica la parte más trágica de la guerra de independencia: muchos de esos vínculos se quebraron y, en casos como este, se mancharon de sangre.

CARTAS CRUZADAS

En términos militares, la autoridad virreinal reaccionó con lentitud en aquellos días. La zozobra cundió por el Bajío porque las distintas poblaciones se sintieron desamparadas y desprotegidas. No acababan de definirse estrategias, ni se sabía que de la ciudad de México enviaran milicias. El brigadier Calleja, pragmático, inmediatamente armó una pequeña tropa, a la que se conocería como los Leales del Potosí, pero era un caso excepcional.

A medida que llegaban noticias de cómo los rebeldes invadían las pequeñas poblaciones, saqueando lo que hallaban a su paso, el miedo llegó a Guanajuato. Lo que no aparecía era la tropa que Riaño, con temple de antiguo soldado, había solicitado a la atención del Virrey Venegas.

“No llegarán”, se dice que dijo el brigadier Calleja. Faltaba organización y de todas maneras no estarían a tiempo para evitar que los insurgentes entraran a Guanajuato. Pero Riaño no tenía miedo. Declaró que, con los pocos hombres que tenía en la ciudad -unos 500- enfrentaría a las hordas de Hidalgo, y pelearía hasta que los mataran a todos.

“Con más arrojo que prudencia”, como anotó después Lucas Alamán, Riaño organizó su defensa. Los valores y los españoles afincados en Guanajuato fueron resguardados en el poderoso edificio de la alhóndiga de la ciudad, orgullo del intendente como una de sus obras sobresalientes. Pero Riaño, en la tensión de los preparativos de la defensa, no se dio cuenta de que se estaba metiendo en una ratonera. Pero, ¿acaso tenía otra alternativa?

La muchedumbre insurgente se aproximaba. Se supo que los indios de las minas abandonaban su trabajo para sumarse al ejercito del cura de Dolores. También algunos criollos se agregaban, entusiastas, a la rebelión. Ese fue el caso de un ingeniero de minas, Mariano Jiménez, que se presentó ante Hidalgo y Allende y fue recibido con gran entusiasmo.

Fue a un hombre llamado Ignacio Camargo a quien se comisionó para apersonarse ante Riaño e intimar la rendición de la ciudad. Hidalgo todavía no enceguecía por el “frenesí” que lo invadiría en Valladolid o Guadalajara. Envió, con Camargo, una carta al intendente de Guanajuato donde se demandaba la rendición. Pero el antiguo cura tenía sentido del honor, y envió otra misiva, donde ya no hablaba al intendente, sino al querido amigo. Riaño haría también dos misivas, una al general enemigo, otra al amigo al que le agradecía la deferencia para la familia:

Hidalgo:

Señor don Juan Antonio Riaño. Cuartel de Burras, septiembre 28 de 1810.

Muy señor mío: la estimación que siempre he manifestado a usted es sincera, y la creo debida a las grandes cualidades que lo adornan. La diferencia en el modo de pensar, no la debe disminuir. Usted seguirá lo que le parezca más justo y prudente, sin que esto acarree perjuicio a su familia. Nos batiremos como enemigos si así se determinare; pero desde luego ofrezco a la señora intendenta un asilo y protección decidida en cualquiera lugar que elija para su residencia, en atención a las enfermedades que padece. Esta oferta no nace de temor, sino de una sensibilidad, de que no puedo desprenderme. Dios guarde a usted muchos años, como desea su atento servidor, que su mano besa.―Miguel Hidalgo y Costilla.

Las respuestas de Riaño estaban dirigidas al amigo y rival:

No reconozco otra autoridad ni me consta que haya establecido, ni otro capitán general en el reino de la Nueva España, que el excelentísimo señor don Francisco Xavier de Venegas virrey de ella, ni más legítimas reformas, que aquéllas que acuerde la nación entera en las Cortes generales, que van a verificarse. Mi deber es pelear, como soldado, cuyo noble sentimiento anima a cuantos me rodean.― Guanajuato, 28 de septiembre de 1810.― Juan Antonio de Riaño.

La segunda carta de Riaño era firme, pero cordial:

Muy señor mío: no es incompatible el ejercicio de las armas con la sensibilidad: ésta exige de mi corazón la debida gratitud a las expresiones de usted en beneficio de mi familia, cuya suerte no me perturba en la presente ocasión.― Dios guarde a usted muchos años.― Guanajuato, 28 de septiembre de 1810.―

Aquellos dos hombres jamás volvieron a tener contacto.

Cinco horas duró el combate en la Alhóndiga de Granaditas. Existen varias explicaciones a lo que Alamán juzga un enorme descuido de Riaño al ponerse a tiro: que si vio un flanco desprotegido, que si decidió enfrenar a quienes atacaban una puerta lateral. El resultado no varía: un solo tiro bastó para matar al intendente.

Una vez que la insurgencia logró abrir las puertas, la matanza fue brutal. Luego, se procedió al saqueo. El cuerpo de Juan Antonio Riaño fue sepultado a toda prisa, sin ceremonias largas ni honras, como correspondía a su rango y a su pasado militar. Tuvo Riaño la fortuna de no ver morir a su hijo mayor, que luchaba a su lado. Se dice que, magra compensación, Hidalgo ofreció a la viuda una barra de plata. El huracán siguió su ruta por la Nueva España. Pero la familia de las hermanas Saint Maxent, que habían llegado a la joya de los reinos de la América española para disfrutar una vida amable, estaba tocada por la tragedia. A los pocos meses también moría en combate Manuel Flon, el último de los tres hombres que, unidos por la carrera de las armas y los amores, habían elegido estas tierras para labrar su destino. 

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