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Seres extraños: entre los circos y los museos

Azoro, sorpresa, curiosidad morbosa. Esa mezcla de emociones brota del alma humana cuando se enfrenta a esos personajes que de manera brutal define como “monstruos” y que a la hora de la hora, no sabe si mirar con el lente de la ciencia o escuchar con los oídos de la superstición>

Si Bernal Díaz del Castillo llamó “errores de la naturaleza” a albinos, jorobados, enanos o mutilados, quienes habitaron estas tierras se plantearon nuevos problemas y maneras de tratar con estos personajes. A la larga, el acercamiento a las personas diferentes se resolvió malamente, trazando una vía oscura y accidentada que iba de los gabinetes de curiosidades a las carpas de los circos, pasando por algunos museos.

Algunos de estos casos han llegado a nosotros. En el siglo XVI, cuando una de los rasgos que empiezan a ser notorios y relevantes en la ciencia médica, se documenta la existencia de unas hermanas siamesas, en 1533 en la isla La Española, de donde habían partido las expediciones que se abrieron camino en la conquista de lo que después fueron los reinos americanos.

Aquella autopsia revela las reacciones ambivalentes de los hombres de hace medio milenio al enfrentarse a uno de esos seres extraños y perturbadores. El 10 de julio de 1533, en Santo Domingo, una mujer dio a luz a unas niñas “unidas desde el ombligo arriba, pegadas por los pechos hasta poco antes de las tetas, de forma que ambas tenían un ombligo solo y de allá hasta arriba las personas pegadas hasta los estómagos, y todo lo demás de ahí arriba, con cada dos brazos y sendos pescuezos y cabezas, graciosas y de buenos gestos”.

A una de la bautizaron como Juana, a la otra Melchora. El cronista González de Oviedo, en su Historia Natural y General de la Indias contó la historia, y anotó, con cierta incomodidad, que ni el cura que bautizó a las recién nacidas, ni los padres, pudieron determinar si se trataba de una o dos personas.

Aquellas hermanitas, que hoy llamaríamos “siamesas” (adjetivo derivado de la fama mundial de los gemelos nacidos en Siam, Chang y Eng, en el último tercio del siglo XIX) murieron a los ocho días de nacidas. Se les hizo una autopsia que buscaba dilucidar, no tanto las causas de la muerte como aclarar si eran una o dos personas, y más aún: si eran dos almas o una.

Los médicos Hernando de Sepúlveda y Rodrigo Navarro procedieron, “les sacaron todos los interiores y hallaron “todas aquellas cosas que en dos cuerpos humanos suele haber… dos asaduras, sus tripas distintas y colocadas; dos riñones, dos pulmones, sendos corazones. Los hígados estaban pegados el uno al otro, con una señal o línea entre ellos y claramente se distinguía caramente lo que pertenecía a una y a otra…”

¿Y que con eso?, podríamos preguntarnos desde el siglo XXI. Aparentemente, fue el padre de Juana y de Melchora quien promovió la realización de la autopsia, porque no estaba muy conforme en lo que había tenido que desembolsar por el bautizo de sus hijas. El cura le había cobrado, contó, dos bautizos, y la verdad es que no estaba seguro de que Juana y Melchora fueran dos cabezas con un solo cuerpo, según entendía, una sola alma, o fueran dos almas extrañamente unidas en un solo cuerpo.

Así hay preocupaciones paternas.

Aunque el padre de la industria de la exhibición de fenómenos humanos fue el famoso Phineas T. Barnum, que desde 1842 emprendió en serio el negocio de exhibir personas con rarezas anatómicas, mezcladas con auténticos fraudes (como la exhibición de una esclava negra muy anciana, Joyce Heth, a la que presentaba como la niñera de George Washington, razón por la cual tendría 161 años de edad, o la falsísima sirena de Fiyi, extraña figura surgida del ensamblaje de un cuerpo de mono y la cola de un enorme pez), desde mucho antes la exhibición de humanos diferentes está consignada en diversas fuentes testimoniales. La prensa novohispana publicó, en 1810, que una “doncella deforme” que respondía por María Rosa, era exhibida a la curiosidad general en la calle de La Cerbatana, hoy República de Venezuela, muy cerca del convento de Santo Domingo. No hay muchos detalles acerca de la deformidad de María Rosa, pero la información agrega que la muchacha tenía habilidades para la costura, y que esa capacidad de “hacer lienzos y coser”, combinada con su apariencia, era lo que verdaderamente atraía a los curiosos.

Veinte años después de esta noticia, nacía en Sinaloa una mujer que sería famosa con motes brutales: “La Indescriptible”, “la Mujer Simio”, la “Mujer Oso”; en suma, “La Mujer más Horrible del Mundo”.

En realidad se llamaba Julia Pastrana. Medía un metro con 37 centímetros, y quienes la convirtieron en una estrella del extraño mundo de los fenómenos, la vendían como “el fruto de los amores de una humana y un oso o un simio”. Pastrana fue descrita como poseedora de dos hileras de dientes, además de un notorio prognatismo. Padecía lo que hoy se conoce como hipertricosis, el padecimiento que hace crecer desmesuradamente el vello facial y corporal.

Pastrana, que tenía una inteligencia normal y era muy aficionada a diversas manualidades, viajó por el mundo, exhibida como un fenómeno, y su promotor era un tal Theodore Lent, que acabó casándose con ella. Salvo en Alemania, que trató de impedir la presentación, donde Pastrana cantaba y bailaba, la actuación de La Indescriptible fue un éxito clamoroso. En 1859 quedó embarazada, y dio a luz a una niña con su mismo padecimiento. La bebé murió a las pocas horas de nacer, y Julia Pastrana, víctima de complicaciones postparto, murió a los cinco días.

Jamás llegó a presentarse en un gabinete o circo mexicano.

Los primeros circos llegaron a México hacia 1860. El principal y más famoso fue el Chiarini, de renombre mundial. Jamás exhibió fenómenos humanos. Los espectáculos del Chiarini, que tuvo local propio en la actual calle de Gante, eran habilidades “normales”: trapecistas, contorsionistas, magos, payasos. El gran “hit” de Chiarini era su espectáculo con caballos, porque el jefe, dueño y maestro de ceremonias del circo, Giuseppe Chiarini, era un diestro jinete. Pasarían muchos años antes de que los mexicanos vieran en un circo alguno de esos espectáculos insólitos y tenebrosos con seres extraños. Ni siquiera vio, en el siglo XIX, un circo con animales salvajes. Para cuando el famoso Chiarini empezó a incorporar tigres y algunas cebras a su show, México ya había salido de la ruta anual del circo.

Es más, ni siquiera el circo más famoso del porfiriato, el Orrin, que tenía edificio propio en la Plaza de Villamil (donde hoy se encuentra lo que queda del Teatro Banquita) tuvo exhibición de fenómenos: presentaba grandes números musicales bajo la batuta de Carlos o Carlo Curti, se llenaba para que chicos y grandes disfrutaran las travesuras del famosísismo payaso Ricardo Bell, y hasta tenía un enorme tanque que se llenaba de agua, donde se representaban historias importadas de Europa, donde los actores navegaban en barcas… pero no tenían ningún “monstruo” o fenómeno.

Eso no quiere decir que los fenómenos hubieran desaparecido de tierras mexicanas. Por un lado, gente con mucho colmillo comercial se llevaron a algunos personajes fuera de México o de América Latina, a exhibirlos al estilo Barnum: ese fue el caso de Máximo y Bartola, presentados ante la Reina Victoria. Eran salvadoreños, pero se les anunciaba como “Los Niños Aztecas”; padecían macrocefalia y discapacidad mental.

Por otro lado, México intentó ir más allá del espectáculo de feria: el gobierno de Porfirio Díaz tuvo, hacia1895, una sala del Museo Nacional (hoy Museo Nacional de las Culturas del Mundo), una sala dedicada a las “anomalías humanas”, y hasta llegó a publicar un detallado catálogo que incluía ilustraciones encargadas ex profeso, y unas “nociones de teratología”, escritas por Román Ramírez, hijo de El Nigromante. Se trataba de aplicar una mirada científica a los fenómenos, sacarlos de la humillación y la estridencia de las exhibiciones circenses, y entender cuál era su origen y qué los provocaba. Pero el experimento fue eso, un asunto temporal, y la colección de especímenes, entre frascos retratos, muestras y restos, desapareció de los anales del Museo.

En esa especie de limbo, entre la curiosidad científica y la fantasía circense en su faceta más oscura, la exhibición de fenómenos humanos permaneció a lo largo del siglo XX: en los años 20, en los circos de cuarta categoría se exhibían “ángeles” en frascos de formol, que, desde luego no eran personajes celestiales, sino nonatos preservados, con un aspecto alucinante; en 1935, Pip y Flip, “Las Gemelas de Yucatán”, llevaban siete años trabajando en el World Circus SideShow de Coney Island, Nueva York. En realidad no eran mexicanas, y no se llamaban Pip y Flip. Sus nombres eran Jenny Lee y Elvira Snow, pero vender como indígenas africanos o latinoamericanos a los fenómenos, era ganancia segura en los circos estadunidenses. La ciencia hacía lo que podía: fue fama que, en 1917, el médico mexicano Aureliano Urrutia (sí, al que la leyenda señala como mutilador de Belisario Domínguez), había sido capaz de separar exitosamente a unas gemelas siamesas.

Cierto: la ciencia médica empezó a avanzar en la explicación de las deformidades congénitas humanas. No obstante, todavía en los años 70 y 80 del siglo pasado, las publicaciones sensacionalistas y la televisión más pedestre cubrían historias de “Niños Lobitos” y publicaban fotografías de pacientes de hipertricosis.

Como la realidad es cada vez más contundente, los circos de barriada -los que quedan- y no pocos aficionados al tema en las redes sociales, todavía hablan de “la mujer serpiente” o “la mujer araña”, pero ya nadie se toma en serio el recurso repetido por décadas, respecto a que la deformidad se debía a “portarse mal” o a “no obedecer a los padres”. Acaso sea como dijo hace cosa de treinta años una de estas “mujeres-tarántula” al ser interrogada por el público: “ya es demasiadamente tarde”.

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