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Situs inversus totalis: el secreto del Marqués de las Amarillas

A lo largo de los tres siglos de orden virreinal, 61 hombres gobernaron el reino de la Nueva España en nombre del rey del enorme imperio que abarcaba buena parte de América. De ellos, diecisiete fallecieron en la ciudad de México o en sus alrededores, y algunas de las historias en torno a esas muertes hablan de sucesos accidentales y trágicos, el desgaste producido por la enfermedad y la vejez, y algunos probablemente relacionados con la mala fe y el crimen. Pero de entre ellos, solo uno, y sin saberlo, hizo una importante contribución a la historia de la medicina.

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En el siglo XVIII estaba ya aceptada la necesidad de que los estudiantes de medicina hicieran autopsia, aunque no le gustara al Tribunal del Santo Oficio. Fueron siglos de enfrentamientos los que, finalmente, se resolvieron a favor de la ciencia médica.

En el siglo XVIII estaba ya aceptada la necesidad de que los estudiantes de medicina hicieran autopsia, aunque no le gustara al Tribunal del Santo Oficio.

Don Domingo Russi, cirujano mayor del Real Hospital de San José de los Naturales, se apresuró, aquel día de fines de enero o principios de enero de 1760. Tenía programada una “anatomía”, que no sería, afortunadamente, cosa demasiado rara a mediados del siglo XVIII. Hace 224 años, “anatomía” se le llamaba al procedimiento que hoy conocemos como autopsia. La que iba a practicar aquel médico sobresaliente iba a depararle la sorpresa de ver directamente algo de lo que apenas se hablaba en la época, una verdadera rareza: el caso de un hombre que tenía el corazón “mal colocado”, en vez de estar a la izquierda del tórax, se encontraba del lado derecho. Toda una sorpresa.

Tendido en sus aposentos del Palacio Virreinal, en la Plaza Mayor de la ciudad de México, aguardaba el cadáver, que había sido traído, lo más pronto que se pudo, desde la cálida Cuernavaca. Alguna consideración especial se merecía aquel cuerpo, más allá del respeto que la tradición médica dispone desde tiempos muy lejanos, porque el muerto era nada menos que don Agustín de Ahumada y Villalón, marqués de Las Amarillas, Virrey de la Nueva España, que había muerto después de casi cinco años de gestión, entorpecida y lastimada por la enfermedad.

LOS MALES DE UN VIRREY

Los ayudantes del médico Russi pusieron al médico al corriente de lo que hoy podríamos llamar “historia médica”, con lo último que se sabía acerca de los males del señor virrey: don Agustín de Villalón, era un noble español de nuevo cuño: nacido en 1700, era el hermano menor del primer Marqués de las Amarillas, quien, al fallecer, heredó el título a su hija María del Rosario, quien, por obligación dinástica o por algo de amor, acabó casada con su tío Agustín, quien resultó, de esta manera, convertido en marqués consorte.

Pero a los 55 años, cuando la corona española lo envió a gobernar la Nueva España, el marqués era ya un tipo con nombre, carrera y prestigio. Había elegido la carrera de las armas, ganó ascensos en las guerras en tierras italianas y se ganó la estima de la corona y la Orden de Santiago. La vida lo había llevado a gobernar la ciudad de Barcelona cuando en 1755 le llegó el último nombramiento de su vida y que no era cosa menor: virrey de la Nueva España.

Con su esposa y el usual séquito que correspondía a un virrey, don Agustín se embarcó para la Nueva España a fines del verano de 1755; llegó a su destino en octubre de aquel año, y tomó posesión de su cargo, probablemente en la casa de descanso de los virreyes, en San Cristóbal Ecatepec, y que hoy es un museo del Instituto Nacional de Antropología e Historia, el 10 de noviembre de 1755.

Que el viaje había sido incómodo, ya se sabía: aparte de la azarosa aventura por mar que implicaba trasladarse a la Nueva España, el trayecto del puerto de Veracruz hasta la capital del reino estaba llena de incomodidades, pachangas de pueblo y mitotes, pues, por donde quiera que parara la comitiva del nuevo virrey, se armaba el recibimiento de la forma más rumbosa que se pudiera, de manera que el representante del rey de España solía llegar a la ciudad de México agotado, engentadísimo, medio harto de la peculiar cocina novohispana y rogando porque le concedieran unas horas de silencio y tranquilidad.

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Don Agustín de Villalón era, para los estándares del siglo XVIII, un caballero en el umbral de la ancianidad cuando puso el pie en la Nueva España. Se entiende, por eso, que el cansancio del latoso viaje desde el puerto lo dejara en tal estado, que prefirió quedarse en la casa de descanso el resto de 1755. Entró en la ciudad de México el 9 de febrero de 1756.

Lo que sabemos de la gestión del Marqués de las Amarillas es interesante; estuvo involucrado en el desarrollo minero que llevó a descubrir importantes minas de plata en lo que hoy es Nuevo León, estuvo al pendiente e intervino, enviando tropas, en las luchas de los colonizadores del norte del reino contra los feroces indios comanches. Sabía que la Nueva España era un pivote importantísimo del imperio español, de modo que también estuvo al pendiente de la protección a los enclaves españoles en las islas Filipinas. Como militar de carrera que era, tenía tropas manteniendo a raya a ingleses abusivos que merodeaban por el territorio de la Florida, franceses cínicos que andaban intentando montar enclaves en tierras texanas y naturalmente, se mantenía vigilante de las incursiones piratas en los puertos del Atlántico.

Lo que se sabe menos, es que aquellos cinco años en que fue virrey de l Nueva España, don Agustín de Villalón tuvo bastantes quebrantos de salud. A fines de ese, su primer año de gestión, padeció lo que sus médicos calificaron de “apoplejía momentánea” que le acarreó diversas molestias y dificultades motoras. Eso explica que, un año después, en diciembre de 1757, el buen hombre se cayera del caballo. Como solían decir las abuelas, el marqués “ya no quedó bien”. Siguió padeciendo numerosos malestares y achaques, a grado tal que la orgullosa capital de la Nueva España dejó de parecerle atractiva, y a principios de 1760 se mudó, como harían tantos otros en los siglos por venir, a la ciudad de Cuernavaca, con la esperanza de que el clima cálido le compusiera el alma y el cuerpo.

Lejos de mejorar, las cosas empeoraron: el Marqués de las Amarillas sufrió, probablemente a fines de enero de 1760, un “ataque de perlesía”, que hoy se identifica como un accidente cerebro-vascular. Don Agustín murió el 5 de febrero. Sus despojos se trajeron, seguramente con presteza, a la ciudad de México, para que aquí se le embalsamara y se le diera sepultura en el templo del convento de Santo Domingo.

LA AUTOPSIA Y EL HALLAZGO

En la segunda mitad del siglo XVIII, la realización de autopsias era un procedimiento más o menos consolidado y aceptado como parte de la práctica médica y con la formación de los nuevos médicos. Un siglo antes, el poderoso obispo-virrey, don Juan de Palafox y Mendoza había reconocido que el hecho de “hacer anatomías” debía ser obligatorio para los estudiantes de medicina, y la primera autopsia con fines formativos se realizó en la Universidad a fines de 1646. Si la primera autopsia hecha en tierras americanas, la de aquellas gemelitas siamesas de la isla La Española, pretendía dilucidar la existencia de una o dos almas en un cuerpecito, fueron numerosas las autopsias que se hicieron en la Nueva España con el afán de comprender las enfermedades que causaron graves epidemias en el reino, como el cocolixtli, que se ha identificado con el tifo, o el tepitonzahuatl, identificado como sarampión.

Pero el médico Domingo Russi no esperaba mayores novedades de la autopsia del Marqués de las Amarillas: era un hombre de 60 años (que en el siglo XVIII eran muchos años), con mucha información acerca de sus males y una descripción más o menos detallada de la última crisis que lo mató. De hecho, la autopsia se llevó a cabo como parte de los procedimientos para su embalsamamiento.

Pero inició la autopsia, y Russi se dio cuenta de que no era un asunto rutinario. Delante de tres colegas suyos, los médicos Francisco González y Avendaño, Juan Gregorio de Campos y Antonio Martínez, abrió el cuerpo de aquel virrey, y se encontró, según dejó escrito, que había una “inversión general de las vísceras del pecho y el vientre y al mismo tiempo de sus vasos”. El rasgo más notorio e inmediato fue darse cuenta de que el corazón de don Agustín no estaba como el de todos, el lado izquierdo del tórax. Además, carecía de la delgada membrana que lo cubre, el pericardio.

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El cirujano continuó su tarea: no encontró la glándula pineal del virrey. Con cuidado, él y sus colegas fueron consignando las variaciones anatómicas que iban encontrando: el hígado era de tamaño mayor a lo usual, “extraordinario”, estaba en el costado izquierdo, y, en contraste, el bazo del muerto era muy pequeño. Todos los vasos sanguíneos que vio tenían problemas de malformación. Pero lo más llamativo era la inversión completa de los órganos que tan bien conocía.

Russi, probablemente de origen italiano, sabía que estaba ante un hallazgo médico notable, pero quiso ser modesto. En el informe de la autopsia, que redactó años después de la muerte del virrey y que se encontró muchos años después en España, en el archivo de la Real Sociedad Vascongada, anotó sobre el secreto del Marqués de las Amarillas, tan secreto que él mismo lo ignoraba: “No es mi intento hacer manifiesta esta observación como única en su género, ha habido otro ejemplar, aunque raro, de esta propia naturaleza”.

Russi sabía -y es interesante que el cirujano se mantuviera relativamente actualizado- que existía una descripción de otra autopsia, hecha años antes, que daba cuenta de la inversión del corazón. Hoy día, diversos investigadores de la historia de la medicina estiman el reporte del médico Russi como la primera descripción post mortem de un situs inversus totalis, que es el nombre que todavía hoy recibe la peculiar condición interna del Marqués de las Amarillas. Creía Russi que este tipo de hallazgos, “propios de la disección de los cadáveres” permitiría “adelantar más, y [dar] más avisos prácticos de un Arte que tiene por objetivo, la conservación de la vida de los Hombres”, y no se equivocaba.

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