A pesar de que muchos habitantes del siglo XXI fueron o son propietarios de máquinas de escribir, y las mantienen en el conjunto de sus recuerdos, laborales o escolares, es cierto que cada vez es más cercano el tiempo en que se vuelvan curiosidades que solamente se encuentran en las tiendas de antigüedades, como ocurre con los ejemplares más vetustos, las más pesadas y aparatosas, que ayudaron a los humanos de hace cien o 120 años a aligerarse la existencia.
Poco a poco, las máquinas de escribir pierden terreno ante la presencia avasalladora de las computadoras personales. No obstante, hay quien todavía mantiene su máquina con amor y esmero. No falta el que presuma cómo, en algún negocio de papelería se encontró con un buen lote de cintas para máquina de escribir, cuestión que le garantiza que todavía podrá, por una buena temporada, teclear los recuerdos de su vida.
Venimos de un pasado inmediato en que la máquina de escribir no era ni extraordinaria ni sorprendente. Simplemente era un recurso más que aligeraba la existencia, que solucionaba algunas de las pequeñas tareas de la vida cotidiana y le hacía más amable el trabajo a los que habían elegido alguna de las muchas formas de la expresión escrita como medio para ganarse la vida.
Pero hubo un tiempo en que la máquina de escribir era una de las grandes expresiones de la modernidad: en las páginas que salían de sus rodillos, había progreso; en el sonido de la pequeña campana del carro había un toque de alegría, y en la prontitud con la que se acababa la carta, el oficio o el escrito, estaba el orgullo de pertenecer y vivir una época de grandes progresos; tan grandes que bien merecían los artefactos en cuestión que se escribieran cuentos para niños, poemas y juegos literarios donde se convirtieran en protagonistas.
Sueños de progreso, una vez más.
DAMAS Y CABALLEROS: CON USTEDES, LA REMINGTON NÚMERO 1
En 1872, los señores de E. Remington & Sons, del estado de Nueva York, dedicados al negocio de producir armas, prestaron atención a un nuevo invento: un equipo de seis caballeros, encabezado por Christopher Latham Sholes ofrecieron un aparato que permitía la escritura mecánica a mayor velocidad que la empleada por un ser humano cualquiera que redactara a mano una carta cualquiera. El ojo comercial de los armeros produjo la llamada Remington Número 1, que, a pesar de escribir solamente en mayúsculas, fue comprada por algunos entusiastas, y fue la máquina adquirida por el escritor Mark Twain, quien, por primera vez en la historia, entregó a sus editores un original mecanografiado.
Algunas de esas Remington Número 1 deben haberse atravesado en el camino de un puñado de mexicanos exiliados en la Unión Americana hacia 1876: José María Iglesias, presidente de la Suprema Corte de Justicia quien, en la crisis provocada por la reelección de Sebastián Lerdo de Tejada y la revolución de Tuxtepec capitaneada por Porfirio Díaz, intentó llamar al orden recordándole a quien quiso escucharlo que las leyes mexicanas estipulaban que, a falta de presidente, era el magistrado que encabezara la SCJN quien asumiría el cargo. Como es sabido, Díaz pasó por encima de las leyes y de las advertencias de Iglesias, de modo que el buen hombre se vio en la necesidad de escapar hacia Estados Unidos, acompañado de un pequeño grupo de amigos que hacían las veces de su gabinete, y algunos solidarios más. En esa mínima compañía iba, en calidad de ministro con cuatro carteras a su cargo (entre ellas Gobernación y Hacienda) Guillermo Prieto.
Por las voluminosas crónicas que Prieto escribió acerca de aquel escape a la Unión Americana, sabemos que una de las muchas cosas que conocieron al atravesar el país, desde San Francisco hasta Nueva York, era la forma de hacer periodismo. Apenas pusieron un pie en tierra firme, les cayó encima a los mexicanos una nube de reporteros (repórters se les llamaba entonces) que deseaban entrevistarlos, y enterarse de los detalles de la crisis mexicana. Prieto se enteró entonces de que había formas muy diferentes de hacer periódicos. En su viaje a través de Estados Unidos, los exiliados tuvieron oportunidad de conocer las instalaciones de algunos diarios, y en algunos de ellos conocieron las máquinas de escribir. Prieto, que había debutado en el oficio de la escritura a los 15 años y llevaba 43 en ello, estaba asombrado. Toda la vida había escrito con sus plumas, manchándose los dedos de tinta, y ahora existía un armatoste que hacía las cosas más sencillas. ¡Mire usted cuánto progreso!
Pasaron años antes de que en México las máquinas de escribir fueran aceptadas. Curiosamente, los escritores, los cronistas al modo de Manuel Gutiérrez Nájera, no vieron con mucha emoción la llegada de esos artefactos. Si no miraban con aprecio a los primeros reporteros de nuestro país, menos lo iban a tener para con aquel trasto escandaloso que a lo mejor ahorraba tiempo, pero le quitaba inspiración a la sublime tarea de escribir.
EL PROGRESO TAMBIÉN SE TECLEA
Cuando en 1878 los señores de la Remington le pusieron el resorte que permitía a la máquina de escribir hacerlo en mayúsculas y minúsculas, dieron el gran paso hacia el éxito comercial, porque las máquinas hallaron su nicho en numerosas oficinas: empezaron a escribirse cartas, mensajes y escritos laboriosos; apareció un concepto para denominar a la habilidad de escribir a máquina rápido y bien: mecanografía.
Y junto a la mecanografía apareció otra habilidad técnica ahora ya en desuso: la taquigrafía, el sistema de escritura abreviada, a partir de un conjunto de trazos a lápiz, de mayor o menor grosor, interpretables según su posición en el renglón. Se tomaba dictado rápido, se transcribía a la hoja de papel mucho más rápido, y todos terminaban su trabajo con eficacia y prontitud. Eso era progreso.
Aparecieron otras figuras en la vida pública: las secretarias, formadas para hacer taquigrafía y mecanografía. Pero no a todo mundo le gustaba eso; unos por preocupaciones pragmáticas, como el secretario de Hacienda de don Porfirio, José Yves Limantour, receloso de la presencia femenina en las oficinas. ¿No irían a distraer a los caballeros? Otros veían enormes riesgos morales. El escritor y diplomático Federico Gamboa, que a pesar de su profundo conocimiento de los bajos fondos de la capital mexicana era a ratos tremendamente moralista, escribió un cuento titulado “El primer caso”, que trata de una joven que entra a trabajar a una oficina y poco después se convierte en una mujer que da a luz a un hijo sin padre. Pero el progreso era el progreso, y las secretarias y las máquinas de escribir llegaron para quedarse.
Poco a poco, la vertiente pragmática del arte de escribir a máquina no solo se integró a la vida económica, sino que fue agregándose a la vida política del naciente siglo XX, y le cambió la vida a mujeres que acabarían haciendo carrera política formal o informal: porque Hermila Galindo sabía taquigrafía y escribir a máquina -habilidades que aprendió en una escuela pública de Coahuila- es que trabajó con entusiastas del antirreeleccionismo en el norte del país y luego con el diputado maderista Eduardo Hay. De ahí a volverse convencida revolucionaria y promotora de los derechos de la mujer, hubo muy pocos pasos; porque se crió en la hacienda de la familia Madero, y alentada por ellos estudió mecanografía y taquigrafía, la joven Soledad González formó parte del equipo de oficina de don Pancho cuando fue presidente, luego trabajó con Álvaro Obregón, y terminó convirtiéndose en la poderosísima secretaria de Plutarco Elías Calles.
Todo por tener, entre otras habilidades, saber escribir a máquina.
Pero a la máquina de escribir le tomarían afecto periodistas, poetas y novelistas. La primera mitad del siglo XX es abundante en muestras diversas del cariño que le habían agarrado a aquel invento.
(Continuará)
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