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Tiros en el Café de Tacuba: así murió Manlio Fabio Altamirano

El dulce bullicio de una noche veraniega en el famoso y favorecido Café de Tacuba se quebró repentinamente: seis balazos retumbaron en la vieja casona que desde 1912 albergaba al famoso restaurante. Bertha Bracamontes Descombes, que merendaba tranquilamente al lado de su marido, se encontró, repentinamente, tirada en el suelo. No atinó a entender lo que ocurría sino cuando, pasados unos minutos de denso silencio, miró a su alrededor, y entonces comprendió: a unos pocos pasos de ella, el cuerpo de su esposo, Manlio Fabio Altamirano, gobernador electo de Veracruz, había quedado recargado contra el muro. Estaba muerto, sin duda.

Bertha Bracamontes se dio cuenta de que el último movimiento de su esposo había sido para protegerla, sacándola, de un empujón, del alcance de las balas que estaban dirigidas a él, para impedirle asumir su nuevo cargo como gobernador.

Los comensales del Café de Tacuba comenzaron a incorporarse; muchos se habían tirado al piso, y otros se acurrucaron en sus sitios. Algunos, todavía aterrados, intentaban ganar la salida. Dionisio Mollineda, a cargo del establecimiento, corrió hacia el rincón donde habían sonado los balazos. Vio a Altamirano exánime y ensangrentado. La esposa del político estaba ilesa, pero en shock: parecía aturdida, fuera de este mundo, como si no acabara de entender la realidad. En la cabeza de Bertha Bracamontes solamente había una idea: Manlio Fabio le había salvado la vida, porque, muy probablemente, el criminal que lo había baleado pretendía matarlos a los dos.

Mollineda empezó a gritar: “¡Un médico! ¡Un médico! ¿No hay aquí un médico?” Alguna de las meseras, un tanto repuesta del susto, corrió al teléfono del restaurante. No servía. Después se afirmaría que la línea telefónica había sido cortada para evitar que, de una u otra forma, Manlio Fabio Altamirano saliera con vida del Café de Tacuba.

¿SE ACABARON LOS CRÍMENES POLÍTICOS?

Era el 25 de junio de 1936. La prensa, al día siguiente, llamaría la atención sobre el fondo de aquel crimen: a pesar de todos los sueños de progreso, de la creación de instituciones, de los proyectos que convertirían a México en una nación pujante, vigorosa, con la mirada puesta en el futuro, la lucha por el poder seguía caracterizándose por una violencia soterrada, que de cuando en cuando sacaba la cabeza y se esforzaba por arreglar las cosas como se había hecho durante décadas: a balazo limpio.

Rudo contraste era aquel. Se había asesinado a un gobernador electo a unas pocas cuadras de Palacio Nacional, y el rostro de la ciudad de México se había reconfigurado para que su parte más céntrica le hablara al visitante de los nuevos tiempos que vivía el país; tiempos de construcción, de progreso, de crecimiento. Los sucesivos presidentes a partir de la gestión de Plutarco Elías Calles habían ido colocando su granito de arena en aquella transformación, a pesar de todas las habladurías, que no eran chismes sin sustento, acerca de ese poder que don Plutarco seguía tejiendo.

No era ni chiste superficial ni especulación aquella frasecita que se pronunció en alguna función del teatro del género chico: “Aquí vive el presidente”, señalando al Castillo de Chapultepec, “y el que manda vive enfrente”, cambiando de dirección y señalando a las nuevas colonias residenciales.

Desde 1926, Palacio Nacional tenía un nuevo piso, para satisfacer las necesidades de espacio que la expansión del gobierno federal planteaba. Desde 1933 y después de pleitos, polémicas y discusiones, se habían demolido docenas de casas para abrir la que sería la gran calle que llevaría a la Plaza de la Constitución: la Avenida 20 de noviembre. Aquella decisión había tenido un tremendo peso simbólico: los gobiernos salidos de los movimientos revolucionarios habían llevado al país a un punto en que era imprescindible dejar su huella en el espacio urbano. Así, docenas de casas, muchas de ellas virreinales -incluyendo la que albergaba la famosa higuera milagrosa de San Felipe de Jesús- habían sido arrasadas para trazar aquella avenida amplia, que se había planeado para que, en su nacimiento, se viera, perfectamente encuadrada la Catedral Metropolitana: todo en aquella traza novedosa estaba pensado para que evocara un nuevo poder, un nuevo modo de vivir en México, y el peso ineludible de la Revolución con mayúsculas.

Aquellas ambiciones no se habían limitado al Palacio Nacional y a los accesos a la Plaza de la Constitución. Desde 1933 el gobierno había construido un enorme centro educativo, que, se esperaba, sería modelo para acabar de satisfacer las grandes necesidades que, en materia de escuelas, todavía padecía el país. Pero el Centro Escolar Revolución -¿qué otro nombre podría tener?- , al final de la calle de los Arcos de Belem, tenía jardín de niños, una inmensa primaria y talleres de manualidades y oficios, pues los proyectos educativos de la época juzgaban que la educación básica debía preparar al niño para la vida, y no bastaba con saber leer, escribir y las operaciones aritméticas y algunos otros conocimientos: los pequeños alumnos del Centro Escolar Revolución además aprenderían mecánica o carpintería; estudiarían según los proyectos de la educación socialista en un enorme espacio con cabida para cinco mil alumnos, engalanado por alucinantes murales pintados por uno de los jóvenes artistas del muralismo mexicano: Raúl Anguiano.

Y, por si fuera poco, la ciudad de México de 1936 ¡ya hasta tenía su propio rascacielos! Desde 1934, el edificio de la aseguradora La Nacional reinaba sobre la capital mexicana: 55 metros de altura, ¡trece pisos! y reinaba orgulloso desde la esquina que hacía otra avenida importante, San Juan de Letrán, con Avenida Juárez, que hacía tiempo había abandonado su virreinal nombre de Corpus Christi.

¿Qué todavía se acordaba la gente de los mitotes tremendo, con tiros y sangre, que unos pocos años antes había armado en la capital el ateo comecuras de Tomás Garrido Canabal? Era cierto. Pero, poco a poco, la violencia política, esa que se resolvía a punta de balazos, se iba extinguiendo. Para eso se había creado en 1929 el Partido Nacional Revolucionario; para que nadie siguiera peleándose a muerte por el poder político; para que se olvidaran los momentos atroces de las muertes de Gómez y Serrano; para que el asesinato de Álvaro Obregón acabara de convertirse en un recuerdo; para que las huellas de la muerte de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez se convirtieran en parte del discurso heroico que los niños aprenderían en las nuevas escuelas.

De golpe, seis tiros disparados en uno de los restaurantes más populares de la capital, demostraron que el México bronco, ese que guardaba rencores y ajustaba cuentas, no se había desvanecido del todo en junio de 1936.

ASÍ MUERE UN GOBERNADOR ELECTO

Manlio Fabio Altamirano era cardenista leal y convencido. Formaba parte de ese grupo que, fiel al michoacano, iba ganando los puestos del poder. Era uno de esos personajes cuyo proyecto político se reflejaba perfectamente en la nueva fisonomía de la capital mexicana. Había sido, por ejemplo, líder del Congreso Nacional Anticlerical. Tuvo amistad con Cándido Aguilar, yerno de Venustiano Carranza, y ese vínculo lo ayudó a convertirse en notario en su natal Veracruz, establecido en Pánuco. Era muy joven en ese entonces.

Cuando en 1923 se desató la revolución delahuertista, Altamirano se sumó a las fuerzas del gobierno federal. Tiró bala por los rumbos de Papantla, de San Agustín, de troncones. Le empezó a picar el gusanillo de la política. Se lanzó con buena fortuna, y con sus méritos en campaña. Cuatro veces fue diputado, y era popular entre los campesinos y el movimiento obrero veracruzano.

Sus méritos hicieron que se le tomara en cuenta para venir a la capital. Fue uno de los fundadores y el primer gerente del periódico El Nacional, el diario propiedad del gobierno. Con esas habilidades, lo enviaron a dirigir los Talleres Gráficos de la Nación. Luego, llegó a senador. Era natural que quisiera lanzarse para gobernar su patria chica. Lo había logrado. Ese mismo año volvería a su tierra para conducir sus destinos. Eso tenía un lado bueno, que aplaudían todos los que se consideraban sus amigos y que le eran leales. Pero quienes habían tenido en el pasado desacuerdos o disputas con él, no podían dejar de pensar que, tal vez, apenas llegara, el gobernador Manlio Fabio Altamirano cobraría cuentas pendientes.

Así lo encontramos la noche del 25 de junio de 1936, llegando a merendar al Café de Tacuba. Ni siquiera llevaba auto. Había caminado, junto con su esposa, desde sus oficinas en la avenida Cinco de Mayo. Bertha Bracamontes recordaría después que le preguntó si no prefería que se fueran a casa para descansar. Pero Manlio Fabio tenía ganas de una merienda ligera. Escogieron el popular sitio, conocido por sus platillos tradicionales.

Cuando llegaron, el sitio estaba lleno, su mesa preferida, la del rincón, estaba ocupada. La pareja aguardó pacientemente. Una mesera, Lucía Falcón, los hizo pasar apenas quedó libre el lugar. Se acomodaron, hicieron su pedido. El tiempo transcurrió con tranquilidad. Altamirano llamó a Lucía: le pidió una copa de helado que, apenas se la sirvieron, el gobernador electo atacó con entusiasmo.

Entonces apareció la muerte, en forma de un desconocido.

Altamirano sostenía en una mano la copa de helado, y ya se llevaba a la boca una cucharada de la golosina. Levantó la mirada y alcanzó a ver a su asesino. Soltó la copa, y de un empujón derribó a su esposa. Sonaron las detonaciones.

Las meseras se pegaron al muro, algunas se arrojaron al suelo. Afuera, un cuidador de autos llamado Venustiano Herrera Martínez, vio salir del Café de Tacuba a un hombre pistola en mano, que corrió hacia la esquina de Tacuba y Motolinía. Ahí lo esperaba un auto, un Chevrolet negro, que arrancó a toda velocidad. Herrera, incluso, se fijó en la placa del auto, pero el indicio resultaría inútil.

Dentro del Café de Tacuba, el miedo no se disipaba; Dionisio Mollineda intentaba llamar a un médico, a la policía. Fue cuando se dio cuenta de que el establecimiento estaba incomunicado.

La noticia corrió como pólvora encendida por el centro de la ciudad. Llegó la policía, y, naturalmente, los reporteros. Un fotógrafo con mucho sentido de la composición los capturó para siempre, libretas en mano, ante el cadáver del gobernador electo de Veracruz.

UN CRIMEN NUNCA ACLARADO Y LAS HISTORIAS VERACRUZANAS

Algunos testigos aseguraron que el asesino, vestido de café oscuro y saco a cuadros, había cenado con toda calma en una de las mesas del fondo, aguardando a su víctima, y que eligió el momento adecuado para atacar. A las cinco de la mañana, llevaron el cuerpo de Altamirano a su casa, para ser velado.

Sus seguidores clamaban por justicia; no faltó quien insinuara que, si se indagaba entre los ricos terratenientes veracruzanos, se hallaría al autor intelectual del crimen.

Al mediodía del 26 de junio, el ataúd de Manlio Fabio Altamirano fue llevado en hombros hasta la glorieta de Bucareli donde en aquel entonces estaba la popular estatua conocida como El Caballito. Una muchedumbre acompañaba el cadáver. Lázaro Cárdenas estaba fuera de la ciudad, pero el líder del PNR, el expresidente Emilio Portes Gil, condenó el asesinato e hizo presencia. A pesar de todo, para los hombres del poder, esos que gobernaban desde la ciudad de México, el asesinato nunca fue aclarado.

A los pocos días, Bertha Bracamontes pidió a Dionisio Mollinedo las servilletas y el mantel manchados con la sangre de su esposo. La vida política se reacomodó con rapidez: Se negoció para que no volviera a correr la sangre. Cinco meses después, se tuvo claro quién llenaría el hueco dejado por Manlio Fabio Altamirano: el señalado era Miguel Alemán Valdés, que solamente tenía 33 años, e iniciaba la carrera política que lo llevaría a la presidencia de la República.

Lejos de aquello, en Veracruz corrió el secreto a voces que los asesinos de Manlio Fabio Altamirano pertenecían a un grupo de sicarios conocidos como La Mano Negra, a las órdenes de un comerciante y empresario azucarero llamado Manuel Parra, que en los enfrentamientos entre campesinos y hacendados, habían matado a unas 2 mil personas. Hacendados vinculados a Parra no querían que Altamirano llegase a despachar en Veracruz.

En la capital, la vida seguía; la recomposición de fuerzas ya tenía otra velocidad. Poco a poco, la historia de aquel asesinato se convertiría en un fragmento más de ese México duro, violento, que se negaba a desaparecer.

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