Como en tantas otras ocasiones, era un asunto de voluntad política. Como los porfirianos -A Pancho Madero no le dio tiempo de inventar nada- y como a los liberales del siglo XIX, a los hombres de la Revolución les parecía que su impronta debía ir más allá de las leyes y de los discursos. Por eso, no bien se calmaron relativamente las aguas de la guerra civil, desarrollaron una veta constructora que hacer un siglo le empezó a cambiar el rostro a la ciudad.
Pero llegaron los años treinta, y con ello, se emprendieron obras de gran calado. Después de la monumentalidad del Estadio Nacional, de la solemnidad de la Secretaría de Educación Pública, de los novedosos centros escolares, faltaba algo: modificar radicalmente el espacio del poder. Sí, el Zócalo, testigo de la intensa vida política de México desde los tiempos prehispánicos.
Sangre y muerte, fiesta y euforia, represión y esperanza. Todo eso estaba en la memoria de la gran plaza y en las piedras viejas de Palacio Nacional, que estrenaba un piso adicional, fruto de la inspiración de Plutarco Elías Calles. Para estar a tono con esa remozada mayor, faltaba algo. Una gran entrada a la plaza, que mostrara a este país como el resultado de los movimientos políticos recientes, moderno, pujante, vigoroso.
Y así fue que nació una gran avenida, destinada a ser el magno acceso al corazón político de la Nación. Quien entrara a la plaza más importante del país por esa nueva ruta, se encontraría con un sitio limpio y despejado, sustituyendo la vieja traza heredada de la Conquista. Los edificios serían modernos y grandes; la gente seguiría paseando por el Zócalo, y continuaría atiborrándolo en la noche del 15 de septiembre y cada vez que se ofreciera. Pero desfiles, festivales y marchas no tendrían que ir a dar hasta la distante colonia Roma. En el centro de la ciudad de México habría suficientes espacios como para generar escenarios propicios para expresar el orgullo de la nación surgida de la Revolución.
Naturalmente, la nueva calle tendría que llamarse Avenida 20 de Noviembre
Aquella primera mitad de la década de los 30 fue de febril actividad en materia de obra pública. Se construyeron espacios que se volverían referentes de la ciudad en crecimiento. Con decisión, se acometió la tarea de resolver, de una buena vez, el destino del cascarón que era el Teatro Nacional porfiriano. Como no era cosa de tirar a la basura el dineral invertido, nuestro Palacio de Bellas Artes se convirtió en un resumen de la transición del porfiriato a los regímenes posrevolucionarios: por fuera, un peculiar y recargado aspecto, con influencia del Art Nouveau, que a lo largo de los años le ha costado recibir calificativos tan despiadados como “pastel marmóreo”. Por dentro, líneas puras con influencia del Art Déco, con mármoles y ónix coloridos, y en elegantes contrastes. Tan orgullosos se sintieron los gobiernos de los años 30 de la obra, que le empezaron a quitar protagonismo al Estadio Nacional y a los patios de la Secretaría de Educación Pública.
En el caso de Bellas Artes, no hubo necesidad de arrasar con el entorno; eso ya lo había hecho el porfiriato. El vendaval progresista de los revolucionarios emprendió una transformación que le puso los pelos de punta a los que habían crecido en la vieja ciudad.
Porque los liberales habían arrasado conventos y abierto calles nuevas. El Porfiriato soñó con una ciudad que emulara a las grandes capitales europeas. Ninguna de aquellas generaciones se imaginó que un día funcionarios acelerados se llevarían por delante docenas de casas y callejuelas para abrir la gran entrada a la plaza.
Al grito de “Es Utilidad Pública”, el 15 de diciembre de 1933, en el Diario Oficial dela Federación, se publicó el decreto que “declara de utilidad pública el alineamiento de las calles de la Diputación, Ocampo y su continuación hasta la calle de Chimalpopoca, para formar la avenida que se denominará del 20 de Noviembre”.
Aquello ya no tenía camino de regreso. Gobernaba Abelardo L. Rodríguez, y Aarón Sáenz era el jefe del Departamento del Distrito Federal. Por esos mismos años había empezado la demolición de la cárcel de Belem para construir la enorme escuela que se llamaría “Revolución”, Pero en el caso de la decadente prisión, el argumento era novedoso: reemplazar un sitio de triste fama por un centro educativo era expresión del sentido social del proyecto revolucionario.
Pero en el caso de la Avenida 20 de Noviembre, la “utilidad pública” echó por delante el argumento de la belleza, que los porfirianos habían usado con frecuencia. Los revolucionarios querían una nueva ciudad, en la que resultaba indispensable abrir nuevas calles y cubrir los requisitos de “amplitud y belleza” que caracterizaban a las grandes ciudades del mundo. Naturalmente, la ciudad de México no iba a ser menos.
Luego, se habló de criterios prácticos. En el centro de la ciudad estaba concentrada toda la actividad comercial de alta categoría, y si no crecía más era porque se carecía de vías de acceso adecuada. Astutos, los revolucionarios argumentaron que, si se trazaba la nueva calle, sería una arteria de gran valor comercial e incluso turístico, porque al desaparecer el bloque de callejones y casas, sería más fácil llegar a las casas comerciales de la zona y los viajeros verían a la imponente Catedral, y no bien llegaran a la plaza, contemplarían el espléndido juego que hacía el enorme templo con el Palacio Nacional.
Y, por otro lado, continuaba el decreto, se necesitaban nuevas vías para salir de la ciudad y la expansión de la capital era dispareja, orientada al suroeste. La nueva avenida era el inicio de otra etapa de gran crecimiento. Eran cada vez más numerosos los automóviles que circulaban por la ciudad, y era preciso que las calles fueran adecuadas al paso de los aparatosos vehículos de los años 30.
En suma, a todos les convenía la enorme avenida que recordaría para siempre la gesta transformadora que empezó en 1910.
Era, así de simple, la modernidad.
La Avenida 20 de Noviembre tendría, desde la plaza hasta la calle de Venustiano Carranza, un ancho de 37 metros. De Venustiano Carranza hasta la calzada de Chimalpopoca mediría 27.
Era 16 de mayo de 1933 cuando se instaló un comité ejecutivo encargado de la obra, que tomaría por eje a la Catedral. La acera que sobreviviría de la traza antigua era la derecha, vista desde el templo, y que era donde se encontraba el gran almacén El Palacio de Hierro y el edificio de oficinas del Departamento del Distrito Federal. Como no era cosa de ponerse en plan de comecuras, se respetarían la capilla de Tlaxcoaque y el Templo de San Bernardo, rescatando la fachada.
La gran avenida se convertiría en la ruta que entroncaría con las colonias Obrera y Doctores y llegaría, atravesándolas, a las colonias Roma y Roma Sur.
Todos contentos.
¿Todos?
No, no todos. Causó escándalo la vista de la progresiva demolición. Mientras se completaba, la avenida se convirtió en un largo estacionamiento que convivía con los muros, muchos de ellos virreinales, que dejaban gruesas cicatrices.
Uno de los asuntos que causó mayor trauma, fue que el ventarrón revolucionario se llevó por delante el número 88 de la calle de San Jerónimo, que la tradición señalaba como el hogar del entonces único santo mexicano, San Felipe de Jesús.
Una tras otra, las hileras de casas decimonónicas o virreinales fueron desapareciendo. De la plaza fueron borrados algunos grandes almacenes y la parte comercial fue enviada a la avenida. Los revolucionarios no solamente estaban modificando el acceso a la plaza para hacerlo funcional. Reservaron esos nuevos espacios para obra pública, y convirtieron al Zócalo en el gran elemento que simbolizaba al nuevo Estado mexicano. Es cierto que borraron muchos recuerdos de los mexicanos de entonces, pero lo cierto es que estaban construyendo para un futuro donde se hablaría de ellos, o al menos así lo creyeron, como los creadores de una nueva modernidad.
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