
Una decena de adolescentes juega fútbol en la remodelada cancha del parque de La Laja. En las gradas, compañeras o novias los esperan conversando, carcajeándose sin recato y masticando comida chatarra. Son las 4 de la tarde y el parque, emblema de Santa Lucía, tiene pocos visitantes, tan pocos que sólo hay tres vendedores ambulantes: uno vende frituras, una señora elotes y otro helados.
La rutina debe continuar en Acapulco a pesar de las ejecuciones por decena, un día sí y otro día también. La gente de a pie entiende que debe salir rumbo a sus trabajos y, si se puede, volver de ellos –sin fijarse en quién está en las esquinas de su casa–; otros optan por sobrevivir en el comercio informal a pesar de pagar la cuota diaria a extorsionadores que, a plena luz del día, hasta bajo la mirada de pasivos policías, estiran la mano para recibir “el encargo”.
Frente al parque los comerciantes del mercado de La Laja recogen sus productos, limpian, tararean la música de banda a todo volumen que pone el vendedor de discos piratas. Pero este mercado hace tiempo perdió esplendor. Lugares vacíos, locales que cierran temprano, pocos compradores vienen a surtirse. Parque y mercado son el vivo retrato del puerto, no el Acapulco Golden, sino un lugar de pólvora, miedo, asesinatos.
A estos dos sitios de La Laja ni los mismos vecinos se vienen a parar, sólo gente que tiene que trabajar; tres niños en busca de esparcimiento, obreros que añoran pasear con sosiego, detenerse a mirar fútbol amateur y sentarse en una banca a esperar que entre la noche. No sucede así. La rutina en Acapulco es de la casa al trabajo y viceversa. No son fechas para pasatiempos.
Son las 5 de la tarde, el calor disminuye, la luz del día se mantiene y los vecinos optaron por refugiarse en sus hogares. En el interior de la colonia, las casas están protegidas como fortalezas, puertas de acero y rejas de metal grueso, ventanas cerradas, las misceláneas brillan por su ausencia, más música de banda retumba en esta colonia desolada.
Árboles de mango y almendra destacan en el andador Los Tulipanes, perros ladran con efusión y se abalanzan contra las puertas, se escucha una televisión, un hombre pasa frente a mí sin siquiera levantar la vista, escaleras abajo el baldío se acentúa y la tranquilidad de los pasillos azora. Para esta gente la entrada de la noche es demasiado tarde para andar de vaganza. Salgo de los pasillos áridos y me adentro en la Bocamar. El silencio se regodea en las calles principales, en arroyos secos que terminan en la Cuauhtémoc, las casas de dos o tres pisos también son fortalezas, fortalezas mudas, donde ni un vaso impactando contra el suelo se escucha, pareciera que alguien amordazó la fiesta en estos lares.
Hay dos, tres, cuatro, cinco casas fortaleza en venta: están en oferta, desde hace mucho pues los anuncios fueron desgajados por el tiempo. Avanzo hacia la Alianza y tropiezo con la pobreza, el desorden de la construcción, más árboles de mango cargados de frutos que a nadie le interesan, más perros enfurecidos tras las puertas de sus hogares y, después de media hora, por fin aparece una miscelánea, con sus barrotes, con su miedo, con la mirada azorada de la mujer que atiende, donde compro una botella de agua que remoje mi garganta y calme el temblor de mi cuerpo por tanta soledad y un clima atropellado por desconocidos.
El arroyo que separa a las colonias Alianza y Bocamar está repleto de llantas, de basura, de aguas negras que no terminan en una planta tratadora. Entre casas de concreto hay viviendas de palos, terrenos abandonados, paredes pintarrajeadas con leyendas que confirman que el fin del mundo ha llegado a este predio. La música de banda sigue retumbando. La gente con la que tropiezo se acostumbró a caminar con la mirada gacha; de facto, el miedo y el respeto por los Goliats que los vigilan se instalaron en su cotidianidad, en sus veredas.
La noche está por llegar y no es nada agradable, ni seguro, vagar a oscuras entre halcones que no puedo saludar.
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