Cerca de la medianoche ingreso al boulevard Vicente Guerrero, la vía, ahora con un segundo piso, que divide a la colonia Zapata de Ciudad Renacimiento en la entrada de Acapulco. Fijo la vista en una de las primeras paradas del recién inaugurado Acabús: Central de abastos. Un urbano a mi izquierda se dirige al centro. Seguramente es su último viaje, con tres o cuatro noctámbulos como pasajeros, ya librado de atascos viales que sufre a pesar de su carril exclusivo.
Al leer el número de serie del camión, recuerdo un pasaje de Pascal Quignard sobre la decadencia, la degradación: “las épocas, los mortales, los seres en el tiempo, progresan, caminan, ‘no para llegar a algún lugar, sino al ocaso’. El polvo que levantan sus pies engendra la confusión en donde se pierden”. Es un parafraseo que el autor francés saca de un texto de Marco Cornelio Frontón que trata del ocaso de los macedonios. Eso sucede en Acapulco. Ese polvo que levanta el urbano, el polvo que esparcen las llantas del coche que manejo, no es más que el ocaso de este puerto.
El nuevo transporte público, cada parada, cada tarjeta que lee la pantalla, este segundo piso que me da la bienvenida se venden como un atisbo de recuperación, pero significan, para mí, que desde niño me sumergí en las olas peligrosas y soporté las canículas irremediables de Santa Lucía, todo lo contrario.
No nací aquí. Y sé que el asfalto es el asfalto de siempre, el que cuajan los políticos cada que estrenan gobierno. Ahora aderezado con un sistema de transporte “de calidad” que no resuelve las necesidades de los acapulqueños. Es la penúltima patada de ahogado de un lugar donde la violencia ha fragmentado familias y el abandono llegó a la tiendita de la esquina, así como a los inmuebles inmensos que, aún de pie, con sus fierros y fachadas en todo esplendor, han pasado a mejor vida.
Es una mañana cualquiera de julio. Estoy en la colonia Jardín Mangos. Vengo a la clausura de cursos de un jardín de niños. Esta colonia está entre las tres primeras con más asesinatos con armas de fuego registrados en los últimos años. Aunque soy del otro lado del puerto, aquí perdí amigos. Uno de ellos intentó convertirse en secuestrador: le faltaba inteligencia y le temblaban tanto las piernas que terminó confesando su crimen mientras una policía le hacía una llave contra el suelo cuando fue a denunciar el secuestro de su novia.
El jardín de niños es un lugar improvisado. Son tres grupos, dos de ellos comparten salón. No hay espacio para que los niños puedan realizar alguna actividad física. Carece de un centímetro para la flora. Antes de ser escuela, en esta galera se criaban pollos. La empresa quebró y se donó para uso comunitario. Mientras veo la descoordinación con la que pasean la bandera los niños, me preguntó si esto no era una de esas empresas que lavaba dinero salido de la venta de drogas: un buen día abandonaron el lugar porque el negocio dejó de ser redituable. Hay negocios ilegales que le restaron ganancias al trasiego de droga. La extorsión, uno de ellos.
Son diecinueve niños los que se gradúan y sin riesgo a equivocarme a cada uno la violencia le ha arrancado algún tío, un hermano mayor, un primo. El padre que ya no tiene Mayra. Su madre me cuenta que su esposo bebía alcohol en el patio de un vecino cuando dos hombres dispararon a mansalva dejando cuatro muertos en el acto. La mamá de Mayra regatea unos cuadros para el recuerdo a un fotógrafo que pide nombres, hace apuntes, cuenta billetes.
El evento transcurre entre los equívocos de las maestras que ni siquiera saben a quiénes invitaron a la mesa de honor y suplicando a los asistentes que no invadan los 12 metros cuadrados maquillados como plaza cívica. Antes de irme le preguntó al fotógrafo si la “maña” lo deja trabajar.
–Pues hay veces; cada semana les doy cien pesos y otras tardan más del mes en venirme a pedir su parte.
Los asistentes sacan sus celulares para retratarse con los niños. La mamá de Mayra sigue regateando al fotógrafo. Alguien le advierte que en bocas cerradas no entran moscas ni muertos. A pesar de ser un día de alegría, las pupilas de esta gente se encienden de miedo, de alerta, de sonidos inhumanos.
–Ojalá nunca me encuentren sin un peso en la bolsa, porque seguro me balacean.
Le pasó a su compañero por cincuenta pesos que no traía. Cuán equivocado estaba José Alfredo: en su tiempo la vida valía infinitamente más. Me retiro del lugar. Apenas enciendo el coche y una camioneta de ministeriales se me para enfrente. Dos empuñan sus armas, largas como un roble, en la parte trasera del coche. Me piden que me baje. Preguntan qué ando haciendo en esa colonia, si el coche es mío. Tembloroso entregó licencia y tarjetón. Revisan. Hablan por radio.
Se marchan y vuelvo al asiento. El cuerpo me tiembla y trato de opacar el espanto que me produce Acapulco, entenderlo, mirando la luz que se refleja en ese mar que desemboca en Pie de la Cuesta.
Ahora es una tarde de otro día de julio. Decidí dejar el coche estacionado y he caminado algunos kilómetros por la Costera Miguel Alemán. Desde el parque Papagayo deambulé entre ambulantes, negocios cerrados, dos autoservicios en cada cuadra, la Diana Cazadora remodelada. El tráfico, los semáforos descompuestos, las artesanías de toda la vida, bares levantando sus cortinas, la playa a unos metros. Lo que uno encontraría en cualquier foto de Acapulco. Llego a los últimos metros de la Condesa y me topo con una cuadra de negocios cerrados.
Hace no más de tres años en un local de éstos, con cristales y puertas automáticas y aire acondicionado, se vendía ropa tropical hecha por diseñadores. El lugar está carcomido por ratas e invadido de otros animales salvajes. Ya no está la señora diciéndote con su acento burgués el costo de las prendas. Era la dueña. Había un despacho, un consultorio médico, una agencia de viajes. Sólo queda el anuncio hecho a la carrera de “Se renta o se vende, trato directo” y el número telefónico.
Lo mismo pasa en lugares populares. En el centro han cerrado filiales de cadenas nacionales de empresas de ropa. Acapulco es una desolación comercial y también de inmuebles que ya nadie usa, que están en venta, que nadie quiere rescatar, pues no se recuperará la inversión. En uno de los tantos temblores, el encargado de Protección Civil municipal dijo que tenían detectados más de una docena de edificios que debían recibir mantenimiento o ser demolidos. El polvo del fracaso circunda por todo el puerto. No hay mejor ejemplo de decadencia que al otrora vistoso Centro de Convenciones Acapulco, hoy desahuciado, donde únicamente se van a parar habitantes que creen aún vivir en el Acapulco Dorado. Hay personas pidiendo convertirlo en un lugar para el esparcimiento humano, donde se ponga en marcha la falacia de la regeneración del tejido social desde las artes. Una de las utopías tropicales que circulan en las redes sociales para resucitar a Santa Lucía.
Es mediodía del verano de 2016. Hago la ruta del Acabús para salir del puerto. Voy al lado de un urbano que se para en la última estación, deja a los pasajeros y retorna a su rutina diaria. La caseta de La Venta está tomada por maestros. Me detienen. Me dicen que puedo pasar siempre y cuando les permita escribir una leyenda en el parabrisas. Lo hacen con tinta de bolear: “yo amo (en forma de corazón) a la CNTE. Estoy 100 % con la lucha magisterial”. Se despiden. Dejo atrás los cerros, el aire salinizado, el asfalto, los carrizos de muerte, el polvo que enmaraña el ocaso llamado Acapulco.
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